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La robla

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De maldita de Dios la cosa sirvieran los contratos de compra-venta, si al tiempo de consumarlos no llevaran más requisitos que el mutuo convenio de los contratantes y el ante mí del tabelión más competente del juzgado.

Y cuidado, señores legistas, con atribuirme la pretensión de poner en duda la legalidad de las fórmulas que sobre el particular se vengan usando desde la fecha de las Pandectas.

¡Líbreme de ello Dios! Voy separándome del centro civilizado donde la ley se halla en toda su pomposidad, y estoy refiriéndome a los incultos moradores del campo, entre los cuales, sin dejar de acatarse el vigente código en todo lo que vale, aún se rinde culto reverente a la tradición, la cual constituye para ellos un derecho tan sagrado como el que más se funde en cuantas leyes se vengan haciendo desde la fabla de don Alonso el Sabio.

Desengáñese la previsora jurisprudencia: sin un requisito que les sea peculiar, estos paisanos no dan por terminado ningún negocio, aunque para cumplir con la ley le amortajen en más testimonios y sellos que hay en un archivo de hipotecas. Pasar un objeto de las manos de Juan a las de Pedro sin cierta solemnidad sui géneris, valdría tanto como para la conciencia de un cristiano viejo un buen creyente sin bautizar, símil en que, sin duda alguna, se fundaron los académicos de mi lugar para llamar a dicha ceremonia mojar el asunto.

No vale en el día de mañana, para disfrutar pacíficamente la posesión de lo comprado, restregar los hocicos del vendedor con la resellada escritura de legítima pertenencia; que si ante la ley le asegura en la posesión, no es suficiente, sin embargo, para librar al poseedor de un litigio cada semana, en el que, por lo menos, pierda la paciencia, amén de algunos dinerillos que suelen irse en pos, por vía de procuración, asesoramiento y demás adminículos de que es costumbre proveer a todo aquel que tiene la mala humorada de pesar sus derechos en la prudente balanza de Astrea. No hay, pues, título de propiedad que valga, si falta la fe de bautismo, el fiat del tabernero más próximo, LA ROBLA1, para decirlo de una vez.

El origen de esta ceremonia no consta en las crónicas montañesas, porque se pierde en la antigüedad de la afición de los montañeses al acre mosto riojano2.

Su definición precisa tampoco es fácil sin que se me olvide algún rasgo gráfico de ella; por lo cual juzgo de rigor que nos traslademos adonde quiera que se eche una... Y allá nos vamos.

Raro es el colono montañés que al poco tiempo de establecido no posea, como producto de sus aparcerías, una pareja apta para las labores del campo, algún novillo uncidero, es decir, capaz de ser uncido, o cualquiera otra res vacuna; pero en absoluta propiedad y sin que el arrendador de sus haciendas tenga que intervenir en su venta, cambio o emparejamiento; casos en los cuales el colono, por lo que le va en ello, pone los cinco sentidos y emplea la mayor solemnidad posible. Tras ella va siempre la robla.

Luego vamos a una feria.

El lugar de ella queda a elección del lector; pues, gracias a Dios, abundan aquí como los helechos. Abran ustedes un calendario, y donde topen con un santo, cátense una feria. En este dichoso país, el día que no es de fiesta tiene mercado: de los restantes del año, los unos marcan feria, y los otros romería.

Elegido el punto más cercano, tuvo que ser, por precisión, un pequeño bosque de cajigas o de castaños, verde, fresco, frondosísimo, bello como es la naturaleza aquí hasta en su menor detalle.

Estamos ya bajo el tupido follaje... Cierra, lector, los ojos por un momento. ¿No te crees transportado, en una serena noche de verano, a la orilla de una inmensa charca, y jurarías que sus ranas, en número infinito, cantan todas a la vez? Es el sello de nuestras ferias y romerías: el sonido de las tarrañuelas de cien y cien bailadores a lo alto, al compás de las panderetas que tañen las mejores mozas del lugar.

