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La reina de los caribes/VI

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Capítulo VI: La llegada de los filibusteros

Después de aquel cambio de frases irónicas y amenazadoras, que revelaban el buen humor de los sitiados y la impotente rabia de los sitiadores, hubo un breve silencio, que nada bueno pronosticaba.

Carmaux y sus compañeros, después de un breve Consejo con su capitán, se habían colocado alrededor de la abertura de la escalera con los fusiles, cargados, prontos a enviar una buena descarga a sus enemigos.

Entretanto Yara, que estaba en la ventana, les había dado la buena noticia de que todo estaba tranquilo en la bahía y las dos fragatas seguían sobre sus anclas, sin intentar abordar a El Rayo.

-Esperemos -había dicho el Corsario-. Si podemos resistir aún cinco horas, vendrán a libertarnos los hombres de Morgan.

Apenas había transcurrido un minuto, cuando otro golpe más violento resonó bajo el suelo, haciendo vacilar los muebles.

-¡Mil ballenas! -exclamó Carmaux-. ¡Si continúan así, harán saltar el pavimento!

Un tercer golpe, que sacudió hasta el lecho en el que yacía el Corsario, echó por tierra parte de los trastos acumulados en torno al agujero de la escalera, e hizo saltar una tabla del piso.

-¡Fuego por ahí! -gritó el Corsario, que había empuñado sus pistolas.

Carmaux y Van Stiller y Moko pasaron los fusiles a través de la grieta, e hicieron una descarga.

Debajo se oyeron gritos de rabia y de dolor.

Apenas dispersado el humo, Carmaux miró a través de la grieta, y vio tendido en el suelo con los brazos y las piernas encogidos a un joven soldado, pero no debían de estar muy lejos, porque se les oía hablar.

-¡Eh! ¡No confiemos demasiado! -dijo Carmaux.

Iba a ponerse en pie, cuando una detonación sonó detrás de la puerta del corredor. La bala arrancó la gorra al filibustero.

-¡Mil diablos! -exclamó Carmaux levantándose vivamente-. ¡Unos centímetros más abajo y ese proyectil me deshace el cráneo!

-¡No cometáis imprudencias! Los hombres son preciosos en estos momentos, y en particular, los valientes como tú.

-¡Gracias, capitán! Trataré de salvar el pellejo, para agujerear el de ésos.

Los españoles, creyendo haber matado a aquel terrible adversario, habían asomado por la puerta, aunque guareciéndose con los restos del entredós. Viendo a Van Stiller y a Moko con los fusiles en disposición de disparar, retrocedieron, no ignorando la certera puntería de aquellos bandidos de mar.

-Empiezo a creer que nos dejarán un rato de calma -dijo Carmaux, que se había dado cuenta de la retirada.

-Construiremos un parapeto en torno del hueco de la escalera.

Maniobrando con prudencia a fin de no recibir una bala en el cráneo, los tres filibusteros dispusieron una especie de parapeto en torno de la abertura, y se echaron en el suelo sin perder de vista la puerta del corredor.

Los españoles no habían vuelto a dar señales de vida. No creyéndose acaso en número bastante para expugnar la estancia superior y a falta de los medios necesarios para dar un asalto en regla, habían acampado en el corredor, seguros de hacer capitular tarde o temprano a los sitiados. Acaso ignoraban que Yara había provisto de vituallas a sus amigos.

Hacia las seis los sitiadores empezaron a mostrarse en buen número junto a la puerta del corredor, dispuestos, al parecer, a reanudar las hostilidades.

Carmaux y sus compañeros habían abierto de nuevo el fuego desde su refugio; pero después de algunas descargas, aunque perdiendo varios hombres, los españoles lograron reconquistar la estancia y guarecerse tras los destrozados restos de las mesas y del entredós.

Los filibusteros, impotentes para hacer frente a las muchísimas descargas de los adversarios, se habían visto obligados a abandonar su puesto.

-¡Esto va mal! -dijo Carmaux-. ¡Y no falta más que una hora para anochecer!

-Preparemos entretanto la señal -dijo el Corsario-. ¿Es plano el tejadillo, Yara?

-Me parece que no se podrá llegar a él.

-Por eso no os preocupéis, capitán -dijo Carmaux-; Moko es más ágil que un simio.

-¿Qué hay que hacer? -preguntó el negro.

-Yo estoy dispuesto a todo.

-Tienes que arriesgar el pellejo, compadre Saco de carbón -dijo Carmaux.

-¡Manda; igual da!

-Ve deshaciendo la escalera.

Mientras los dos filibusteros disparaban algunas descargas contra los españoles para retrasar el asalto, el negro, con pocos, pero poderosos golpes de hacha, cortó la escalera en trozos, que colocó junto a la ventana.

-¡Ya está! -dijo.

