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La religión del porvenir/8

De Wikisource, la biblioteca libre.
La religión del porvenir (1877)
de Karl Robert Eduard von Hartmann
traducción de Armando Palacio Valdés
VIII. Necesidad y posibilidad de una nueva religión universal

VIII. Necesidad y posibilidad de una nueva religión universal


La medida de la evolución religiosa necesitada por la situación presente, ¿se define por la transformación de los elementos dados, o por una innovación que sustituya a las ideas reinantes concepciones esencialmente distintas?

Esta es la cuestión que se encuentra en el comienzo de nuestras investigaciones, y la conclusión de las consideraciones que preceden parece ser la de resolverla en el sentido del segundo término de la alternativa. El principio católico, que es el principio de autoridad, y el principio protestante de la negación crítica de la autoridad, han sacado ya sus últimas consecuencias: el primero, en el cristianismo momificado del ultramontanismo, por el dogma de la infalibilidad, que es un reto lanzado a todo lo que la razón enseña, a todo lo que el desenvolvimiento de la civilización ha hecho prevalecer; el segundo, por la total disolución del cristianismo positivo y por el enflaquecimiento de la religión, bajo cuyo nombre ya no existe más que una irreligión completamente mundana. En cuanto a los ensayos hechos para conciliar estos dos extremos igualmente inaceptables, son etapas que el protestantismo ha atravesado ya descendiendo por un plano inclinado y que el curso de la evolución histórica ha dejado atrás: tratar de volver a ellas, sería colocarse delante de las ruedas de la evolución lógicamente necesaria para retardarla, ya que no para hacerla retroceder.

La idea cristiana ha concluido su carrera. Esta idea está dividida en dos períodos; el primero, que comprende el cristianismo primitivo y el catolicismo hasta el florecimiento de la verdad cristiana bajo Tomás de Aquino; el segundo, que abraza el catolicismo en su decadencia y el protestantismo fatigándose en ensayos de conciliación, útiles, lo reconocemos, pero inaceptables en principio.

El fin semeja admirablemente al comienzo, si nos mantenemos en el aspecto negativo, por la ausencia de un cuerpo de doctrina cristiana; sólo que los contenidos con que se llena el recipiente en ambos casos son muy diferentes: aquí la cultura moderna; allí, por ejemplo, el judaísmo talmúdico de un Hillel. La ordenada de la curva cristiana ha llegado a ser igual a cero al fin, como lo era al principio, pero en esta ocasión la abcisa es otra muy distinta. Si el cristianismo comparte con otras religiones la concepción pesimista del mundo y la necesidad de elevarse por la verdad metafísica por encima de este mundo y de su miseria, la idea fundamental, especialmente la cristiana, debe buscarse en la fe, en un redentor que cura del sentimiento de la culpa y en un mediador que opera la reconciliación y la unión con Dios; y la fe cristiana, ¿qué es?, la fe en Jesucristo como redentor y mediador. Pero si se ve en Jesús de Nazareth el hijo legítimo del carpintero José y de su esposa María, este Jesús y su muerte lo mismo pueden redimir mis pecados que el ministro Bismark o el diputado Lasker, por ejemplo, y es mucho menos apto aún para ser el mediador entre Dios y yo que el confesor católico, por ejemplo, cuya prerrogativa no es una afirmación en el aire, sino que la hace desprender del hijo de Dios. Así, pues, la idea sobre la cual descansa el cristianismo se ha hecho caduca enfrente de la civilización moderna. Es posible que en el cuadro de un sistema religioso basado sobre un principio nuevo, lo que reste del cristianismo pueda invocar algunos títulos para hacer que se le reconozca una significación secundaria y auxiliar; pero este elemento es insuficiente en sí mismo para satisfacer la necesidad religiosa, sobre todo si permanece cerrado a la presuposición indispensable de toda religiosidad, el pesimismo del cristianismo positivo. Mas aun cuando se conservase este factor, o, por mejor decir, se le restableciera enfrente del optimismo protestante que encuentra el mundo delicioso y se congratula de la existencia, lo que se tendría no sería más que el fundamento, indispensable sin duda, del nuevo edificio religioso, y nada más; poseeríamos una concepción del mundo la cual implique un alma de tal modo dispuesta, que la religión sea para ella una necesidad imperiosa; la poseeríamos en el mismo sentido que Buda, Jesús, San Pablo, San Francisco, Savonarola y otros la han poseído, y quedaría ante nosotros la cuestión de saber qué nuevo edificio religioso satisfaría a la vez la necesidad religiosa que nace de esta disposición, y a la cultura moderna.

