La rosa del campo santo
Era una noche en que el viento
con sordo acento mugía,
y en que no más se sentía
del trueno el ronco fragor.
Y en sombras la tierra envuelta
como en un fúnebre manto,
miedo causaba y espanto
al pecho de más valor.
Nadie en tan hórrida noche
cruzar tal vez se atreviera,
ni del valle la pradera,
ni la calle en la ciudad.
Que es mucho el fiero estampido
que suena en el firmamento
al rudo choque violento
de la recia tempestad.
Do quiera en torno se mire
sólo las sombras parecen,
que en sus misterios ofrecen
genios que ocultos están.
Vagos fantasmas que corren
sus negras alas batiendo,
y a su alredor extendiendo
miedos que vienen y van.
Si algún mortal aún despierto
noche tan cruda mirara,
hacia su lecho tornara
para esconderse y dormir;
arrebujado y hundido
de su colchón en la pluma
queriendo el mal que le abruma
con blando sueño extinguir.
Y, sin embargo, velando
una mujer algo espera,
que mira inquieta la esfera
de un anticuado reló:
del que la aguja dorada,
girando siempre impasible,
vio que pasando terrible
las doce en punto marcó.
Volvióse pálida entonces,
y en su lozana mejilla
triste una lágrima brilla
de agudo e intenso dolor.
Y un ¡ay!, de acerba congoja,
cual del que en su bienandanza
pierde toda la esperanza,
mezcló del viento al rumor.
Y exclama con triste queja:
«Ya son las doce, ¡Dios mío!
Ya mi esperanza se aleja
que así el perjuro me deja
sola llorar su desvío.
¿Por qué en su amor me creí?
¿Por qué cifré la esperanza
del tierno afán que sentí
prisma luciente que vi
mar de fingida bonanza?
Ya tantas noches pasaron
que aquí velando esperé,
y silenciosas marcharon,
y entre su sombra llevaron
la dicha que acaricié.
Y ni un consuelo a mi afán
sus vanas sombras trajeron
que en mí burlándose están;
y que hoy también fingirán
cual otras veces fingieron.
¡Ay!... Cuando al fin se despierta
de un sueño dulce de amores
para contemplar desierta
la ventura que cubierta
se vio de risueñas flores;
cuando mentira se advierte
grata delicia que un tiempo
vivió con el alma fuerte,
se mira en torno la muerte
vagando del pensamiento;
ni trina el ave sonora,
ni el aura murmullo tiene,
ni luce alegre la aurora,
y hasta la vida se ignora
si algún recuerdo contiene.
Corran veloces las horas
marchen las horas despacio,
heladas o abrasadoras
se esconden siempre traidoras
en la nada de un espacio...
¡Oh Dios! Si el año de gloria
que entre caricias fue huyendo,
trocóse en dicha ilusoria
para abrasar mi memoria
que ha de acordar padeciendo,
más me valiera morir,
que el rudo penar que siento
tener asaz que sufrir,
y entre el dolor maldecir
la fe de mi pensamiento.»
Así entre pena y dolores
aquella noche pasaba,
y la infeliz lamentaba
de la suerte los rigores.
Cuando en el aire sonó
leve palmada ligera,
y entonces la joven fuera
de la ventana miró,
y algo de bueno sus ojos
allá en la sombra encontraron,
que el ceño adusto dejaron
de sus sentidos enojos.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Plática dulce de amores
a poco rato se oía,
y un hombre a Inés la decía
para calmar sus temores:
-¡Cuánto sufrí vida mía!...
¡Cuántas congojas de muerte
al ver pasaban sin verte
un día tras otro día!
Tú comprender no podrás
cómo esas noches tan largas
me habrán parecido amargas
cual no lo fueron jamás.
En mis insomnios creí
que en tanto por mí esperabas,
de la pura fe dudabas
de quien penaba por ti:
de quien sin miedo avanzó
por la tormenta impasible
luego que un medio posible
para venir alcanzó.
-¿Por qué la noche has faltado
que aquí venir me juraste?
-Porque la fortuna al traste
dio con mi intento soñado.
Quise a tu lado volver
cuando así lo prometiera,
mas cual si la suerte fuera
mi grato plan a torcer,
asuntos de gran valía
el tiempo aquel me robaron,
y de cumplir me privaron
la grata esperanza mía.
Y en mi castillo esperé
llegase el ansiado instante
para decirte que amante
nunca de ti me olvidé.
Al escuchar, dijo Inés,
ese lenguaje que adoro,
percibo un rico tesoro
de mi esperanza a través;
y marcha el dolor impío
de mis acerbos pesares
cual se disipa en los mares
la niebla con el rocío.
Mas queda envuelta en el hondo
de esa ventura que pasa
ceniza ardiente que abrasa
mi corazón hasta el fondo...
Siempre escondido en mi pecho
cierto secreto guardé,
y en mi dolor lo oculté
llena de amargo despecho.
Y fue la historia fatal
que aquí una vez me contaron,
cuyos detalles grabaron
el corazón por mi mal.
Y hoy sus misterios diré,
porque abrasando mi alma
roban la paz y la calma
que tanto tiempo gocé.
