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La reina de los caribes/VIII

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Capítulo VIII: Un combate terrible

Las dos fragatas, viendo avanzar aquella nave con las velas desplegadas y toda iluminada, creyeron al pronto que corría sobre ellas con intención de abordarlas, y por eso se acercaron la una a la otra cuanto les permitían las cadenas de sus anclas, para prestarse mutua ayuda.

A los gritos de alarma de los hombres de guardia ambas tripulaciones se habían precipitado sobre cubierta.

A una orden de los capitanes los cañones de proa fueron apuntados hacia el brulote, y a la primera descarga toda la población de Puerto-Limón y la guarnición del fuerte habían corrido a la playa.

Aquellos disparos no habían sido infructuosos: habían caído sobre el brulote. Una parte del alto castillo de proa se había hundido bajo el choque de una granada, y dos gallardetes, destrozados por un proyectil, habían caído sobre cubierta a pocos pasos de la barricada de popa.

El brulote no había contestado, a pesar de que, entre los cañones fingidos que llevaba, tuviese dos auténticos.

-¡Dejemos que desfoguen a su capricho! -dijo Carmaux.

Se volvió hacia el islote, y vio a El Rayo avanzar a menos de doscientos metros, tratando de doblar la punta del promontorio.

Tampoco la filibustería había contestado a las provocaciones de las dos fragatas, a pesar de contar con catorce grandes piezas de artillería y de tener a bordo los mejores artilleros de las fragatas.

-¡El Corsario Negro es un ladino! -dijo Carmaux a Van Stiller, que estaba a su lado-. ¡Reserva sus golpes para el momento decisivo! ¡Ohé! ¡Cuidado! ¡Van a soltarnos una andanada!

Aún no había terminado de decirlo, cuando las dos fragatas dispararon simultáneamente con estruendo horrible. De las baterías surgían lenguas de fuego, y sobre el puente se elevaban gruesas columnas de humo densísimo.

Artilleros y fusileros habían abierto un fuego infernal contra la pobre carabela, con la esperanza de echarla a pique antes de que pudiese llegar al abordaje.

El efecto de aquella descarga fue tremendo. Las bordas y el castillo de proa del brulote volaron en pedazos, y el mastelero, cortado por su base, cayó sobre cubierta con crujido horrendo, hundiendo con su peso parte de la toldilla.

-¡Mil delfines! -gritó Carmaux-. ¡Otra descarga como ésta y nos vamos a pique!

Se alzó, y miró por una rendija, sin temor a la metralla que silbaba por todas partes.

La primera fragata estaba a unos quince metros, y el brulote, que aún conservaba en pie su palo mayor y los foques del bauprés desplegados, corría hacia ella empujado por el viento de tierra.

Carmaux quitó a Van Stiller la mecha que éste tenía en la mano, e inclinándose hacia el cañón que ya estaba apuntado, le dio fuego y gritó con voz de trueno:

-¡Un hombre sobre el puente! ¡Encendedlo todo!

Un filibustero saltó sobre la barricada con una antorcha en la mano, y, no obstante las incesantes descargas de las dos fragatas, se lanzó hacia el montón de pez y esparto que había en la base del palo mayor.

Una bala de cañón le cogió por la mitad del pecho, cortándole en dos como si le hubiese herido una inmensa cimitarra.

La sangre de aquel desgraciado cubrió la cara de Carmaux.

-¡Rayos! -gritó con un gesto de horror el filibustero-. ¡Otro hombre sobre el puente!

Un segundo marinero, casi sin fijarse en lo ocurrido a su camarada, saltó de la barricada y se lanzó fuera gritando:

-¡Viva la filibust!.. .

No pudo terminar; una segunda bala de cañón le destrozó la cabeza como si hubiera sido una ola, lanzándola hasta el coronamiento de popa.

En aquel momento, un alarido tremendo estalló en la proa. La carabela había embestido a la fragata, empotrando su bauprés entre los cordajes del palo mayor.

Carmaux y Van Stiller empuñaron los garfios de abordaje; los lanzaron a los gallardetes y palos de maniobra de la nave y, arrancando las antorchas y fanales del cuadro, los tiraron sobre la toldilla.

La resina que corría por el suelo se inflamó en un instante, comunicándose la llama al esparto y a la vez extendidos por el puente.

Diez, quince lenguas de fuego serpentearon por la toldilla, ganaron las bordas, abrasaron las tablas y alcanzaron a las velas. Un resplandor vivísimo se alzó entre las tinieblas.

