La rosa del campo santo

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La flor
de Rosalía de Castro


La rosa del campo santo

 Era una noche en que el viento
 con sordo acento mugía,
 y en que no más se sentía
 del trueno el ronco fragor.
    
 Y en sombras la tierra envuelta
 como en un fúnebre manto,
 miedo causaba y espanto
 al pecho de más valor.
    
 Nadie en tan hórrida noche
 cruzar tal vez se atreviera,
 ni del valle la pradera,
 ni la calle en la ciudad.
    
 Que es mucho el fiero estampido
 que suena en el firmamento
 al rudo choque violento
 de la recia tempestad.
    
 Do quiera en torno se mire
 sólo las sombras parecen,
 que en sus misterios ofrecen
 genios que ocultos están.
    
 Vagos fantasmas que corren
 sus negras alas batiendo,
 y a su alredor extendiendo
 miedos que vienen y van.
    
 Si algún mortal aún despierto
 noche tan cruda mirara,
 hacia su lecho tornara
 para esconderse y dormir;
    
 arrebujado y hundido
 de su colchón en la pluma
 queriendo el mal que le abruma
 con blando sueño extinguir.
    
 Y, sin embargo, velando
 una mujer algo espera,
 que mira inquieta la esfera
 de un anticuado reló:
    
 del que la aguja dorada,
 girando siempre impasible,
 vio que pasando terrible
 las doce en punto marcó.
    
 Volvióse pálida entonces,
 y en su lozana mejilla
 triste una lágrima brilla
 de agudo e intenso dolor.
    
 Y un ¡ay!, de acerba congoja,
 cual del que en su bienandanza
 pierde toda la esperanza,
 mezcló del viento al rumor.
    
 Y exclama con triste queja:
 «Ya son las doce, ¡Dios mío!
 Ya mi esperanza se aleja
 que así el perjuro me deja
 sola llorar su desvío.
    
 ¿Por qué en su amor me creí?
 ¿Por qué cifré la esperanza
 del tierno afán que sentí
 prisma luciente que vi
 mar de fingida bonanza?
    
 Ya tantas noches pasaron
 que aquí velando esperé,
 y silenciosas marcharon,
 y entre su sombra llevaron
 la dicha que acaricié.
    
 Y ni un consuelo a mi afán
 sus vanas sombras trajeron
 que en mí burlándose están;
 y que hoy también fingirán
 cual otras veces fingieron.
    
 ¡Ay!... Cuando al fin se despierta
 de un sueño dulce de amores
 para contemplar desierta
 la ventura que cubierta
 se vio de risueñas flores;
    
 cuando mentira se advierte
 grata delicia que un tiempo
 vivió con el alma fuerte,
 se mira en torno la muerte
 vagando del pensamiento;
    
 ni trina el ave sonora,
 ni el aura murmullo tiene,
 ni luce alegre la aurora,
 y hasta la vida se ignora
 si algún recuerdo contiene.
    
 Corran veloces las horas
 marchen las horas despacio,
 heladas o abrasadoras
 se esconden siempre traidoras
 en la nada de un espacio...
    
 ¡Oh Dios! Si el año de gloria
 que entre caricias fue huyendo,
 trocóse en dicha ilusoria
 para abrasar mi memoria
 que ha de acordar padeciendo,
    
 más me valiera morir,
 que el rudo penar que siento
 tener asaz que sufrir,
 y entre el dolor maldecir
 la fe de mi pensamiento.»
    
 Así entre pena y dolores
 aquella noche pasaba,
 y la infeliz lamentaba
 de la suerte los rigores.
    
 Cuando en el aire sonó
 leve palmada ligera,
 y entonces la joven fuera
 de la ventana miró,
    
 y algo de bueno sus ojos
 allá en la sombra encontraron,
 que el ceño adusto dejaron
 de sus sentidos enojos.

. . . . . . . . . . . . . . . . . . .

 Plática dulce de amores
 a poco rato se oía,
 y un hombre a Inés la decía
 para calmar sus temores:
    
 -¡Cuánto sufrí vida mía!...
 ¡Cuántas congojas de muerte
 al ver pasaban sin verte
 un día tras otro día!
    
 Tú comprender no podrás
 cómo esas noches tan largas
 me habrán parecido amargas
 cual no lo fueron jamás.
    