Dijeron que una mujer
de alto linaje y renombre
quiso la dieses tu nombre...
tu hermosura y tu poder.
Y tú cual joven de honor
con su buen padre trataste,
y tu palabra empeñaste
de consagrarla tu amor.
Y que de un valle al confín
sólo con ella has hablado,
y que en recuerdo te ha dado
una flor de su jardín.
Tú con afán la cogiste,
y con amor la besaste,
y por su emblema juraste...
lo que tal vez no cumpliste...
Dime si es esto verdad:
que más engaños no quiero...
Y más morirme prefiero
que dudar de tu lealtad.
-Los cielos testigos son
que si tal ha sucedido,
contestó el galán, sumido
en rara meditación,
ni a la palabra falté
que en ese tiempo haya dado,
ni al proferir que te amado
querida Inés te engañé.
Si algún juramento di,
a recordar sólo acierto,
que ha sido a un hombre que ha muerto
a quien tal cosa ofrecí.
Mas ella... murió también...
Y en el morir... todo acaba...
Por eso a ti te llamaba
mi solo y único bien.
Cuando al venir a tu casa
por el cementerio paso,
siempre me asalta al acaso
algún recuerdo que abrasa.
Mas luego que lejos estoy
de aquel lugar funerario,
con pensamiento más vario
a ti acercándome voy.
Y tus caricias de amor
con su dulcísimo aliento
disipan del pensamiento
los recuerdos de la flor.
Así su amante a Inés constancia eterna
y gloria al porvenir la prometía,
y ella escuchando apasionada y tierna
su fe volver al corazón sentía.
Y se entregó de la esperanza en brazos,
gozó feliz con su vivir presente,
volvió a anudar los desunidos lazos,
y en el placer adormeció su frente.
Mas, ¡ay!, que la aventura acá en la vida
es niebla que fugaz se disipó,
seca flor que en el tronco suspendida
la ráfaga más tenue desprendió.
Y también es verdad que si hay un día
que el alma en paz de venturanza goza
entre el rudo estertor de la agonía,
lucha en vano después y se destroza.
No hay goce, no, que duradero sea,
ni placer que no envuelva una mortaja,
la flor que más lozana se recrea
marchita de su tronco se desgaja.
Y si algún ser entre delicias ciento
vio resbalar su juventud temprana,
sentirá la vejez del pensamiento
que ha de luchar con su dolor mañana.
Y tendrá que pagar ese tributo
que nos pide de lágrimas la vida,
¡que es en verdad el sazonado fruto
que dejamos al fin de la partida!...
Ved a Inés pobre mujer
que disipados ya mira
sus pesares,
cómo volviendo al placer
llena de gozo delira
en sus cantares.
Mirad cómo al joven vate
que la enamora risueño,
le acaricia
cómo el corazón le late
y siente un suave beleño
de delicia.
Ya le parece que el mundo
es un jardín encantado
que los mece,
sin ver el daño profundo
que, aunque de flores sembrado,
les ofrece.
Y nada en el porvenir
la arredra ni la amedrenta,
ni allí mira,
que en el placer de sentir
vana quimera sustenta,
y aun delira.
¡Quién pudiera prolongar
tanta delicia en un punto
solamente!...
¡Mas, ¡ay!, que habrá que pagar
cuanta ventura en conjunto
vio su mente!...
Si tal su placer ha sido,
si amor tan grande sintió,
tal será el dolo;
y buscando un bien perdido,
verá que pronto se halló
con llanto solo!...
. . . . . . . . . . . . . . . .
La noche avanzaba
la aurora viniendo
su luz extendiendo
la tierra cubrió.
Cesó la tormenta
que ha poco mugía,
lejano moría
su triste rumor.
La atmósfera libre
de negros vapores
los varios colores
dejaba lucir,
de rosas tempranas,
de pájaros ciento
que, alegres, al viento
volaban sin fin.
Reflejo el primero
de un sol que nacía
muy tenue venía
la escena a alumbrar,
de Inés y su amante
que en grata victoria
cien mundos de gloria
forjándose están.
Ni cuentan las horas
que corren perdidas,
ni ven que extinguidas
las sombras van ya.
Felices murmuran
promesas sin cuento,
cenizas que al viento
mañana serán,
Inés que contempla
tan sólo a su amante,
ni mira adelante,
ni atrás recordó.
La dicha presente
quizá se ha fingido
que eterna habrá sido,
y el mal olvidó.
Mas de pronto su semblante
de amarillo se ha cubierto,
como flor que en el desierto
marchitada al viento fue.
Y fijando su mirada
en un punto solamente,
preguntando está a su mente
si es mentira lo que ve...
Blanca flor que se desprende
del jubón de su querido,
cual semblante dolorido
de una virgen que murió.
Cuyas hojas ya marchitas
la figura representan
de bellezas que se ahuyentan
la memoria que quedó:
Fue lo que de Inés atrajo
la atención con tanto empeño,
lo que al fin vio no era sueño
sino triste realidad.
Fue lo que la horrible duda
con los celos le ha devuelto,
densa nube que ha disuelto
por su vida una verdad.