El intento de resolver este problema significaría la pretensión de ser el fundador de una nueva religión. Esta pretensión no tan sólo se halla muy lejos de mí por razones personales, sino que se encuentra ya excluida por la convicción objetiva de que ni la ciencia por su misma naturaleza, ni sus representantes, están llamados a tener una acción inmediata sobre el establecimiento de nuevas religiones. Históricamente es una verdad demostrada, y aparece también como una consecuencia de las relaciones que mantiene la religión con la ciencia, y de las cuales hemos hablado en otro lugar (cap. III). En los fundadores de religiones no se deben nunca a la ciencia los éxitos populares grandes y decisivos, sino al don de presentar de una manera intuitiva y figurada las ideas religiosas que se hallen en armonía con la época, y después, a la autoridad de la persona que las representa. Mas, por otra parte, estos hombres no sacan de ellos mismos estas ideas que son lúcidas chispas, sino que las hacen salir del tesoro espiritual que constituyen en cada época las creencias populares y la ciencia. Entre estas ideas, que pueden venir a su conocimiento de un modo muy imperfecto, descubren algunas que se apoderan con fuerza de su sentimiento religioso, y comunicándolas en un círculo extenso, prueban el entusiasmo que son capaces de excitar; y aun cuando sea completamente necesario que las circunstancias del tiempo hayan dispuesto a las almas para recibir tales impresiones, es muy posible que hasta entonces el poder de estas ideas no haya sido percibido o apreciado por otros. Esto nos ilustra sobre la clase de auxilio que la ciencia puede prestar a la aparición de las religiones que no han nacido aún, pero cuya necesidad existe y va creciendo. Su misiones trabajar con celo y lealtad, levantar su vuelo más vigoroso y profundizar más cada día a fin de ofrecer al porvenir una provisión de ideas tan rica y tan preciosa como sea posible, donde pueda hallar el alimento de la nueva religión.

¿Es probable, en un porvenir próximo, que veamos surgir una fuerza creadora capaz de dar existencia y estabilidad a meras formas religiosas? Es muy difícil contestar afirmativamente a esta pregunta. ¿Quién ha podido apreciar la tenacidad y la fuerza histórica de resistencia inherentes a las formas religiosas que aún nos rodean? En nuestra opinión, sería estimarlas de un modo demasiado bajo el suponer que hoy, en que apenas si los exploradores del ejército protestante liberal comienzan a tener conciencia de las últimas consecuencias del principio protestante, la antigua creencia, considerada como religión de la masa, esté bastante gastada para que un viento religioso fresco y vivificante pueda barrerla. No olvidemos que en lo que se refiere a las luces adquiridas por la cultura, la masa se encuentra siempre algunos siglos más atrás del espíritu del tiempo. Aún se puede decir más. Supongamos que la evolución haya llegado a tal punto; esto no sería una razón para que resultase necesariamente el advenimiento de una nueva creencia, pues bien podría suceder que el reinado de la antigua y el de la nueva fuesen separados por un tiempo de descanso más o menos largo, durante el cual se consumaría la putrefacción de los viejos elementos, y el suelo sufriría una preparación química favorable para la fertilidad del porvenir.

Por último, no es posible probar la imposibilidad de la tesis afirmando que en general no habrá ya novedad religiosa viable, aunque esta opinión sea tan extremada e inverosímil como la que afirma que la religión del porvenir se halla próxima. Aquella se apoya, es verdad, en el argumento plausible, en la apariencia de que la vida del alma contempla cómo se retiran de día en día los jugos nutritivos en provecho de la vida de la inteligencia, y que en particular las necesidades religiosas del alma se van constantemente debilitando. No obstante, se confunde aquí, en primer lugar, un hecho momentáneo con una tendencia evolutiva capaz de duración, y después, a esta tendencia, que es real en un sentido, se la da una interpretación errónea en lo relativo a su incompatibilidad con la religiosidad y con el sentimiento general. Es muy cierto que la inteligencia reflexiva figura en primera línea en los progresos de la humanidad; pero, a la larga, cada adquisición de la inteligencia ejerce sobre la esfera del sentimiento una acción que lo enriquece y que lo depura, y la lucha de la inteligencia con el sentimiento siempre se dirige exclusivamente contra el punto de vista del sentimiento legado por una fase anterior del desenvolvimiento intelectual: no puede haber cuestión sobre el punto de vista que responde a la nueva fase de la inteligencia, el cual no puede formarse sino gradualmente después de la destrucción parcial del antiguo.

