La reina de los caribes/X
Capítulo X: Las costas de Yucatán
El Rayo entretanto, hábilmente piloteado por Morgan, navegaba a toda vela a lo largo de las Costas de Nicaragua, manteniéndose, sin embargo, a gran distancia de los puertos por temor a encontrar alguna fragata o alguna escuadra de la flota de México, que sabía que hacía cruceros por las aguas del mar Caribe.
Había pasado ya las playas de Costa Rica, y a lo largo de San Juan del Norte, puerto que en aquella época tenía cierta importancia.
El viento era favorable, y la corriente del Gula-Stream contribuía a acelerar la marcha de la nave.
Esta corriente, que recorre todas las costas de la América Central, entrando luego a lo largo de las playas de la América del Sur, para volver al Atlántico cerca de las islas Bahamas, conserva siempre una notabilísima velocidad, que varía entre veintidós y cincuenta y seis kilómetros al día. Cerca de la Florida llega a alcanzar, sin embargo, hasta ciento cuarenta cada veinticuatro horas.
No obstante aparecer el mar desierto, Morgan había ordenado colocar vigías en las cofas y crucetas para no dejarse sorprender por alguna poderosa fragata.
Tenían ya la certeza de haber sido señalados en todos los puertos de la costa de Nicaragua después de la audaz empresa de Puerto-Limón.
Por eso había sido recomendada a bordo la más exquisita vigilancia por el Corsario Negro.
Diez días después de zarpar de Puerto-Limón El Rayo había arribado felizmente al cabo Gracias a Dios, punto extremo de Nicaragua.
Avistado el cabo, la veloz nave, después de una rápida aparición en la vasta laguna de Caratasca para ver si había aparecido alguna escuadra filibustera, se lanzó a toda vela en el golfo de Honduras, inmensa ensenada de forma triangular que baña las costas de Yucatán y de Belice por Septentrión, de Guatemala al Oeste y de Honduras al Sur.
En el momento en que la nave, después de haber doblado el cabo Camarón, bogaba hacia la isla Bonaca, el Corsario Negro, ayudado por Yara y Carmaux, subía por primera vez sobre cubierta.
Sus heridas se habían casi cicatrizado ya, gracias a las asiduas asistencias del médico y de Carmaux; pero aún estaba débil, y su palidez era tal que parecía de mármol.
Permaneció algunos minutos agarrado a la borda, sin buscar el apoyo de Yara ni de Carmaux, y se sentó, o por mejor decir, se dejó caer junto a una de las dos piezas de artillería.
Era un espléndido atardecer, uno de esos atardeceres que no se ven más que en las orillas del Mediterráneo o en el golfo de México.
El sol caía entre una inmensa nube de color de fuego que se reflejaba en la tranquila superficie del mar.
La brisa que soplaba de tierra llevaba hasta el puente de la nave el penetrante perfume de los cedros, ya en flor, la cristalina diafanidad de la atmósfera permitía distinguir con nitidez maravillosa las ya lejanas costas de Honduras.
No se veía ni una vela en el horizonte, ni un punto negro que indicara la presencia de cualquier chalupa.
El Rayo, empujado por la brisa, corría veloz sobre el agua, casi tranquila y transparente, grácilmente inclinado hacia estribor, y dejando a popa una blanca estría que se prolongaba indefinidamente: parecía un inmenso halcón rasando la superficie del mar.
-¡Espléndida tarde! -había murmurado el Corsario como si hablara consigo mismo.
Yara había levantado su gentil cabeza, y miraba al Corsario con infinita tristeza.
-Piensas en la flamenca; ¿verdad, señor? -le dijo.
-¡Sí! -repuso suspirando el Corsario- ¡Recuerdo la tarde que me esperó en mi quinta de las Tortugas! ¡Entonces ignoraba que fuese la hija de mi más mortal enemigo!
Calló un momento mirando al sol, que se hundía lentamente en el mar.
-¡Aquella tarde se decidió mi suerte, porque nunca hasta entonces había sentido latir amorosamente mi corazón, ni nunca había creído que una joven pudiera aparecérseme tan bella!
"¡Locuras! ¡Había olvidado la triste profecía de la húngara! Yo no había querido prestar fe a aquellas palabras: "La primera mujer a quien ames, te será fatal" -me había dicho aquella bruja-. ¡Y el fatídico presagio se ha cumplido!
-¿Por qué hablar de aquella flamenca, señor? -dijo Yara-. Ya ha muerto, y se ha reunido en el fondo del mar con las víctimas de su padre.
-¡Muerta! -exclamó el Corsario-. ¡No; no puede haber muerto, porque muchas veces después de aquella noche terrible he visto flotar sobre las aguas los cuerpos de mis hermanos! ¡No; sus almas no se han aplacado aún! ¡Ellos querían el cuerpo de Wan Guld, y no el de la joven!
"¡Y lo tendrán, Yara! Dentro de seis u ocho días encontraremos la escuadra a las órdenes de Grammont, Laurent y Wan Horn, tres de los más famosos filibusteros de las Tortugas.-¿Una poderosa escuadra?