Los marineros de la fragata, creyendo que se trataba de un abordaje en regla, se precipitaron hacia las bordas, descargando sus arcabuces sobre el castillo de proa y en medio de los restos del mastelero ya caído. Algunos más audaces, saltaron al puente de la carabela, creyendo encontrarse ante los filibusteros. Sus espadas y pistolas estaban dispuestas a herir.

Un grito se oyó a popa en la carabela:

-¡Camaradas! ¡En retirada!

Carmaux abandonó el timón, saltó al castillo de popa, y se dejó resbalar por el cable. Debajo estaba la chalupa.

-¡Moko! ¡Van Stiller! ¡Pronto! -gritó-. ¡El Rayo está pasando!

El hamburgués, el negro y los otros dos filibusteros le siguieron, mientras la carabela ardía como un volcán. El esparto y el alquitrán ardían con rapidez increíble, lanzando sobre la fragata nubes de humo infecto y chispas. Los barriles de pólvora acaso estaban ya prontos a hacer explosión y lanzar por los aires al brulote.

-¿Estáis todos? -preguntó Carmaux.

-¡Todos! -respondió el hamburgués.

-¡A alta mar!

Al amparo de la carabela maniobraron con sobrehumana energía.

Entre tanto, el fuego se propagaba con rapidez fulmínea. Las bordas, el cordaje, el velamen, el mismo palo mayor de la carabela, ardían como teas, extendiendo en torno una luz siniestra. Los palos de maniobra de la fragata, y hasta sus bordas, empezaban ya a arder. Los españoles, aterrados, trataban de cortar los garfios de abordaje para alejar el brulote; pero ya era demasiado tarde.

El incendio se propagó a bordo de la fragata con rapidez increíble.

Carmaux y sus compañeros, mediante algunos golpes de remo, atravesaron la bahía y llegaron bajo las bordas de El Rayo.

-¡Pronto! -gritó Morgan.

Los cinco marineros se aferraron a las cuerdas que desde adentro les tendían, y saltaron a bordo de su nave.

-¡Ya estamos aquí, señor! -dijo Carmaux.

-¿Falta alguno? -preguntó el lugarteniente.

-Estamos todos menos dos, muertos en la carabela -contestó Carmaux.

-¡Todos al puesto de combate! -ordenó el Corsario-. ¡Preparaos para el fuego de andanada!

El Rayo se lanzó hacia adelante, pasando a doscientos pasos de la fragata incendiada. Avanzó rápidamente, sin llevar alguna luz a bordo. Sus hombres estaban todos en su puesto.

-¡Atención! -gritó Morgan.

La segunda fragata, dándose cuenta por fin de la audaz maniobra de los filibusteros, descargó una horrenda andanada, esperando detener al vuelo el paso de El Rayo; pero tenía ante sí hombres resueltos a todo y demasiado hábiles para dejarse coger.

A un silbido la filibustería viró casi en redondo, y la descarga fue a perderse contra las rocas que formaban la prolongación de la península.

La segunda fragata no pudo tomar parte en la lucha: las llamas la habían invadido por completo y ardía como una pajuela.

Una luz intensa se extendió por la bahía tiñendo las aguas de rojo, y reflejándose en las velas de la nave filibustera. Los tres palos ardían, mientras el brulote, aún amarrado a su flanco, crujió y silbó, lanzando al aire continuas nubes de chispas y de humo.

Súbitamente una llama inmensa envolvió a la carabela. El puente, el cuadro, el castillo de proa y el palo maestro saltaron bajo el estallido de los barriles de pólvora, lanzando a diestro y siniestro una nube de fragmentos incendiados.

La fragata, ligada al brulote, se inclinó sobre un costado: la explosión la resquebrajó por estribor, y el agua se precipitó con sordo mugido a través de la abertura.

Entre los alaridos de su tripulación y los gemidos de los heridos y moribundos, se elevó una voz de trueno.

-¡Fuego de bordada!

Era el Corsario Negro quien había dado aquella orden.

Los seis cañones de estribor y los dos del puente retumbaron acordes formando una sola detonación.

Las balas y la metralla cubrieron el puente de las dos fragatas, aumentando el horror y la confusión.

Un palo vaciló y cayó sobre cubierta, arrastrando tras sí las velas y las cuerdas.

