La sandía

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​La sandía​ de Joaquín Díaz Garcés


Un roto podrá no tener camisa, cosa que le pasa muy a menudo; no tener ni una mala chupalla para taparse el mate, lo que es el colmo de la escasez; pero, eso sí, no le faltarán diez centavos en el fondo de su bolsillo para darse una pasada por un negocio en que se venda fruta y pedir con toda facha una sandilla.

Para el roto fino, de buena ley, que se come una cebolla cruda con tres ajises, sin pestañear, vale la pena vivir sólo por hartarse en el verano con la adorada, apetecida y jugosa sandía.

Colina es la mapa de las buenas sandías, de carne rosada, llenas de abundante y helado jugo. De ahí parten esas carretadas que se bambolean con el peso de la monstruosa fruta, y que se detienen en la ciudad frente a los puestos que generalmente se instalan en los edificios en construcción o en las puertas cocheras.

Allí se forma entonces una cadena, que no es ciertamente la masónica. El carretero de pie en la culata de la carreta arroja la sandía a otro de pie en el suelo de la calle, el que a su vez la dispara a su mujer, y ésta a su hijo mayor, que va acumulando el montón, dejando en diversos lados las grandes o de a veinte, las medianas o de a diez, y las chicas o de a cinco.

Ahí llegan luego los interesados, los peones que trabajan en la casa del frente; el carpintero que pone los tijerales en la del lado; el cargador que acaba de ganar un corte y quiere darse gusto con él; y la niña convidada que tiene apuro en llegar a su casa porque la está esperando su mamá.

Como la sandía es la fruta nacional por excelencia, y la que más compra nuestro pueblo, se ha amoldado su venta a las exigencias y carácter de los compradores. No se vende sandía sin estar calada. El roto no se aventura a perder su diez para que le salga una sandía verde, o desabrida. Se prueba la cala, y si está buena se le mete cuchillo.

El sistema de las sandías caladas, que retrata mucho al hombre desconfiado y diablo, es el sistema que aplican nuestros, rotos a todos sus asuntos.

La sandía hace su primera aparición en la Pascua; me refiero a la sandía chilena, porque ya desde antes se vende una sandía importada del Perú. ¡Pero qué aparición! ¡A cinco el mono! Y el mono es un pedazo que lo único que hace es excitar el apetito. No hace mucho tiempo en una misión se le preguntó a un viejo:

-¿Crees en Dios?

-Sí, padre; porque las sandillas y los chicharrones no los puede haber hecho sino Dios.

Y es claro, un roto se siente feliz poniendo sobre su rodilla media sandía, y estrujando entre sus sedientas mandíbulas el corazón tierno, jugoso, encendido, de la fruta. La sandía se come también de un modo enteramente nacional, a puro cuchillo; usar para ella tenedor sería una herejía, cosas de gringo seguramente.

Sin embargo, la sandía es ingrata para el roto, que la adora tanto. No lo sigue cuando se marcha del país, como siguen el charqui y los frejoles las bayonetas de los regimientos.

La sandía se queda, se queda en los hogares de compañía y consuelo a las mujeres afligidas y desamparadas.

La sandía es la fruta casera y nadie pensará condensar su esponjosa pulpa para llevarla a las campañas.

Pero aquí, dentro de los muros de Santiago, tiene ella también su historia... Cuando entraron a San Bruno, el siniestro jefe de los Talaveras, a Santiago, montado en un burro con las piernas amarradas por debajo de la barriga del animal, los rotos le arrojaban a la cara mitades de sandías... ¿Pero dónde está el sentido práctico de nuestro pueblo -se dirá- que se vengaba perdiendo sus sandías? ¡Ah! Bien tristemente lo supo San Bruno. Esas sandías ya estaban bien comidas y raspadas, y en lugar del antiguo relleno se habían llenado... ¡calculen ustedes con qué!