Sigamos.-Sin reparar en el corro de bolos en que acaban de gritar cincuenta bocas a la vez ¡eseeé! al hacer un emboque uno de los jugadores; abriéndonos paso a través de la batería formada por los pellejos de vino, barriles y cacharros que sobre un carro, debajo y a los lados de él, a la sombra de un castaño, son la delicia de los bebedores; echándonos por la derecha para no turbar el sueño pacífico de los jamelgos de un cura y un señor de aldea, que están amarrados al cabezón del mismo carro, quizá por casualidad, quizá porque los jinetes tomaron este norte como de mejor atractivo para cuando vaya anocheciendo; guardando el cuerpo del fogoso trotón de ese jándalo, que atraviesa la feria llevando a las ancas la parienta más joven e inmediata que encontró en su pueblo cuando volvió de Andalucía, y cuyo chal de amarillo crespón, no menos que su vestido blanco de empinados volantes, forman extraño contraste con su reluciente y pasmada fisonomía; sin responder a las voces de las importunas fruteras, de los agualojeros, rosquilleros y otros análogos industriales que nos asedian al paso; sin fijarnos, en fin, en ese maremágnum alegre y estimulante que el cuadro presenta a primera vista, salgamos a aquella braña donde hay un grupo de ocho personas y una pareja de novillos uncidos. Allí va a haber robla.

El que está apoyado sobre sus engalanadas cabezas, hombre que tiene la suya algo más sucia, calzones de manga corta, con un tirante solo, chaqueta al hombro y sombrero de copa alta, más que medianamente apabullado, es el dueño de la pareja, y conocido y honrado en su pueblo por el nombre de Antón Perales.

El otro, más joven y de mejor traza que éste, que pasea alrededor de los novillos examinándolos con gran atención, es el comprador: llámanle Ogenio Berezo, y es de las inmediaciones. De los que forman el círculo, los cuatro son meros curiosos que, a título de conocidos de los primeros, se han aproximado al olor de la robla. La mujer, que come una manzana y tras de cada bocado que le tira se rasca la cabeza por debajo de la muselina, es la costilla de Antón Perales. El otro personaje, más viejo que todos los demás, y que observa el cuadro, taciturno y reflexivo, es convecino del comprador: llámase tío Juan de la Llosa, y asiste, a la sazón, en calidad de perito. Sus títulos al efecto están en toda regla. Es público y notorio que en más de cien sangrías que lleva hechas en el pueblo a los animales de sus vecinos, a la oreja, al pelo y al rabo, que es la más difícil, no se le ha desgraciado una sola res. Para poner una bizma, o sea un emplasto de trementina y polvos de suelda, no hay otro que se le iguale. Distingue a la legua un cólico de un empanderamiento, y en las cojeras no confunde el zapatazo con el babón; y si no ha curado un solo caso de solenguaño, es porque la enfermedad es mortífera, mas no por haber dejado de echar a tiempo, «por la boca abajo» del paciente animal, con el auxilio conductor de una teja, el agua de jabón, aceite y vino blanco, bien caliente. Por algo dice él que, si le hubieran desaminao, albitre podía ser; y es la verdad. En cuanto a las condiciones externas del ganado, ahora le verán ustedes.

El comprador ha dejado de rondar la pareja, crúzase de brazos y exclama de repente:

-Pues, señor, ¿a qué hemos de decir una cosa por otra? La pareja me gusta. ¿Qué le parece a usté, tío Juan?

Éste guarda en un bolsillo del chaleco la punta que mascaba rato hacía, da dos pasos al frente, cárgase a la izquierda sobre el garrote, pone la diestra en jarras, cruza las piernas y reflexiona un instante. Entre tanto el vendedor se sonríe con cierta malicia, su mujer menudea los mordiscos a la manzana, y murmura algunas palabras hacia los otros personajes que emiten su dictamen a media voz.

-Apaséalos -dice en tono grave el perito.

Antón Perales hace caminar sus novillos un corto trecho, al son de las alegres campanillas que les adornan el pescuezo.

-Ahora, hacia abajo, -añade el primero...

-¡Oooó, joois! -canturria, luego que el vendedor le ha complacido, para indicarle que pare ya.

-Lo que toca al particular -dice la mujer, a quien no le cabe ya la lengua en la boca-, no tienen tacha. Tocante a eso, no es porque sean míos; pero, como dijo el otro... Vamos, que son dos perlas.

-Como que los he criao yo en casa -repone su marido-; y éste, que se llama Galán, es hijo de la Leona, y este otro, Cachorro, de la Gallarda, dos vacas que, mejorando lo presente, son dos soles.