 En mis insomnios creí
 que en tanto por mí esperabas,
 de la pura fe dudabas
 de quien penaba por ti:
    
 de quien sin miedo avanzó
 por la tormenta impasible
 luego que un medio posible
 para venir alcanzó.
    
 -¿Por qué la noche has faltado
 que aquí venir me juraste?
 -Porque la fortuna al traste
 dio con mi intento soñado.
    
 Quise a tu lado volver
 cuando así lo prometiera,
 mas cual si la suerte fuera
 mi grato plan a torcer,
    
 asuntos de gran valía
 el tiempo aquel me robaron,
 y de cumplir me privaron
 la grata esperanza mía.
    
 Y en mi castillo esperé
 llegase el ansiado instante
 para decirte que amante
 nunca de ti me olvidé.
    
 Al escuchar, dijo Inés,
 ese lenguaje que adoro,
 percibo un rico tesoro
 de mi esperanza a través;
    
 y marcha el dolor impío
 de mis acerbos pesares
 cual se disipa en los mares
 la niebla con el rocío.
    
 Mas queda envuelta en el hondo
 de esa ventura que pasa
 ceniza ardiente que abrasa
 mi corazón hasta el fondo...
    
 Siempre escondido en mi pecho
 cierto secreto guardé,
 y en mi dolor lo oculté
 llena de amargo despecho.
    
 Y fue la historia fatal
 que aquí una vez me contaron,
 cuyos detalles grabaron
 el corazón por mi mal.
    
 Y hoy sus misterios diré,
 porque abrasando mi alma
 roban la paz y la calma
 que tanto tiempo gocé.
    
 Dijeron que una mujer
 de alto linaje y renombre
 quiso la dieses tu nombre...
 tu hermosura y tu poder.
    
 Y tú cual joven de honor
 con su buen padre trataste,
 y tu palabra empeñaste
 de consagrarla tu amor.
    
 Y que de un valle al confín
 sólo con ella has hablado,
 y que en recuerdo te ha dado
 una flor de su jardín.
    
 Tú con afán la cogiste,
 y con amor la besaste,
 y por su emblema juraste...
 lo que tal vez no cumpliste...
    
 Dime si es esto verdad:
 que más engaños no quiero...
 Y más morirme prefiero
 que dudar de tu lealtad.
    
 -Los cielos testigos son
 que si tal ha sucedido,
 contestó el galán, sumido
 en rara meditación,
    
 ni a la palabra falté
 que en ese tiempo haya dado,
 ni al proferir que te amado
 querida Inés te engañé.
    
 Si algún juramento di,
 a recordar sólo acierto,
 que ha sido a un hombre que ha muerto
 a quien tal cosa ofrecí.
    
 Mas ella... murió también...
 Y en el morir... todo acaba...
 Por eso a ti te llamaba
 mi solo y único bien.
    
 Cuando al venir a tu casa
 por el cementerio paso,
 siempre me asalta al acaso
 algún recuerdo que abrasa.
    
 Mas luego que lejos estoy
 de aquel lugar funerario,
 con pensamiento más vario
 a ti acercándome voy.
    
 Y tus caricias de amor
 con su dulcísimo aliento
 disipan del pensamiento
 los recuerdos de la flor.
    
 Así su amante a Inés constancia eterna
 y gloria al porvenir la prometía,
 y ella escuchando apasionada y tierna
 su fe volver al corazón sentía.
    
 Y se entregó de la esperanza en brazos,
 gozó feliz con su vivir presente,
 volvió a anudar los desunidos lazos,
 y en el placer adormeció su frente.
    
 Mas, ¡ay!, que la aventura acá en la vida
 es niebla que fugaz se disipó,
 seca flor que en el tronco suspendida
 la ráfaga más tenue desprendió.
    
 Y también es verdad que si hay un día
 que el alma en paz de venturanza goza
 entre el rudo estertor de la agonía,
 lucha en vano después y se destroza.
    
 No hay goce, no, que duradero sea,
 ni placer que no envuelva una mortaja,
 la flor que más lozana se recrea
 marchita de su tronco se desgaja.
    
 Y si algún ser entre delicias ciento
 vio resbalar su juventud temprana,
 sentirá la vejez del pensamiento
 que ha de luchar con su dolor mañana.
    
 Y tendrá que pagar ese tributo
 que nos pide de lágrimas la vida,
 ¡que es en verdad el sazonado fruto
 que dejamos al fin de la partida!...
    