-¡Hombres del mar! ¡Fuego! -volvió a gritar el Corsario.

Los fusileros de las bordas y los de las cofas atronaron los aires con un nutrido fuego, lanzando estrepitosas burras. El Rayo seguía avanzando, mientras las chalupas de la segunda fragata corrían en auxilio de la que ardía y estaba a punto de irse a pique.

-¡Fuego! ¡Fuego! -seguía gritando el Corsario Negro-. ¡Desmantelad su arboladura! ¡Arrasad el puente! ¡Demoled! ¡Destruid!

Con una última bordada, El Rayo llegó a la boca del puerto, saliendo por fin al mar.

Una última andanada de la fragata incólume le alcanzó aún, destrozándole la entena de gavia, agujereándole algunas velas y matándole cuatro hombres; pero ya podía considerarse libre y salvo.

Antes de que el navío pudiese zarpar, ya estaría muy lejos para que pudiera tener esperanza de alcanzarle.

El Corsario Negro, ayudado por Yara y Morgan, se puso en pie.

Algunos cañonazos resonaban todavía, confundiéndose con los rugidos del mar.

-¿Qué decís de todo esto? -preguntó el Corsario tranquilamente a Morgan.

-Digo, señor, que nunca mayor fortuna ha sonreído a los corsarios de las Tortugas.

-En efecto, amigo Morgan; no esperaba yo tanto.

-¡Un buen golpe de audacia, a fe mía, capitán! ¡Con vos se hace un buen aprendizaje!

-Del que vos sacaréis partido más adelante; ¿no es así, Morgan?

-Así lo espero -replicó el futuro conquistador de Panamá, mientras su mirada se animaba.

-¡Tenéis madera de corsario, señor Morgan; os lo dice el Corsario Negro! ¡Haréis cosas muy grandes; ya lo veréis!

-¿Y por qué no juntos? -preguntó el lugarteniente.

-¡Quién sabe si entonces el Corsario Negro vivirá! -dijo el señor de Ventimiglia, mientras una triste sonrisa asomaba a sus labios.

-Sois joven e invencible, señor.

-¡También mis hermanos el Corsario Rojo y el Verde eran jóvenes y audaces! y sin embargo, ¡vos lo sabéis!, ¡duermen el sueño eterno en el fondo del mar Caribe!

Calló un instante, miró al mar, que rielaba tras la popa de la nave como si fuese fosforescente, y repuso con voz melancólica:

-¡Quién sabe lo que el Destino me reserva para lo porvenir! ¡Si al menos antes de morir pudiera vengarme de mi mortal enemigo y saber dónde está la joven a quien tanto amé!

-¿Honorata? -preguntó Morgan.

-¡Han pasado cuatro años -continuó el Corsario, sin hacer caso de la pregunta del lugarteniente- y, sin embargo, la veo siempre vagar sobre las tempestuosas aguas del mar Caribe a la luz de los relámpagos y entre el mugir de las ondas encrespadas! ¡Noche fatal! ¡Nunca he de olvidarla! ¡El juramento que pronuncié la noche en que el cadáver del Corsario Rojo bajaba al fondo de las aguas, me ha destrozado la existencia! ¡Mejor es olvidar!. . .

Lentejuelas de oro corrían a miríadas bajo las ondas.

A veces parecían verdaderas llamaradas, o corrientes de azufre líquido, o de bronce fundido que hacían brillar la espuma. Medusas espléndidas como globos de luz eléctrica rodaban en torno de la nave.

El Corsario Negro seguía mirando. Su rostro, de palidez cérea, expresaba en aquel momento una angustia profunda, y en su mirada se leía un recóndito terror.

Morgan y Yara, en pie junto a él, callaban.

La nave corría a toda vela, internándose en el gran golfo y dejando tras sí una estela luminosa.

Los marineros dispersos por la toldilla parecían invadidos por un supersticioso terror, y miraban también mudos las ondas, cada vez más luminosas.

Carmaux se había acercado lentamente a Van Stiller, y tocándole con el codo:

-Todas las noches que hay muertos a bordo -le dijo-, la fosforescencia aparece. ¿Lo has notado?

-¡Sí! ¡Estas noches me hacen recordar al Corsario Rojo y al Verde! -o aquella en que el capitán abandonó sobre el mar en pleno huracán a Honorata de Wan Guld.

-Sí, Carmaux.

-¡Mira al Corsario! ¿Lo ves cómo observa el mar?

-Le veo.