-Sí, Yara.
-¿Y vendrán también a Veracruz?
-Todos, ya que ellos también han jurado vengar la muerte del Corsario Rojo y del Verde.
-¿Te ayudaron en el asalto a Maracaibo, señor?
-No; entonces estaban conmigo el Olonés y Miguel el Vasco.
-¿El famoso Olonés, el terror de los marinos?
-Sí, Yara.
-¿Y por qué no te ha seguido? Su sola presencia valía por cien hombres.
-Ese fiero pirata no ha tenido suerte, niña mía.
-¿Murió acaso?
-Fue devorado por los salvajes de Darién; acaso por tus compatriotas.
-¿Naufragó en aquellas playas?
-Sí; después de una terrible tempestad.
-Si mis compatriotas hubieran sabido el mal que aquel hombre había causado a los españoles, de seguro le hubieran perdonado. Señor, ¿quieres un consejo?
-¡Habla, Yara!
-Vamos a Veracruz antes de que llegue la escuadra de tus amigos. Si el Duque se entera de la llegada de los filibusteros a aquella plaza, se apresurará a huir al interior. Ya sabes que en Gibraltar y en Maracaibo se te escapó antes de que ambas ciudades capitulasen.
-Es cierto, Yara. ¿Conoces Veracruz?
-Sí, señor: sabré guiarte con plena seguridad, y llevarte a un palacio donde podrás sorprender al Duque.
-¿Podrás hacer eso? -exclamó el Corsario.
-Fue dónde vive la marquesa de Bermejo.
-¿Quién es esa marquesa?
-La amiga del Duque –repuso la joven-. Sorprender al flamenco en su palacio, sería imposible estando, como está, rodeado de centinelas día y noche.
-Mientras que en casa de la Marquesa...
-¡Oh! La cosa sería fácil -dijo Yara-. Una noche entré yo hasta el cuarto de ella trepando a un árbol.
-¿Qué querías hacer? -preguntó con asombro el Corsario.
-¡Matar al asesino de mi padre!
-¿Tú? ¡Tan joven!. . .
-¡Lo hubiera hecho! -dijo Yara con tono resuelto-. Desgraciadamente, aquella noche el Duque no había ido a casa de su amiga.
-¿Y sabrías conducirme hasta allí?
-Sí, señor.
-¡Muerte del Infierno! -exclamó el Corsario-. ¡Iré a buscarle y le mataré!
-Pero no podremos entrar muchos en la ciudad; te descubrirían y ahorcarían como a tus hermanos.
-Iremos pocos y escogidos. Mi nave nos desembarcará en cualquier playa desierta, y luego se reunirá con la escuadra de los filibusteros. Cuando ellos vengan a asaltar la ciudad, tú y yo ya nos habremos vengado del Duque.
-¡Ah, señor! -exclamó Yara sombríamente.
-¡Le mataremos, muchacha!
-¡Esperan el alma del Duque! -Dijo Yara.
-¡Sí; lo mismo que mis hermanos! -añadió el Corsario.
Cogióse la cabeza entre las manos y miró obstinadamente al mar, que ya se oscurecía.
La brisa se tornaba fresca y silbaba dulcemente entre la arboladura de la nave inflando las velas.
-Yara, -dijo al cabo de un rato el Corsario-, ¿no ves nada a lo lejos, en medio de la luz que la Luna proyecta sobre las aguas?
-No, señor -contestó la joven india.
-¿No ves un punto negro atravesar la estría plateada?
Yara se puso en pie y miró atentamente en la dirección indicada por el Corsario; pero nada distinguió.
-Nada veo -dijo la joven al cabo de algunos instantes.
-Sin embargo, yo juraría haber visto una chalupa surcar aquel espacio iluminado.
-¡Es una ilusión tuya, señor!
-¡Acaso! -repuso suspirando el Corsario-. ¡La veo siempre, siempre!
-Yo no puedo creer que la flamenca bogue siempre delante de la proa de tu nave.
-Tampoco yo lo creo. Y, sin embargo, ¡mira! ¡Aún distingo un punto negro surcar la estría luminosa! ¡No es una nave; es una chalupa!
-¿Será acaso el espíritu de la flamenca que vaga por el mar? -preguntó con acento de terror la joven.
El Corsario no contestó. Se había levantado vivamente y, apoyado en la barandilla, seguía mirando al punto de unión del mar y el cielo.
-¡Ha desaparecido! -murmuró al cabo de algunos instantes.
-Ese punto negro que tú veías, ¿no podría ser algún tiburón, señor?
-Sí; un tiburón, o un cetáceo -dijo el Corsario-. También Morgan dice siempre lo mismo; y, sin embargo, estoy convencido de que se trata de otra cosa. ¡En fin, olvidémoslo!
Había comenzado a pasear por el puente, y aspiraba con cierta voluptuosidad el aire fresco de la noche.
Yara seguía sentada y con la cabeza oculta entre las manos.
Al cabo de un rato Morgan se acercó vivamente al Corsario, diciéndole:
-¿No habéis visto nada, capitán?