 Ved a Inés pobre mujer
 que disipados ya mira
 sus pesares,
    
 cómo volviendo al placer
 llena de gozo delira
 en sus cantares.
    
 Mirad cómo al joven vate
 que la enamora risueño,
 le acaricia
    
 cómo el corazón le late
 y siente un suave beleño
 de delicia.
    
 Ya le parece que el mundo
 es un jardín encantado
 que los mece,
    
 sin ver el daño profundo
 que, aunque de flores sembrado,
 les ofrece.
    
 Y nada en el porvenir
 la arredra ni la amedrenta,
 ni allí mira,
    
 que en el placer de sentir
 vana quimera sustenta,
 y aun delira.
    
 ¡Quién pudiera prolongar
 tanta delicia en un punto
 solamente!...
    
 ¡Mas, ¡ay!, que habrá que pagar
 cuanta ventura en conjunto
 vio su mente!...
    
 Si tal su placer ha sido,
 si amor tan grande sintió,
 tal será el dolo;
    
 y buscando un bien perdido,
 verá que pronto se halló
 con llanto solo!...
 
. . . . . . . . . . . . . . . .

 La noche avanzaba
 la aurora viniendo
 su luz extendiendo
 la tierra cubrió.
    
 Cesó la tormenta
 que ha poco mugía,
 lejano moría
 su triste rumor.
    
 La atmósfera libre
 de negros vapores
 los varios colores
 dejaba lucir,
    
 de rosas tempranas,
 de pájaros ciento
 que, alegres, al viento
 volaban sin fin.
    
 Reflejo el primero
 de un sol que nacía
 muy tenue venía
 la escena a alumbrar,
    
 de Inés y su amante
 que en grata victoria
 cien mundos de gloria
 forjándose están.
    
 Ni cuentan las horas
 que corren perdidas,
 ni ven que extinguidas
 las sombras van ya.
    
 Felices murmuran
 promesas sin cuento,
 cenizas que al viento
 mañana serán,
    
 Inés que contempla
 tan sólo a su amante,
 ni mira adelante,
 ni atrás recordó.
    
 La dicha presente
 quizá se ha fingido
 que eterna habrá sido,
 y el mal olvidó.
    
 Mas de pronto su semblante
 de amarillo se ha cubierto,
 como flor que en el desierto
 marchitada al viento fue.
    
 Y fijando su mirada
 en un punto solamente,
 preguntando está a su mente
 si es mentira lo que ve...
    
 Blanca flor que se desprende
 del jubón de su querido,
 cual semblante dolorido
 de una virgen que murió.
    
 Cuyas hojas ya marchitas
 la figura representan
 de bellezas que se ahuyentan
 la memoria que quedó:
    
 Fue lo que de Inés atrajo
 la atención con tanto empeño,
 lo que al fin vio no era sueño
 sino triste realidad.
    
 Fue lo que la horrible duda
 con los celos le ha devuelto,
 densa nube que ha disuelto
 por su vida una verdad.
    
 -Tú me fingiste, al punto exclama:
 Ésa es la flor del juramento,
 esa mujer que amaste vive:
 No me engañó mi pensamiento.
    
 ¡Ay!, si después que en ti he fiado
 miro que es falso tu querer:
 Si das en premio a mis afanes
 sólo un eterno padecer;
    
 y si después que derramaste
 bálsamo dulce en mi existir,
 amarga hiel no más me dejas
 que aprovechar al porvenir...
    
 Valiera más que me mataras
 que así dejarme, ¡oh, Dios!, mirar
 que en brazos de otra mis caricias
 ya para siempre olvidarás.
    
 Esa flor, ¡ay!, lo dice todo,
 y ahora al mirarla ya perdí
 la tierna fe, la dicha dulce
 que en tus caricias recogí...
    
 -Calma tu afán, la dice el joven
 algo turbado al parecer,
 causa no fue lo que ahora has visto
 para aumentar tu padecer.
    
 Es esta flor, yo te lo juro,
 emblema santo que respeto,
 nada profano en torno encierra,
 es de mi fe dulce amuleto.
    
 Yo la encontré lozana y bella,
 pero tan triste en su color,
 que creo vi por su corola
 cierto reflejo de dolor.
    
