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La revolución en Austria es una realidad porque es una necesidad histórica

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La revolución en Austria es una realidad porque es una necesidad histórica (27 jun 1918)
de Eduardo Torralva Beci
Nota: «La revolución en Austria es una realidad porque es una necesidad histórica» (27 de junio de 1918) España Año IV. nº 168: p. 7.
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LA REVOLUCIÓN EN AUSTRIA
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ES UNA REALIDAD, PORQUE
ES UNA NECESIDAD HISTÓRICA
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POR

E. Torralva-Beci



E

USTRIA, más que país de revoluciones, ha sido país de insurrecciones. Las revoluciones verdaderas, intensas, las hacen en sí los pueblos que constituyen un todo orgánico; que histórica, geográfica y étnicamente forman un conjunto homogéneo, si es que ya hoy se pueden reconocer agrupaciones humanas homogéneas. Austria no es eso. En un libro reciente de Sedu Trotski («The bolsheviki and world peace)», se da una sobria y precisa definición de lo que es el Estado austríaco. Dice Trotski: «Como organización de Estado está identificado con la monarquía de los Hapsburgo. Se sostiene o cae con los Hapsburgo.» Y más adelante: «Conglomerado de fragmentos raciales, centrífugos en tendencia, forzados aún por una dinastía a convivir, Austria-Hungría presenta el cuadro más reaccionario en el verdadero corazón de Europa.» Austria-Hungría, como Estado eu- ropeo, ha dejado de tener existencia pro- pia desde antes de Sadowa. Fué el corazón de toda la raza germánica. Uno de sus hijos, uno de los infinitos hijos suyos que ha dado al mundo como soberanos, clavó su espada en ese corazón. Desde entonces dejó de latir. Fué cuando Federico el Grande, robó para Prusia, a una pobre mujer desamparada, la Silesia austríaca. Ya entró, pues, en el siglo XIX, el Austria con la espada prusiana clavada en el corazón. Ya era un cuerpo sin vida. Prusia ocupó la hegemonía de los pueblos germánicos. Austria tuvo que sostenerse y engrandecerse a costa de pueblos que ya no eran de su raza, desmembrando y avasallando a los checos, a los eslavos, a los yugoslavjos, a los madgiares. Mientras, Prusia seguía absorbiendo todo lo germánico. Cuando vio la ocasión propicia, subyugó al Austria. Sadovira fué la realización de este ideal; si Austria quedó en pie como nación, si Viena no pasó ya a ser un Estado más de la Confederación, es porque Bismarck estaba convencido de la realidad contenida en la frase famosa de Palacky, pronunciada por éste con los ojos puestos en Alemania. ¿A qué tomarse el trabajo de inventar un Austria, teniéndola ya, y teniéndola avasallada, mediatizada?

Austria era el centinela avanzado de Alemania, el adelantado de frontera, que prevenía —y ha sido esa su misión durante todo el pasado siglo— el engrandecimiento, la cohesión, de los pueblos ribereños del Danubio y de los balkánicos, engrandecimiento y cohesión que para Alemania hubieran podido ser fatales. Se procuró cuidadosamente, que la debilidad sufrida por la desgermanización de Austria, fuera compensada en alguna manera. La perfidia magiar subvino a esta necesidad política. Los vasallos pasaron a ser iguales al señor. Un simple cambio de nombres, llamar monarquía dual al imperio, con lo que se satisfacía el orgullo prusiano y se desnatulizaba y estrangulaba el espíritu de independencia húngaro, convirtió al enemigo tradicional en aliado fervoroso, el que más obstinada y más duramente ha venido estrangulando los anhelos de reivindicación de las demás razas sometidas a la casa de los Hapsburgos.

El equilibrio de la Europa central era un equilibrio en beneficio exclusivamente de Alemania. Pero estaba en contra de todas las leyes de la estática histórica. Paul Lonys, en su libro «L'Europe nouvelle», ha señalado científicamente, con admirable precisión, la constitución de los nuevos Estados que se desprendan de la necesaria desmembración de Austria. Con Paul Lonys coinciden los elementos antigermánicos de Austria, que están a la cabeza del movimiento separatista. Eduardo Benés ha hecho un mapa, comprensivo de las aspiraciones de las nacionalidades sometidas, que da una idea de lo que sería una Europa nueva racionalmente formada. He aquí lo que dice Benés: «Sobre sus ruinas —las de AustriaHungría— se debe constituir el Estado checoeslavo, comprendiendo Bohemia, Moraviá, Silesia y Eslavoquisa, la Polonia autónoma —las tres Polonias formando una sola, preferiríamos decir nosotros— con la que limitaría al Norte; la Rusia, que sería su vecina, al Este, en los Cárpatos, formarían, con el Estado checb independiente, una barrera infranqueable contra Alemania. Al Sur, la gran Servia, compuesta por los territorios servios, croatas y eslovenos —toda la aglomeración yugoslava, incluyendo a los dálmatas, podría decirse—, y acercada al territorio checo por un corredor entre el Feithe y el Raab, en Hungría, completaría el cerco de Alemania. Italia ayudaría a los eslavos a separar definitivamente del Adriático a Austria y Alemania. Transilvania sería incorporada a Rumania, y Hungría, independiente, no conservaría otros territorios que los exclusivamente habitados por magiares.