Muchos contemporáneos de la revolución del 20 de abril del 51, que entonces eran niños, recuerdan que cuando el sublevado Batallón Valdivia bajaba de la Plaza a la Alameda por la calle del Estado para arrojar un ataque a la Artillería, entonces, al pie del cerro, los soldados tomaban sandías al pasar por un puesto y las partían sobre sus rodillas, chupando con avidez el jugo para matar la sed de la zozobra y del temor.

Si tratándose de gente culta se dice que están «al partir de un confite», tratándose de dos chicos del pueblo se puede decir que están «al partir de una sandía», para indicar la amistad y la unión de ambos.

No es raro oír cerca de un puesto de sandía un diálogo como el que sigue. Él, anda con pantalones oscuros, sin chaleco, pero sí con blusa y con sombrero de paño sumamente sucio; ella, con manto, es claro, y con vestido de percal rosado.

-Se la hago con sandilla, señorita.

-Gracias, caballero.

-Vamos entrando, pues.

-Voy muy apurada, mire.

-Una sandilla no es nada: ¡métale, señora!

-Vaya, pues; pero una no más.

¡Oh! Si un verano no se dieran sandías en Colina, ni en ninguna parte, los pobres rotos se morirían de tristeza y de rabia.

Ellas sí que dejarían un vacío difícil de llenar... Ni con aguardiente.

Han probado la sandía al mismo tiempo que la leche de sus madres, porque fieles al aforismo médico de nuestro pueblo, se estruja sandía entre los labios de los chicos de tres o cuatro días, para que no se les reviente la hiel.

¿Cómo olvidarla entonces? Es barata, refrescante y engañadora, porque al principio llena mucho.

Es cierto que no andaba muy cegado por su rabia don José Joaquín de Mora cuando hizo ese atroz soneto contra nuestro roto, en que parecía atribuir esos «alientos que no exhalan ambrosía (no lo tienen, menos los de su tierra) a la desgraciada combinación de los porotos con la sandía, que debe ser explosiva».

Pero ¡qué le vamos a hacer! Italianos y españoles comen ajos, y vaya lo uno por lo otro.

Sería curioso saber cuántos miles de sandías se consumen en Santiago y en los alrededores. Y cuántos hombres y mujeres llegan a los hospitales con indigestión y contestan a la consabida pregunta del médico:

-¿Qué has comido?

-¡Sandilla, señor!

Muchas veces ha hecho reflexionar a nuestros médicos la fortaleza de este pueblo, tan enérgico para el trabajo. Su alimentación no puede ser más defectuosa: dos galletas y un plato de porotos al día, es ración de ayuno. Y con eso viven y con eso crían unos músculos de gladiadores, y unas espaldas poderosas de atletas.

Ahora, la sandía, lejos de alimentar debilita; pero vaya alguien a preguntárselo a un roto y primero conseguirá que diga que es cholo, que afirme que la sandía no le alimenta.

Estamos ahora en plena época de sandías. Salidas a luz el día de Pascua se expenden al principio a precios enormes: a cinco el mono; pero poco a poco comienza a llenarse el mercado y la sandía baja, baja lentamente.

Y ahora, cuando está barata, se la busca por el pueblo y se la apetece con deseos enérgicos y poderosos.

Salen los rotitos de los puestos limpiándose con la manga los bigotes mojados con el caldito de la sandía, con unas caras tan alegres, tan satisfechas, que no parece sino que dijeran parodiando la rima de Bécquer:


Hoy la he visto, la he visto, y la he probado,
¡hoy creo en Dios!


Bienaventurada la sandía que da de comer y de gozar a tanta gente. Ella es chilena y nacional, como es el cóndor que vuela en nuestras montañas, el maitén que ha crecido siempre en nuestros valles, y el pejerrey que se remonta en nuestros ríos.

Ella crece, se desarrolla, madura, bajo este sol que preside los trabajos de los campos, las batallas de nuestros soldados, y las desgracias o alegrías de la nación.

Ella es chilena, como que es el refresco de nuestros rotos, tan ardientes, tan sucios, pero ¡tan hombres!