-Se diría que espera la aparición de sus hermanos.

-¡Calla, Carmaux! ¡Me has asustado!

-¿Has oído?

-¿El qué?

-Se diría que entre la arboladura de El Rayo revolotean las almas de los dos Corsarios. ¿Oyes? ¡Parece que alguien se queja!

-Es el viento que gime entre los cordajes de El Rayo.

-¿Y esos suspiros?

-Son las olas que rompen en los costados.

-¿Tú lo crees, hamburgués?

- Sí.

-Pues yo no.

En tanto, el señor de Ventimigla seguía con ansiedad creciente mirando al mar. De tiempo en tiempo un doliente suspiro se escapaba de su pecho, y parecía como si sus ojos tratasen de discernir algo que se ocultaba tras la negra línea del horizonte.

-¡Señor! -dijo Morgan-. ¿Qué buscáis?

-¡No sé! -replicó el Corsario sordamente-. ¡Algo, sin embargo, va a aparecer!

-¿Vuestros hermanos?

El Corsario, en vez de contestar, preguntó:

-¿Están en sus hamacas los hombres muertos por las descargas de la fragata?

-Sí, capitán: vuestros marineros sólo esperan vuestra orden para echarlos al mar.

-.Esperad aún.

Se puso casi en pie aferrándose a la balaustrada del puente, y pareció escuchar con profundo recogimiento.

En la nave reinaba entonces un silencio absoluto, roto tan sólo por los murmullos del agua y los gemidos del viento en el aparejo.

Los marineros, vencidos por un supersticioso temor, parecían petrificados.

Ninguno había osado hablar después de Carmaux y Van Stiller.

De repente atravesó el espacio un grito que parecía salir de las profundidades del mar.

¿Había sido lanzado por algún cetáceo que iba a flor de agua, o por algún ser misterioso? Nadie hubiera podido decirlo.

-¿Habéis oído? -preguntó el Corsario volviéndose a Morgan.

El lugarteniente se había precipitado hacia adelante, como si quisiera tratar de distinguir entre qué ondas estaba el ser que había lanzado aquel grito.

-¡Es el Corsario Rojo que sube a flote! -repuso el señor de Ventimiglia-. ¡Sí, es que espera todavía su venganza!

Al cabo de un rato, lejos, muy lejos, en la línea del horizonte, se vio aparecer como una masa negra que surcaba con rapidez las aguas.

¿Qué era? Podía ser una barca, o un delfín, o un ballenato.

Fuera lo que fuese, el Corsario Negro, a pesar de sus heridas, se puso completamente de pie sin ninguna ayuda, aferrándose fuertemente a la balaustrada.

-¡Ella pasa por allí! -gritó-. ¿Es su alma que vaga aún sobre el mar, o aún está viva? ¡Honorata! ¡Perdón!

-¡Señor! -gritó Morgan-, ¡sois presa de una alucinación!

-¡No; yo la veo! -continuó con exaltación el Corsario-. ¡Miradla todos, hombres del mar! ¡Ella os mira y os tiende los brazos! ¡Allí! ¡Allí!. . . ¡El viento encrespa sus cabellos!. . . ¡Las aguas suben en torno de su chalupa! ¡Ella me llama!... ¿No oís su voz? ¡Pronto!... ¡Una lancha al agua antes de que desaparezca!

Y exhausto se dejó caer entre los brazos de Morgan, mientras los marineros murmuraban con voz temblorosa:

-¡La visión!

-¡Señor, señor! -había gritado Yara inclinándose hacia el Corsario, que no daba señales de vida.

-Se ha desvanecido -dijo Morgan-. Ha querido abusar demasiado de sus fuerzas. . . ¡No será nada!

-¿Pero aquella aparición?... -preguntó Yara.

-¡Locura! -dijo Morgan en voz baja-. Llevémosle al camarote.

A una indicación suya Carmaux y Moko subieron al puente, y cogiendo delicadamente al Corsario, que continuaba desvanecido, le llevaron al cuadro.

-¡Al agua los cadáveres! -gritó Morgan.

Los cuatro marineros muertos en el combate fueron izados por la borda de babor y dejados caer en los negros abismos del gran golfo.

-¡Dormid en paz en el gran cementerio húmedo, al lado le Corsario Rojo y del Verde, y decidles que pronto ambos serán vengados! -dijo-. ¡Ahora vamos a Veracruz, y que Dios nos guarde!