 Y la cogí, y aquí guardada
 la puse junto al corazón;
 y nadie supo que escondía,
 quizá... fatal profanación...
    
 -Dámela, dijo Inés: Yo quiero
 verla en mi frente relucir,
 y así tal vez la fe perdida
 vuelva en mi pecho a revivir.
    
 -¿Sabes Inés lo que me pides?
 ¿Quieres lucir con esa flor...?
 ¿Sabes quizá si en ti brillara
 con un siniestro resplandor?
    
 -¡Es su recuerdo no lo dudo
 cuando la niegas a mi afán!...
 -Tómala Inés, él la responde;
 ¡sus hojas, ¡ay!, te abrasarán!
    
 ¿Sabes por qué yo la escondía
 por qué a tu afán se la negué...?
 Voy a contarte al fin la historia
 que siempre oculta reservé.
    
 Era una noche pura,
 tan clara como el día,
 la luna repartía
 su pálido fulgor.
    
 Y yo en mi capa envuelto,
 siguiendo mi destino
 marchaba en mi camino
 sin miedo ni temor.
    
 Ningún recuerdo entonces
 de la pasada historia
 turbaba mi memoria
 ni me hizo padecer.
    
 Ningún eco sentido
 cruzó mi pensamiento,
 ni un ¡ay!, de sentimiento
 de mágico poder.
    
 Mas sin pensar, mis ojos
 cercano divisaron
 un punto, a do tornaron,
 de extraño resplandor.
    
 Y allí marchando pronto,
 bajéme y vi crecida
 sobre su tallo erguida
 la contristada flor.
    
 Parece que me dijo
 al acercarme a ella:
 «La esencia soy de Estrella
 contigo quiero estar;
    
 si no me llevas pronto
 marchita ya y sin vida,
 ya mi aroma esparcida
 por siempre quedará.»
    
 Y allí junto a la losa
 de su sepulcro estaba;
 y allí me demandaba
 recuerdos que olvidé;
    
 que ocultos en un mundo
 corrieron escondidos,
 donde vagar perdidos
 por siempre los dejé.
    
 La recogí al momento,
 y en mí guardada estuvo,
 su esencia se contuvo
 sin escapar de mí.
    
 Y nunca esa flor triste
 privó de que te amara,
 ni nunca ella esperara
 lo que he encontrado en ti.
    
 Si oyendo aquesta historia
 llevártela quisieras,
 sin duda no tuvieras
 ni fe ni corazón.
    
 Que aquel que no respeta
 las prendas de los muertos,
 sus pasos tan inciertos
 serán cual su razón.
    
 Sonora una carcajada
 lanzó Inés al fin del cuento,
 burlando el raro portento
 de la malhadada flor.
    
 Y con extraña sonrisa
 dijo, mirando a un espejo:
 «Verás cual brilla de lejos
 su amarillento color.»
 
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

 Mas la flor en su negra cabellera
 tan mustia y macilenta se volvió,
 cual luz que moribunda se extinguiera,
 después que algún sepulcro iluminó;
    
 y aquel extraño relucir sin vida,
 tristeza tanta en su semblante vierte,
 que aun más que aquella flor descolorida,
 se parece a la sombra de la muerte.
    
 Ella volvió los aterrados ojos,
 hacia el hombre que estático la mira,
 y encontrólos quizá llenos de enojos,
 que con afán y con dolor suspira.
    
 Mas él mudo quedó: ni un eco amargo,
 ni dulce son atravesó su aliento,
 y aquel instante indefinible y largo
 fue el más rudo tal vez del sentimiento.
    
 Y, ¡ay!, por fin un adiós... voz la postrera,
 siniestra por la estancia resonó;
 y un momento después... nada allí había,
 ¡todo en silencio sepulcral durmió!...

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

 Contaban meses después,
 que cierta joven hermosa,
 habiendo puesto una rosa
 que en un sepulcro nació,
    
 presa en su negro cabello
 para lucirse más bella,
 la flor, prendiéndose en ella,
 jamás su frente dejó.
    
 Que allí marchita y ajada
 se fue la rosa quedando,
 y que la joven secando
 sintió con la flor su sien.
    
 Y cuando al fin ya del todo
 la flor se quedó sin vida,
 la joven con ella unida
 murió marchita también.
    
 Y cada cual con espanto
 viendo su tumba contaba,
 que aquel sepulcro guardaba
 La rosa del Campo Santo.