-No, Morgan.
-Yo he visto algunos puntos luminosos brillar en la línea del horizonte.
-¿Muchos?
-Muchos, señor.
-¿Alguna escuadra?
-Mucho lo temo.
-¿Acaso la de México? ¡Mal encuentro sería en estos momentos!
-Vuestra nave es rápida, señor, y puede desafiar impunemente a las pesadas fragatas españolas.
-¡Veamos! -dijo el Corsario tras una pausa.
Tomó el catalejo que el lugarteniente le tendía y le dirigió hacia el Este, escrutando atentamente el horizonte.
Varios puntos luminosos, dispuestos de dos en dos como los fanales de reglamento de las naves, bogaban sobre las aguas a una distancia de doce a quince millas.
Si el Corsario se hubiera hallado en tierra, hubiera podido creer en luminarias lejanas. En el mar era bien distinto.
-Sí -dijo al fin-; es una escuadra que pasa. Afortunadamente, navegamos con los fanales apagados.
-¿Creéis que sea la escuadra de México?
-Sí, Morgan. Acaso el almirante que la manda haya tenido noticias de nuestra arribada, y nos busca.
-¿Va hacia el Sur, capitán?
-Sí. Cuando lleguen a Puerto-Limón, nosotros nos habremos alejado ya de las costas de Yucatán. Id a buscarme: yo os espero en Veracruz, y entonces no estaremos solos. ¿Verdad, Morgan?
-¡Habrá otros más!
-¡Y yo habré matado al Duque! -añadió el Corsario-. ¡Buenas noches, Morgan, y buena guardia!
Al día siguiente El Rayo, que había llevado continuamente rumbo Norte-Noroeste, daba vista a la isla Bonacca, tierra casi desierta en aquella época.
El Corsario Negro, que raras veces abandonaba la cubierta, lanzó El Rayo hacia el Norte, queriendo huir de las costas de Honduras, que estaban ocupadas por los españoles.
La bahía de la Ascensión no estaba ya muy lejana. En unas cuarenta horas aquella rápida nave podía llegar sin fatigar demasiado a la tripulación; tanto más, cuanto que el viento no tenía tendencias a cambiar y que la corriente del Gula-Stream aumentaba en celeridad.
Varios gavieros habían sido mandados a las crucetas provistos de fuertes catalejos para que señalasen prontamente la aparición de cualquier nave.
Las esperanzas del Corsario no resultaron fallidas. Cuarenta horas después la embarcación filibustera avistaba un pequeño barco que navegaba a cincuenta o sesenta millas de la bahía.
Era un explorador enviado por los capitanes filibusteros. Apenas advirtió la presencia de El Rayo se dirigió rápidamente hacia él haciendo señales de banderas y disparando dos tiros al aire.
-Nos esperaban -dijo el Corsario a Morgan-. Confiemos en que la escuadra sea lo bastante numerosa para poder afrontar a las fragatas del virrey de México.
-Estarán todos -repuso el lugarteniente-. Wan Horn, Grammont y Laurent no son capaces de faltar a su palabra.
-¡Veracruz puede ya considerarse perdida!
-La tomaremos por sorpresa, y luego, cuando nuestros amigos asalten la ciudad, yo los guiaré.
-Es una empresa audaz, capitán.
-Que tendrá éxito feliz -repuso el Corsario.
-Veracruz, sin embargo, debe de estar bien defendida.
-¿Nos dejaréis, capitán?
-Os precederé -repuso el Corsario.
-No cometáis imprudencias. ¡Wan Guld es hombre que no perdona!
-Seré yo quien no le perdone a él, Morgan.
Y mirando atentamente la pequeña nave que se acercaba, dijo:
-Es la María Ana que viene en nuestra busca.
-Lleva los colores de Grammont, Laurent y Wan Horn -añadió Morgan.
-Sí; los tres audaces filibusteros van a su bordo -repuso el Corsario-. Nos hacen el honor de una visita en alta mar.
La María Ana estaba entonces a unos cuatrocientos metros, y se había puesto a través del viento. La tripulación se preparaba a lanzar al agua una ballenera.
-¡Todo el mundo sobre cubierta! -gritó el Corsario.
Los ciento veinte filibusteros que formaban la tripulación de El Rayo se colocaron a lo largo de las bordas en doble fila, mientras Carmaux y Moko, llevaban sobre cubierta botellas y vasos. La ballenera se había destacado de la María Ana y se dirigía hacia El Rayo. La tripulaban doce marineros armados de fusiles, y tres filibusteros que llevaban amplios sombreros adornados con plumas de papagayo.
El Corsario Negro hizo bajar la escala de honor de babor, y bajó hasta la plataforma, diciendo:
-¡Sed bienvenidos a bordo de mi Rayo!
Los tres filibusteros que habían saltado ágilmente sobre la plataforma, tendieron la diestra al Corsario.
-¡Caballero, gran placer tenemos en veros! -dijeron los tres.
-¡Y yo, Grammont! ¡subid, amigos!