-Justo, que las vendimos el mes pasao al sobrino del Regioso, con perdón de ustedes, que por aquel pique que tuvo por la cuñá del Mostrenco, que ya con este mote le han de enterrar, por el lindero del prao que le tocó a resultas del cobicillo que encontraron debajo del jergón de su tío, que en santa gloria esté... y ahí está el mi hombre que no me dejará mentir, que a la verdá que anduvo como una estorneja de acá para allá, ahora que la botica, después que el señor cura, luego que la unción, porque el enfermo daba el ¡ay! que partía el alma, sin que hubiera en aquella casa un mal nacido a quien volver los ojos... y no se lo tome Dios en cuenta a la que tanto fachendea hoy, gracias a los cinco carros de tierra que apañó... Pues resulta de que...

A la buena mujer se le va la burra entre tanta maraña, mientras el tío Juan no quita los ojos de la pareja. El comprador mira al perito como si quisiera leer en su fisonomía la opinión que va formando; el vendedor atusa el pelo a los novillos, y los intrusos los ponderan cuanto les es permitido, con objeto, evidentemente, de contribuir a que se cierre el trato y no se pierda la robla.

Después que el perito y el comprador han visto que los animales se plantan bien al caminar, que no se aprietan, que no zambean del cuarto trasero, que son bien encornados y que igualan perfectamente en alzada y color, el primero les mira la boca, les palpa bien los brazuelos y las nalgas para ver si están despicados de algún remo, y les examina escrupulosamente las astas por si son estoposas, las pezuñas por si blandean, y los ojos por si tienen nube o glarimeo.

Hecho este examen, el tío Juan, sin perder un solo rasgo de su gravedad, dice en tono solemne:

-Caballeros, la pareja... lo que toca a la pareja, no tiene pero. Son dos rollos de cuatro años, sanos como dos corales.

-Pos a mí -añade el comprador, -lo que toca al particular, también me gusta la planta y el aquel de la pareja... Conque si el señor trae gana de vender, diga, si a mano viene, en lo que estima su hacienda, que yo a comprar he venío.

-Al respetive de eso mesmo -replica el vendedor-, no me quedo yo atrás; que hoy por ti y mañana por mí... y, como dijo el otro, mortales nos hizo Dios... Vamos al decir, que si tú traes ganas de comprar, no reñiremos.

-Cabales, que ni al mi hombre ni a mí nos ha perseguido nunca la justicia por embusteros; y cuando vemos que se trata con gente de formalidá y de requilorios...

-Esa es la verdá; y vamos, Antón, a estimar la pareja, como el otro que dice, con equidá.

-Pos la pareja, Ogenio, por ser para ti... la pareja, que, como ha dicho el señor, no tiene pero; la pareja, y que no vea la cara de Dios si te engaño; la pareja vale treinta doblones3 como dos cuartos.

-Tú no quieres vender, Antón -contesta con cierto desdén el atildado Ogenio.

-Ogenio -replica Antón-, tú me ofendes.

-Que te digo que no quieres vender.

-¡Que mal rayo me parta si he venío a otra cosa a la feria! Y sábete que por ese dinero ya no tendría en casa los novillos hace una semana, si los hubiera querido vender... pero hoy, por ser pa ti...

-Pos yo no doy por ellos más que veinticinco doblones.

-Tú no quieres comprar, Ogenio.

-A eso vine a la feria, Antón... Y si no, que diga tío Juan si me pongo en lo justo.

-Lo que toca a mí -dice el aludido, que durante la escena referida se ocupaba en hacer rayitas en el polvo con el palo-, lo que toca a mí, no me gusta meterme en la hacienda del vecino, que cada uno puede estimarla en aquello que, pongo por caso, le acomoda.

-De manera es -replica el comprador-, que aunque usté diga uno, o dos, o medio, o que la pareja vale tanto o cuanto, o que por aquí, o que por allá, no ha de ser medida la palabra de usté.

-Eso es -añade Antón-; que, como dijo el otro, na se pierde con oír a éste y al de más allá.

-Andando -gruñe su mujer, clavando los dientes en la quinta manzana-, que todos somos hijos de Dios, y más ven cuatro ojos que dos.

-Es de razón -exclaman a coro los demás circunstantes.

-Pues, caballeros -concluye el perito con cierto tonillo de autoridad-; creo que se pueden dar veintisiete doblones por la pareja.