-Ahora se trata de subir al tejadillo para hacer la señal -dijo el Corsario Negro.

-La cosa no me parece difícil, capitán.

Salió al borde de la ventana, y alargó las manos hacia el alero del tejado, probando primero su resistencia.

La empresa era tanto más peligrosa, cuanto que no tenía punto alguno de apoyo; pero el negro estaba dotado de una fuerza prodigiosa y de una agilidad capaz de competir con la de un simio, y con una flexión se izó a pulso hasta el alero del tejado o plataforma superior.

-¿Estás, compadre? -le preguntó Carmaux.

-Sí, compadre blanco -contestó Moko con cierto temblor en la voz.

-¿Se puede encender fuego ahí encima?

-Sí; dame la leña.

Se asomó a la ventana, y pasó al negro los leños de la escalera.

-Dentro de poco encenderás la hoguera -le dijo-. Una llamarada cada dos minutos.

-¡Muy bien, compadre!

Los asaltantes redoblaban en aquel momento sus ataques para expugnar la estancia superior. Ya habían por dos veces apoyado escaleras en el borde del hueco, intentando llegar hasta el parapeto formado por los trastos.

-¡Allá voy! -gritó corriendo hacia él Carmaux.

-¡Y yo! -añadió con voz de trueno el Corsario.

No pudiendo contenerse, había saltado del lecho y empuñado sus dos pistolas. Parecía en aquel momento supremo haber recobrado todo su extraordinario vigor.

Los españoles habían logrado ya llegar al parapeto y disparaban enloquecidos, repartiendo a la vez furiosas estocadas para alejar a los defensores. Un momento de retraso, y el último refugio de los filibusteros caía en su poder.

-¡Adelante, hombres de mar! -gritó el Corsario.

Descargó sus dos pistolas sobre los asaltantes y con algunos sablazos certeros derribó a dos soldados.

Los españoles, impotentes para hacer frente a los arcabuzazos de Carmaux y de Van Stiller, bajaron precipitadamente de las escaleras, y se ocultaron por tercera vez en el corredor.

-¡Moko! ¡Prende fuego a la pira! -gritó el Corsario.

El Corsario estaba pálido como la cera. Aquel supremo esfuerzo le había extenuado.

-¡Yara! -exclamó.

La joven india apenas tuvo tiempo de recibirle entre sus brazos: el Corsario se había medio desvanecido.

-¡Señor! -gritó la joven con acento de espanto-. ¡Socorro, señor Carmaux!

-¡Mil rayos! -gritó el filibustero acercándose.

Le cogió entre sus brazos, y le llevó al lecho.

Apenas acostado, el Corsario Negro había abierto los ojos.

-¡Muerte del Infierno! -exclamó con un gesto de cólera-. ¡Parezco una mujercilla!

-Son las heridas que amenazan abrirse, capitán -dijo Carmaux-. Os habíais olvidado de las dos estocadas.

-¿Y Moko?

Carmaux se asomó a la ventana. Un vivo resplandor se extendía por encima de la torre rompiendo las tinieblas.

Carmaux miró hacia la bahía, en la que se veían brillar los grandes fanales rojos y verdes de las dos fragatas.

Un cohete azul se elevaba en aquel momento tras el pequeño islote que amparaba a El Rayo.

- ¡El Rayo contesta! -gritó Carmaux gozoso-. ¡Moko, responde a la señal!

-¡Sí, compadre blanco! -repuso desde lo alto el negro.

-¡Carmaux! -interrogó el Corsario-. ¿De qué color era el cohete?

-Azul, señor.

-Con lluvia de oro; ¿no es cierto?

-Sí, capitán.

-¡Sigue mirando!

-¡Otro cohete, capitán!

-¿Verde?

-Sí.

-Entonces, Morgan se prepara a venir en socorro nuestro. Da orden a Moko de descender. ¡Me parece que los españoles vuelven a la carga!

-¡Ya no les temo! -replicó el bravo filibustero-. ¡Eh, compadre; deja tu observatorio y ven a ayudarnos!

El negro echó al fuego cuanta leña le quedaba, con el fin de que la llama sirviese de guía a los hombres de Morgan, y, agarrándose a las vigas del techo, se dejó caer con precaución.

En aquel momento se oyó gritar a Van Stiller.

-¡Ohé, amigos! ¡Vuelven al asalto!

-¿Todavía? -exclamó Carmaux-. ¿Se habrán dado cuenta de las señales que nos ha hecho nuestra nave?

-Es probable, Carmaux -repuso el Corsario Negro.

-Pero dentro de diez o quince minutos nuestros camaradas estarán aquí. Por tan poco tiempo, podemos hacer frene hasta a un ejército, ¿no es cierto, amigos?

-¡Hasta a una batería! -dijo Van Stiller.