-Tú me fingiste, al punto exclama:
Ésa es la flor del juramento,
esa mujer que amaste vive:
No me engañó mi pensamiento.
¡Ay!, si después que en ti he fiado
miro que es falso tu querer:
Si das en premio a mis afanes
sólo un eterno padecer;
y si después que derramaste
bálsamo dulce en mi existir,
amarga hiel no más me dejas
que aprovechar al porvenir...
Valiera más que me mataras
que así dejarme, ¡oh, Dios!, mirar
que en brazos de otra mis caricias
ya para siempre olvidarás.
Esa flor, ¡ay!, lo dice todo,
y ahora al mirarla ya perdí
la tierna fe, la dicha dulce
que en tus caricias recogí...
-Calma tu afán, la dice el joven
algo turbado al parecer,
causa no fue lo que ahora has visto
para aumentar tu padecer.
Es esta flor, yo te lo juro,
emblema santo que respeto,
nada profano en torno encierra,
es de mi fe dulce amuleto.
Yo la encontré lozana y bella,
pero tan triste en su color,
que creo vi por su corola
cierto reflejo de dolor.
Y la cogí, y aquí guardada
la puse junto al corazón;
y nadie supo que escondía,
quizá... fatal profanación...
-Dámela, dijo Inés: Yo quiero
verla en mi frente relucir,
y así tal vez la fe perdida
vuelva en mi pecho a revivir.
-¿Sabes Inés lo que me pides?
¿Quieres lucir con esa flor...?
¿Sabes quizá si en ti brillara
con un siniestro resplandor?
-¡Es su recuerdo no lo dudo
cuando la niegas a mi afán!...
-Tómala Inés, él la responde;
¡sus hojas, ¡ay!, te abrasarán!
¿Sabes por qué yo la escondía
por qué a tu afán se la negué...?
Voy a contarte al fin la historia
que siempre oculta reservé.
Era una noche pura,
tan clara como el día,
la luna repartía
su pálido fulgor.
Y yo en mi capa envuelto,
siguiendo mi destino
marchaba en mi camino
sin miedo ni temor.
Ningún recuerdo entonces
de la pasada historia
turbaba mi memoria
ni me hizo padecer.
Ningún eco sentido
cruzó mi pensamiento,
ni un ¡ay!, de sentimiento
de mágico poder.
Mas sin pensar, mis ojos
cercano divisaron
un punto, a do tornaron,
de extraño resplandor.
Y allí marchando pronto,
bajéme y vi crecida
sobre su tallo erguida
la contristada flor.
Parece que me dijo
al acercarme a ella:
«La esencia soy de Estrella
contigo quiero estar;
si no me llevas pronto
marchita ya y sin vida,
ya mi aroma esparcida
por siempre quedará.»
Y allí junto a la losa
de su sepulcro estaba;
y allí me demandaba
recuerdos que olvidé;
que ocultos en un mundo
corrieron escondidos,
donde vagar perdidos
por siempre los dejé.
La recogí al momento,
y en mí guardada estuvo,
su esencia se contuvo
sin escapar de mí.
Y nunca esa flor triste
privó de que te amara,
ni nunca ella esperara
lo que he encontrado en ti.
Si oyendo aquesta historia
llevártela quisieras,
sin duda no tuvieras
ni fe ni corazón.
Que aquel que no respeta
las prendas de los muertos,
sus pasos tan inciertos
serán cual su razón.
Sonora una carcajada
lanzó Inés al fin del cuento,
burlando el raro portento
de la malhadada flor.
Y con extraña sonrisa
dijo, mirando a un espejo:
«Verás cual brilla de lejos
su amarillento color.»
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Mas la flor en su negra cabellera
tan mustia y macilenta se volvió,
cual luz que moribunda se extinguiera,
después que algún sepulcro iluminó;
y aquel extraño relucir sin vida,
tristeza tanta en su semblante vierte,
que aun más que aquella flor descolorida,
se parece a la sombra de la muerte.
Ella volvió los aterrados ojos,
hacia el hombre que estático la mira,
y encontrólos quizá llenos de enojos,
que con afán y con dolor suspira.
Mas él mudo quedó: ni un eco amargo,
ni dulce son atravesó su aliento,
y aquel instante indefinible y largo
fue el más rudo tal vez del sentimiento.
Y, ¡ay!, por fin un adiós... voz la postrera,
siniestra por la estancia resonó;
y un momento después... nada allí había,
¡todo en silencio sepulcral durmió!...
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Contaban meses después,
que cierta joven hermosa,
habiendo puesto una rosa
que en un sepulcro nació,
presa en su negro cabello
para lucirse más bella,
la flor, prendiéndose en ella,
jamás su frente dejó.
Que allí marchita y ajada
se fue la rosa quedando,
y que la joven secando
sintió con la flor su sien.
Y cuando al fin ya del todo
la flor se quedó sin vida,
la joven con ella unida
murió marchita también.
Y cada cual con espanto
viendo su tumba contaba,
que aquel sepulcro guardaba
La rosa del Campo Santo.