-Ya lo oyes Antón... y yo no dejo mal a ningún amigo.

-Por dicho de eso, yo tampoco, Ogenio; y si das los veintiocho, tuya es la pareja.

Grandes murmullos en el grupo; anímase el tío Juan, y exclama, imponiendo silencio a los circunstantes:

-Ni los veintisiete ni los veintiocho, que han de ser los veintisiete y medio, y se pagará la robla además.

-Corriente-dice Ogenio.

-Pues buen provecho te hagan -añade Antón, entregando la aijada al primero, como símbolo del dominio que le transmite...

El pequeño círculo se agita con gran ruido; todos se felicitan recíprocamente, todos hablan a la vez, y entre todas la voces se destaca la de la ex-dueña de los novillos que charla más que nadie y desbarra como nunca.

Autorizado competentemente uno de los testigos del ajuste, marcha a buscar al punto más inmediato dos azumbres de vino tinto para mojar el trato, es decir, para echar la robla; y mientras vuelve, el comprador se sienta en el suelo, saca un pesado bulto del bolsillo interior de su chaqueta, y comienza a desliarle capa a capa, como si fuera una cebolla. Así van saliendo, sucesivamente, un pañuelo de percal aplomado, un viejo pañal de una camisa y una bula, dentro de la cual aparecen, como núcleo de todo el envoltorio, un montón de napoleones y algunas monedas de oro cuidadosamente guardadas entre los amarillentos repliegues de una hoja de un catecismo.

Con grandísimas dificultades cuenta los veintisiete doblones y medio, o sea 1.650 reales, y se los entrega al vendedor, quien, en el acto, y con no menores amarguras, los cuenta también; y envueltos en la bula, y la bula en la muselina de la mujer de Antón Perales, desaparecen en los profundos abismos de la faltriquera que debajo del refajo lleva ésta4.

El que fue por el vino vuelve con un enorme jarro lleno de él en una mano, y con una taza de barro blanco en la otra. Desátanse, a su vista, más y más las lenguas del corrillo; sonríense todas las fisonomías, y el rústico Ganimedes, apoyándose en la yugata de la pareja, comienza a escanciar el vino con gran pulso y mucha solemnidad.

El tío Juan, para quien es la primera taza, levantándola en alto, brinda:

-Por la salud de los presentes, que se disfrute muchos años la pareja, y que en el cielo nos veamos.

-Amén -contesta a coro la reunión.

La taza sigue pasando luego de mano en mano y de boca en boca, hasta que se agotan las dos azumbres de rioja.

Pero Antón Perales no quiere ser menos que su contrinca, y paga otros ocho cuartillos que se beben con la misma solemnidad que los anteriores, con el mismo ceremonial, pero con mayor locuacidad de parte de los bebedores y con peor pulso de la del escanciador.

Entre tanto la tarde va acabándose, y el ganado y la gente que llenaban la feria se retiran poco a poco.

