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La reina de los caribes/II

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Capítulo II: Hablar o morir

Aún no había transcurrido un minuto cuando las ventanas del primer piso se iluminaron, reflejándose algunos rayos de luz en las casas de enfrente.

Una o más personas estaban preparándose a bajar.

El Corsario se había puesto rápidamente en pie, con la espada en la diestra y una pistola en la siniestra.

Sus hombres se habían colocado a los dos lados de la puerta con las armas preparadas.

-¡Alguien viene! -dijo Van Stiller, que tenía un ojo pegado a la cerradura-. ¡Veo luces detrás de la puerta!

El Corsario Negro, que empezaba a impacientarse, alzó de nuevo el pesado aldabón, y lo dejó caer con estrépito.

El golpe retumbó por el corredor. Una voz temblorosa gritó:

-¡Ya va, señores!

Se oyó un chirriar de cerrojos y cadenas, y la maciza puerta se abrió lentamente.

Un hombre ya de edad, seguido por dos pajes de raza india portadores de antorchas, apareció en el umbral.

Era un hermoso tipo de anciano, que ya debía de haber pasado de los sesenta; pero aún robusto y erguido como un joven.

Llevaba un traje de seda oscura adornado de encajes, y calzaba altas botas con espuelas de plata.

Una espada le colgaba al costado, y en la cintura llevaba uno de aquellos puñales españoles llamados de misericordia; arma terrible en una mano robusta.

-¿Qué queréis de mí? -preguntó el viejo con marcado temblor.

En vez de contestar, el Corsario Negro hizo seña a sus hombres de entrar y cerrar la puerta.

El jorobado, ya inútil, fue dejado en la calle.

-Espero vuestra respuesta -insistió el viejo.

-¡El caballero de Ventimiglia no está acostumbrado a hablar en los pasillos! -dijo el Corsario Negro, con voz altanera.

-¡Seguidme! -dijo el viejo tras una breve vacilación.

Precedidos por los dos pajes, subieron una amplia escalera de madera roja y entraron en una sala amueblada con elegancia y adornada con trofeos españoles.

El Corsario Negro se aseguró con una mirada de que no había más puertas, y volviéndose hacia sus hombres, les dijo:

-Tú, Moko, te pondrás de guardia en la escalera, y colocarás la bomba detrás de la puerta. Vosotros, Carmaux y Van Stiller, permaneceréis en el corredor contiguo.

Y mirando al viejo, que se había tornado palidísimo, añadió:

-¡Y ahora nosotros dos, señor Pablo de Ribeira, intendente del duque Wan Guld!

Cogió una silla y se sentó junto a la mesa, colocándose la espada desenvainada entre las piernas.

El viejo seguía en pie, y miraba con terror al formidable Corsario.

-Sabéis quien soy; ¿no es cierto? -preguntó el filibustero.

-El caballero Emilio de Roccabruna, señor de Valpenta y de Ventimiglia -dijo el viejo.

-Celebro que tan bien me conozcáis, señor de Ribeira -continuó el Corsario-. ¿Sabéis por qué motivo he osado, solo con mi nave, aventurarme en estas costas?

-Lo ignoro; pero supongo que debe de ser muy grave el motivo para decidiros a tamaña imprudencia. No debéis de ignorar, caballero, que por estas costas está en crucero la escuadra de Veracruz.

-Lo sé -repuso el Corsario.

-Y que aquí hay una guarnición, no muy numerosa, pero superior a vuestra tripulación.

-También lo sabía.

-¿Y habéis osado venir aquí casi solo?

Una desdeñosa sonrisa plegó los labios del Corsario.

-¡No tengo miedo! -dijo con fiereza.

-Nadie puede dudar del valor del Corsario Negro -dijo D. Pablo de Ribeira-. Os escucho.

El Corsario permaneció algunos instantes silencioso, y luego dijo con voz alterada:

-Me han dicho que vos sabéis algo de Honorata Wan Guld.

En aquella voz había algo desgarrador: parecía un sollozo ahogado.

El viejo permaneció mudo y mirando con ojos asustados al Corsario.

Entre ambos hubo unos momentos de angustioso silencio. Parecía que ninguno de los dos quería romperlo.

-¡Hablad! -dijo por fin el Corsario-. ¿Es cierto que un pescador del mar Caribe os ha dicho haber visto una chalupa llevada por las aguas y tripulada por una mujer joven?

-Sí -contestó el viejo con voz que parecía un soplo.

-¿Dónde se hallaba esa chalupa? -Muy lejos de las costas de Venezuela.

¿En qué sitio?

-Al sur de la costa de Cuba, a cincuenta o sesenta millas del cabo de San Antonio, en el canal de Yucatán.

-¡A tanta distancia de Venezuela! ¿Cuándo encontraron la chalupa?

-.Dos días después de la partida de las naves filibusteras de las playas de Maracaibo.

¿Y estaba aún viva?

-Sí, caballero.

-¿Y aquel miserable no la recogió?