¿Quién negará que el desenvolvimiento intelectual avanza por un impulso genérico y constante? Es igualmente cierto que una nueva religión debe tener la razón por principio, cosa que los antiguos no tenían necesidad de hacer más que como tarea secundaria. ¿Pero se sigue de esto que la necesidad religiosa debe borrarse por un largo período? No; por lo menos en tanto que el pueblo no esté imbuido de la ciencia abstracta en el sentido estricto, y no es de esperar que lo esté jamás.

Por el contrario, la concepción pesimista del mundo, en la cual la necesidad religiosa repara diariamente sus fuerzas, no cesará de fortificarse y de extenderse, puesto que, cuanto más se multiplican los medios de que la humanidad dispone para hacerse la existencia agradable, más se convence de la imposibilidad de superar de este modo la angustia de la vida y de alcanzar la felicidad, ni siquiera la satisfacción. Un período ascendente de las cosas humanas puede ser optimista en tanto que alimenta la esperanza de encontrar la felicidad al fin gozar de ella; mas en el instante en que el objeto se alcanza, el pueblo que lo ansiaba percibe que no ha progresado en la felicidad y que han aumentado las necesidades que le roen y le atormentan. Así, el optimismo es siempre un intermedio en las naciones que se hallan en medio mismo del vértigo mundano; mas el pesimismo es la disposición profunda de la humanidad que se conoce, y cada vez que termina una época de movimiento mundano aparece con doble energía. Esperemos, pues, que la aspiración del hombre a superar la miseria de este mundo, lo cual no puede realizarse sino por la idea y en la esfera de la conciencia, se haga sentir con una intensidad cada vez más señalada a la conclusión de los períodos en que el mundo, por decirlo así, ha celebrado sus triunfos, y en que los intereses terrenales lo han absorbido todo, y la cuestión religiosa sea la más importante de todas cuando la humanidad haya alcanzado todo lo que puede alcanzar de civilización sobre la tierra, y haya abrazado de un golpe de vista toda la miseria lamentable de esta situación.

Al mismo tiempo que la ciencia da comienzo al trabajo preparatorio para el edificio que ha de habitar la religión del porvenir, no se le puede censurar el que examine los elementos de su fortuna actual, y trate de inquirir qué ideas son las que tienen probabilidades de ocupar en el porvenir el sitio de las ideas cristianas, y de fundirse con los restos de aquellas que no estén condenadas a desaparecer. No es posible ocultar, sin embargo, que esta orientación está limitada por el estado actual de los conocimientos. El mejor modo de entrar en materia será arrojar un golpe de vista general sobre las principales religiones, con el fin de desentrañar su significación histórica; y esta consideración tendrá por resultado el demostrar una tesis que, por otra parte, corresponde al estado actual de las relaciones entre las naciones del globo, y es, que la religión del porvenir, para llegar a ser religión universal, debe representar la síntesis de la evolución religiosa del Oriente y de la del Occidente, de la evolución panteísta y de la evolución monoteísta: sólo con esta condición podrá satisfacer a la vez las necesidades religiosas y las necesidades intelectuales de la época moderna.

El rápido bosquejo que irá a continuación atestiguará lo que la ciencia ha podido encontrar con toda su riqueza actual en lo referente a materiales que puedan servir a los fines de la religión. Este ensayo no tiene de ningún modo la pretensión de trazar a la religión del porvenir el camino que debe seguir, pero, a lo menos, se esfuerza en romper con la opinión antifilosófica que mantiene el dualismo de los cristianos y de los paganos, y con un cosmopolitismo exento de preocupaciones, en conceder sus derechos respectivos a las civilizaciones que nada en apariencia une ni pone en relación: la civilización india y la de los países que baña el Mediterráneo, a fin de abrir la perspectiva del encuentro futuro de estas grandes corrientes religiosas que han de correr en adelante por un solo lecho. Sólo así adquiere verdadero sentido la historia universal, aun cuando no se entienda ordinariamente bajo este nombre más que la historia de la mitad occidental del antiguo mundo, dejando a un lado la civilización del Asia central, reducida de este modo a ser nada más que una quinta rueda del carro de la historia. Lo que nosotros vamos a considerar, pues, no es la religión del porvenir en sí misma, que una espesa niebla oculta a nuestras miradas, sino las piedras de construcción que proporcionan la historia, la religión y la filosofía, de las cuales nos parece que será posible sacar partido para dotar de una religión al porvenir de nuestra raza.