Ya no se oyen las tarrañuelas, ni los panderos, ni un solo grito en el corro de bolos. Los taberneros recogen sus baterías, y embridan sus jamelgos los curas, los jándalos y los señores de aldea; y perdiéndose, por grados, desde el lugar de la feria, por la campiña adelante en todas direcciones, se oye el sonido de las campanillas del ganado que se aleja. Nuestros conocidos, detrás de los novillos, llevan, como quien dice, la llave de la feria, cierran la marcha... Y bien lo necesitan. Tal andan todos ellos, que no les basta entero el ancho del camino para no darse de calabazadas unos con otros. Aquello ya no es hablar, es una algarabía incomprensible e insoportable. La mujer de Perales, sobre todo, desafina como una cotorra; cuenta lo suyo, lo de los vecinos y hasta lo que no sabe. Su marido se empeña en que relampaguea, y está el cielo sin una sola nube; antójasele que los troncos de los árboles son ladrones, y lleva a su costilla agarrada fuertemente por la saya para que no la roben el dinero. Tío Juan, el perito, canturria por lo bajo, con voz atiplada y temblorosa, aires de sus mocedades, y, recordando galantes aventuras, enamora a la disimulada a la mujer de Antón. Ogenio palpa con torpe mano las monedas que le quedan en el bolsillo, y contando por los dedos de la otra, sostiene y jura que ha dado dinero de más a Perales.-Los cuatro intrusos dan la razón a todo el mundo, pero trocando los asuntos. A Perales le aseguran que Ogenio le engañó, dándole dinero de menos; a éste, que está, en efecto, relampagueando y que al fin tronará; a la pobre mujer, que realmente ha sido muy atrevesá y muy revoltosa, y que si pellizca al tío Juan, hace muy bien, porque ella se entiende... Pero al oír esto, su marido, aunque no es celoso, ni mucho menos, da instintivamente un tirón a la saya que lleva agarrada entre sus dedos; y como su dueña no está para grandes pruebas de equilibrio, viene al suelo como un fardo. En el mismo instante Ogenio toca en el bolsillo a Antón para advertirle que quiere ventilar la duda que le preocupa, y éste, siempre soñando con los ladrones, sobrecógese de horror, dáse por muerto, quiere huir, tropieza con su mujer y cae sobre ella: apresúrase el otro a levantarle, pierde el equilibrio y da de hocicos sobre los dos caídos; acuden, al estrépito, los demás personajes; creen que aquello es una lucha, enmaráñanse para separarlos, empújanse los unos a los otros, y al cabo y al fin caen todos amontonados sobre la desdichada mujer que grita y se lamenta medio sofocada por tan enorme peso. Estrújanse y aráñanse todos buscando un punto de apoyo para salir de aquel enredo: y poco a poco, y con grandes fatigas, van levantándose uno a uno; y renqueando y vacilando, se vuelven a poner en marcha, y llegan a un punto en que se bifurca la carretera. Allí deben separarse el tío Juan, Ogenio y dos de los intrusos. Pero da la casualidad (y estas casualidades abundan en La Montaña más que las ferias, que los mercados y que las romerías), da la casualidad, repito, que en el punto de empalme de los dos caminos hay una taberna; y como tío Juan de la Llosa es hombre que no queda mal con sus amigos por un par de azumbres más o menos, invita a sus camaradas a beber, para demostrarles que «si aquello ha sido guerra, que nunca haya paz».

Inútil es decir que el convite se acepta y se agradece.

Pero los bebedores se han metido en la taberna y han atado la pareja a un poste del portal, indicios todos de que sólo Dios sabe a qué hora concluirá aquello y bajo qué techo dormirán nuestros conocidos la robla de los novillos.

Además, la noche ha cerrado ya; me comprometí, lector, a acompañarte a una feria para que supieras con un ejemplo práctico lo que es una robla; he cumplido mi palabra, como me ha sido posible, y creería abusar de tu amabilidad obligándote a pasar la noche al raso. Retirémonos, pues... Y hasta la vista.


Notas:

1: De robra, escritura o papel autorizado para la seguridad de las compras y ventas o de cualquier otra cosa. Dicc. Acad.-Refiriéndose a este cuadro, escribía años ha el eminente literato D. Juan Eugenio Hartzenbusch: «También allí (en la provincia de Cuenca) se usaba, aunque más en pequeño, echar la robra en términos parecidos a los de la Montaña; pero dicen robra, y robra significa una firma, una escritura, cualquier documento.»

2: Mi erudito amigo y paisano don E. Pedraja Samaniego, dijo en El Averiguador de Cantabria, respondiendo a una pregunta hecha en el mismo acerca de la antigüedad de esta costumbre por mí descrita: «Robla. -La costumbre de convidar el comprador o el vendedor, después de consumado el contrato, a los que han intervenido en él, es tan antigua, que ya se halla mencionada con la palabra Alvoroc (hoy alboroque) en el título 25 de las Cortes de León celebradas el año de 1020. -El M.º Berganza, en el tomo I de sus Antigüedades de España, pág. 311, dice: «En el año 1025, Zite Morielez vendió al Monasterio de Cardeña una viña por sesenta sueldos de plata y cinco que se gastaron en el Alvoroc.» El mismo, en el catálogo de palabras antiguas que trae al fin del tomo II, define así la palabra alvoroc: «robra que confirma la compra.»

3: El doblón, en la Montaña, es una moneda imaginaria, equivalente a 60 reales.

4: Quizás me objete algún montañés resabido que no es usual, ni tal vez tolerado, recibir el vendedor en la misma feria el importe de lo vendido. No disputaremos sobre el caso, siempre que él me conceda que en los pormenores del pago no he puesto yo uno sólo que no sea verosímil.