-La tormenta arreciaba, y su nave ya no podía resistir el embate de las aguas.

Un grito de desconsuelo salió de los labios del Corsario.

-¡Vos la habéis matado! -dijo el señor de Ribeira con voz grave-. ¡Qué tremenda venganza habéis cometido, caballero! ¡Dios os castigará!

Oyendo aquellas palabras, el Corsario Negro levantó vivamente la cabeza.

¡Dios me castigará! -exclamó con voz estridente-. Yo maté a aquella mujer a quien tanto amaba; ¿mas de quién fue la culpa? ¿Acaso ignoráis las infamias cometidas por el Duque, vuestro señor? Uno de mis hermanos duerme allá... bajo el Escalda; los otros dos reposan el báratro del mar Caribe. ¿Sabéis quién los mató? ¡El padre de la mujer a quien yo amaba!

El viejo guardaba silencio y permanecía con los ojos fijos en el Corsario.

-¡Yo había jurado odio eterno a aquel hombre, que había matado a mis hermanos en la flor de su edad, que había hecho traición a la amistad y a la bandera de su patria adoptiva, y que por oro había vendido su alma y su nobleza, mancillando infamemente su blasón, y he querido mantener mi palabra!

-¿Condenando a muerte a una joven que no podía haceros ningún mal?

-La noche en que abandoné a las aguas el cadáver del Corsario Rojo, había jurado exterminar a toda su familia, como él había destruido la mía, y no podía faltar a mi palabra. Si no lo hubiera hecho, mis hermanos habrán salido del fondo del mar para maldecirme. ¡Y el traidor vive todavía! -repuso con ira tras una pausa-. ¡El asesino no ha muerto, y mis hermanos me piden venganza! ¡La tendrán!

-¡Los muertos nada pueden pedir!

-Os engañáis. Cuando el mar riela, y yo veo al Corsario Rojo y al Verde surgir de los abismos del mar, y huir ante la proa de mi Rayo; y cuando el viento silba entre el cordaje de mi nave, oigo la voz de mi hermano muerto en tierras de Flandes. ¿Me comprendéis?

-¡Locuras!

-¡No! -gritó el Corsario-. Hasta mis hombres han visto muchas noches aparecer entre la espuma los esqueletos del Corsario Rojo y del Verde, que todavía me piden venganza. Decidme: ¿dónde está Wan Guld?

-¿Aún pensáis en él? -exclamó el Intendente-. ¿No os basta con su hija?

-¡No! Ya os he dicho que mis hermanos todavía no están satisfechos.

-El Duque está muy lejos.

-¡Hasta el Infierno iría a buscarle el Corsario Negro!

-Id, pues a buscarle.

-¿Dónde?

-No sé a punto fijo dónde está. Se dice que en México.

-¿Se dice? ¿Vos que sois su intendente, el administrador de sus bienes, lo ignoráis? ¡No seré yo quien lo crea!

-Sin embargo, no sé dónde se halla.

-¡Me lo diréis! -gritó con voz terrible el Corsario-. ¡La vida de ese hombre me es necesaria!

-¡No hablaré!

-Sin embargo, no ignoráis las infamias cometidas por vuestro señor.

-He oído narrar muchas cosas respecto del Duque; pero ¿debo creerlas?

-¡D. Pablo de Ribeira! -dijo el Corsario con tono solemne-. ¡Soy un gentilhombre!

-Hablad, pues, señor de Roccabruna.

El Corsario iba a abrir los labios, cuando se levantó, acercándose rápidamente a la ventana.

-¿Qué tenéis? -le preguntó D. Pablo con estupor.

El caballero no contestó. Inclinado hacia afuera, escuchaba atentamente.

-La tormenta estaba en todo su apogeo.

-¿Habéis oído? -preguntó el Corsario con voz alterada.

-Nada, señor -repuso inquieto el anciano.

-Diríase que el viento trae hasta aquí los gritos de mis hermanos.

-¡Siniestra locura, caballero!

- ¡No! ¡No es locura! ¡Las ondas del mar Caribe entonan a estas horas los salmos del Corsario Rojo y del Verde, víctimas de vuestro señor!

El viejo palideció y miró con espanto al Corsario.

-¿Habéis terminado, caballero? -dijo-. ¡Acabaréis por hacer que también yo vea a los muertos!

El Corsario se sentó de nuevo junto a la mesa. Parecía no haber oído las palabras del español.

-Éramos cuatro hermanos -empezó a decir con voz triste y lenta-. Pocos eran tan valientes como los señores de Roccabruna, Valpenta y Ventimiglia, y pocos tan devotos del duque de Saboya como lo éramos nosotros.