-¡Cuidado! ¡Vienen! -gritó Moko.

Los españoles habían vuelto al piso inferior, e hicieron una descarga tremenda sobre el parapeto. Carmaux y sus amigos apenas habían tenido tiempo de echarse al suelo. Las balas, silbando por encima de su cabeza, fueron a incrustarse en las paredes, haciendo caer trozos de yeso sobre el lecho del Capitán. Después de aquella descarga, valiéndose de dos escaleras, se habían lanzado intrépidamente al asalto.

-¡Abajo el parapeto! -gritó Carmaux.

-¿Y luego? -preguntó Van Stiller.

-¡Taparéis el agujero con mi lecho! -repuso el Corsario Negro, que ya se había dejado caer al suelo.

Los trastos que formaban el parapeto fueron precipitados por el agujero, cayendo sobre los españoles que subían por las escaleras.

Un grito terrible siguió a aquella operación.

Los filibusteros y el Corsario Negro, para hacer mayor la confusión y el terror, habían descargado sobre sus enemigos todas sus armas.

-¡Pronto! ¡Volcad el lecho! -gritó el Corsario.

Moko y Carmaux estuvieron prontos en obedecer. Con un irresistible esfuerzo, el lecho, aunque muy pesado, fue colocado sobre el agujero, obturándolo completamente.

Apenas habían terminado, cuando a breve distancia se oyeron gritos y detonaciones.

-¡Adelante, hombres del mar! -había gritado una voz-. ¡El capitán está aquí!

Carmaux y Van Stiller se precipitaron a la ventana. En la calle, un grupo de hombres con antorchas adelantaba a paso de carga hacia la casa de D. Pablo.

Carmaux reconoció pronto al hombre que guiaba aquel grupo.

-¡El señor Morgan! ¡Capitán, estamos salvados!

-¡Él! -exclamó el Corsario haciendo un esfuerzo para levantarse. Y frunciendo el entrecejo murmuró:

-¡Qué imprudencia!

Carmaux, Van Stiller y el negro habían separado el lecho y reanudaban el fuego contra los españoles, que intentaban un último y desesperado ataque.

Los marineros de El Rayo habían entretanto echado abajo la puerta de entrada, y subían gritando.

-¡Capitán! ¡Capitán!

Carmaux y Van Stiller se habían dejado caer al piso inferior, y, después de haber colocado una escalera en el agujero, lanzáronse por el corredor.

Morgan, el lugarteniente de El Rayo, avanzaba al frente de cuarenta hombres elegidos entre los más audaces y vigorosos marineros de la nave filibustera.

-¿Dónde está el Capitán? -preguntó el lugarteniente.

-¡Encima de aquí; en el torreón, señor! -repuso Carmaux.

-¿Vivo?

-Sí, pero herido.

-¿Gravemente?

-No, señor; pero no puede tenerse en pie.

-Quedaos vosotros de guardia en la galería -gritó Morgan volviéndose a sus hombres.

Y, seguido de Carmaux y Wan Stiller, subió al piso superior del torreón.

El Corsario Negro, ayudado por Moko y Yara, se había puesto en pie. Viendo entrar a Morgan, le tendió la mano diciéndole:

¡Gracias, Morgan; pero no puedo menos de haceros un reproche: vuestro sitio no es éste!

-Es cierto, capitán- repuso el lugarteniente.

-Mi puesto es a bordo de El Rayo; pero la empresa reclamaba un hombre resuelto. Espero que me perdonaréis esta imprudencia.

-Todo se perdona a los valientes.

-Entonces, partamos pronto, mi capitán.

-Dejadme a mí eso -dijo Carmaux-: Moko, que es el más fuerte, llevará al Capitán.

El negro había levantado ya con sus nervudos brazos al Corsario, cuando éste se acordó de Yara.

La joven india, acurrucada en un rincón, lloraba en silencio.

-Muchacha, ¿no nos sigues? -le preguntó.

-¡Ah, señor! -exclamó Yara poniéndose en pie.

-¿Creías que te había olvidado?

-Sí, señor.

-¡No, valiente joven! Si nada te retiene en Puerto Limón, me seguirás a mi nave.

-¡Vuestra soy, señor! -repuso Yara, besándole la mano.

-Ven, pues. ¡Eres de los nuestros!

Dejaron rápidamente el torreón y bajaron al corredor.

Los marineros viendo a su capitán, prorrumpieron en un grito inmenso:

-¡Viva el Corsario Negro!

-¡A bordo, valientes! -gritó el señor de Ventimiglia-. ¡Voy a dar batalla a las dos fragatas!

-¡Pronto! ¡En Marcha! -ordenó el lugarteniente.

Cuatro hombres colocaron al Corsario sobre el colchón, y formando en torno suyo una barrera con sus mosquetes salieron a la calle precedidos y seguidos por los demás.