Se ha necesitado la guerra europea para poder contemplar como una realidad asequible esta constitución europea, cuya condición previa es la destrucción de Austria-Hungría. La guerra —y no aceptamos, ni en hipótesis, el triunfo del imperialismo alemán en-ella— respondiendo al viejo dicho castellano de que no hay mal que por bien ni venga, ha hecho posibles aspiraciones que eran tenidas como sueños realizables sólo a muy larga fecha. En medio de la guerra, se están experimentando transformaciones inesperadas, en las naciones beligerantes. Esas transformaciones ejercen su influencia en todos los pueblos. Imponen su pensamiento y señalan a todos un destino ineludible. Ese destino, es el de las que más han avanzado. Pongamos a Rusia como horizonte visible adonde tenemos que llegar. Austria, sin cohesión íntima y sólida, únicamente hubiera podido haberse salvado, por un triunfo rápido. Si los trastornos económicos producidos por la guerra determinan levantamientos en masas en nacionalidades de hecho y de derecho, ¿qué no ha de esperarse en una nacionalidad que ni de hecho ya ni de derecho lo es? La prolongación de la guerra tenía obligadamente que dar por fruto una revolución —o una insurrección revolucionaria, si se lo quiere llamar así— en el dominio de los Hapsburgo. Y se ha repetido un fenómeno que, reconozcámoslo con pena, no ha sido ni será único. Los elementos directores de la masa revolucionaria, llenos de ese espíritu conservador que influye en los jefes de partido la contemplación temerosa de responsabilidades que, desde el puesto a que han subido, se aparecen a sus ojos senectos como gigantescas; los elementos directores del partido socialista austríaco, han obrado como elementos contrarrevolucionarios, y la masa, esa masa que va—es siempre «lo que va»— más allá de adonde se la lleva, ha dejado atrás, o a dejado debajo, todo es cuestión de posición, a los hombres que estaban al frente de ella: Porque la revolución se ha hecho en Austria, aunque, se desmientan hoy las noticias de ayer, y aunque los que las desmientan digan verdad, nosotros seguimos creyendo que la revolución en Austria se ha producido, y perdonen el contrasentido los que así le aprecien. La revolución la inició Federico Adler al saltar por encima de una disciplina que era una cadena, y de un criterio de mayorías que parecía una traición, y disparar su revólver contra Stürmer. ¡Ah, si Liebknecht hubiera hecho lo mismo con Holwek o con Tirpitz! Federico Adler ha lanzado la más enardecida y la más eficaz de las proclamas revolucionarias, en su discurso de defensa ante el Consejo de Guerra. Y no olvidemos, entre lo que dijo, aquella división que hacía del partido socialista en Austria: un cuerpo de funcionarios, que dirige, y una muchedumbre que, descansando en el pensamiento de aquellos funcionarios, se deja dirigir. Federico Adler sustituyó a todos los funcionarios pasivos, e hizo moverse a la muchedumbre. Eso, ha sido la revolución. Y eso es. Se ha derrumbado el edificio que estaba levantado sobre arena. Creemos, pues, en la revolución de Austria. Creemos en ella porque es un hecho inminente, que, si no se ha producido, ha debido producirse, y, por lo tanto, se. producirá. Y creemos también que la revolución de Austria no se limitará a un simple cambio de forma de gobierno. En eso se podía pensar antes de 1914. Desde Agosto de 1914, ya no. Los trabajadores austríacos irán más allá que lo que alcanza la vista de las cabezas visibles del socialismo austríaco. Lo mismo harán, esperémoslo, los trabajadores alemanes. Que son quienes han de decidir en definitiva, compenetrados con todos los trabajadores del mundo, y poniendo como desenlace a la horrible tragedia la revolución de los pueblos apagando el tronar de los cañones.