"La guerra había estallado en Flandes, Francia y Saboya combatían con extremo furor contra el duque de Alba por la libertad de los generosos flamencos. El duque Wan Guld, vuestro señor, separado del grueso del ejército francosaboyano, se había atrincherado en una roca situada en una de las bocas del Escalda. Nosotros, fieles guardianes de la gloriosa bandera del heroico duque Amadeo II, estábamos con él. Tres mil españoles con poderosa artillería habían rodeado la roca, decididos a expugnarla. Asaltos desesperados, minas, bombardas, escalos nocturnos; todo lo habían intentado, y siempre en vano: el estandarte de Saboya nunca se había arriado. Los señores de Roccabruna defendían la fortaleza, y antes se hubieran dejado hacer pedazos que entregarla. Una noche un traidor comprado por el oro español abrió la poterna al enemigo. El primogénito de Roccabruna se lanzó a detener el paso a los invasores, y cayó asesinado por un pistoletazo disparado a traición. ¿Sabéis cómo se llamaba el hombre que vilmente hizo traición a sus tropas y dio muerte a mi hermano? ¡Era el duque Wan Guld; era vuestro señor!

-¡Caballero! -exclamó el anciano.

-¡Callad y escuchadme! -prosiguió el Corsario-. Al traidor le fue dada en pago de su infamia una colonia del golfo de México, la de

Venezuela; pero había olvidado que aún vivían otros tres caballeros de Roccabruna, y que éstos habían solemnemente jurado por la cruz de Dios vengar la traición hecha a su hermano. Equipados tres navíos, zarparon hacia el golfo: uno de sus capitanes se llamaba el Corsario Verde; otro, el Rojo; el tercero, el Negro.

-Conozco la historia de los tres Corsarios -dijo el señor de Ribeira-. El Rojo y el Verde cayeron en poder de mi señor, y fueron ahorcados como vulgares malhechores.

-Y recibieron por mí honrosa sepultura en los abismos del mar Caribe -dijo el Corsario Negro-. Ahora decidme: ¿qué pena merece el hombre que hace traición a su bandera y da muerte a tres hermanos? ¡Hablad!

-Vos matásteis a su hija, caballero.

-¡Callad, por Dios! -gritó el Corsario-, ¡No despertéis el dolor que roe mi corazón! ¡Basta! ¿Dónde está ese hombre?

-Está a cubierto de vuestros ataques.

-¡Lo veremos! Decidme el sitio. El Corsario había levantado la espada.

-¡En Veracruz! -le dijo el viejo, considerándose perdido.

-¡Ah!. . . -gritó el Corsario.

Se dirigía hacia la puerta, cuando entró Carmaux en la estancia.

El filibustero tenía sombrío el rostro, y en sus miradas se leía una viva inquietud.

-¡Partamos, Carmaux! -le dijo el Corsario-. ¡Sé cuanto quería saber!

-¡Un momento, capitán! -¿Qué quieres?

-Mucho me alegraría de volver a bordo; pero creo que por ahora no sea fácil.

-¿Por qué?

-La casa está sitiada. -¡Bromeas!

-¡Ojalá! Desgraciadamente, digo la verdad.

-¿Quién nos ha vendido? -preguntó el Corsario mirando amenazadoramente a D. Pablo.

-¿Quién? ¡Ese maldito jorobeta a quien dejamos en libertad! -dijo Carmaux-. Hemos cometido una imprudencia que acaso nos cueste cara, capitán.

-¿Estás seguro de que la calle está tomada por los españoles?

-Con mis propios ojos he visto dos hombres esconderse en el portal que hay frente a esta casa.

-¿Sólo dos? ¿Y qué pueden hacer contra nosotros?

-¡Despacio, capitán! He visto otros dos en una ventana.

-Que son cuatro. ¡Vaya un número para nosotros! -dijo despreciativamente el Corsario.

-Puede haber más ocultos en las bocacalles, capitán -dijo Carmaux.

-¡Con semejante huracán, sus mosquetes no les servirán de nada!

-Pero cien picas y otras tantas espadas...

El Corsario permaneció pensativo un momento, y volviéndose a D. Pablo le dijo:

-¿Y no hay en esta casa ninguna salida secreta?

-Sí, señor caballero -dijo el viejo, mientras un relámpago cruzaba sus negros ojos.

-¿Nos facilitaréis la fuga? -Con una condición.

-¿Cuál?

-Abandonar vuestros proyectos de venganza contra mi señor.

-¡Queréis bromear, señor Ribeira! -dijo con acento burlón el Corsario.

-No, caballero.

-¡El señor de Roccabruna no aceptará jamás tal condición!

-¿Preferís que os hagan prisionero los españoles?

-¡Todavía no me han cogido, querido señor!

-Hay ciento cincuenta soldados en Puerto-Limón.

-¡No me asustan! Yo tengo a bordo ciento veinte lobos de mar capaces de hacer frente a un regimiento entero.

-Vuestro Rayo no está anclado frente a esta casa, caballero.

-Iremos nosotros a su bordo, señor mío.

-No conocéis el pasaje secreto. -Pero lo conocéis vos.

-No os lo indicaré si antes no juráis dejar en paz al duque Wan Guld.

-¡Pues bien; veamos! -dijo con voz estridente el Corsario.

Y amartillando rápidamente una pistola, gritó:

-¡O nos guiáis al pasaje secreto, o te mato! ¡Elige!