La segunda casaca/2
¡Qué hombre tan completo era el Sr. D. Miguel de Baraona! Su gran patriotismo, su caballerosidad, su fervor religioso, su rectitud, su entereza, le hacían tan respetable, que era imposible oírle sin subordinarse con filial sumisión a su voluntad y a su pensamiento. Merecía muy bien el remoquete de Patriarca del Zadorray yo se lo daba con frecuencia, para tenerle contento y parecer amable ante él. Pues ¿y aquella energía moral que desplegaba a los setenta y tantos años, cuando no podía ni empuñar la espada, ni alzar la voz sin peligro de estar tosiendo tres horas? Su cuerpo caduco participaba también de aquel vigor nervioso, más semejante a los tempranos ardores de la juventud que a las voluntariedades caprichosas de los viejos, y siempre que se enfadaba o se le contradecía, daba con la trémula mano tan fuertes bastonazos, que la casa se estremecía.
Otro más celoso por la causa del Rey y por la monarquía absoluta no nació de madre. En su amor inmenso, en su fervor entusiasta y en su religiosa devoción por la patria inmutable, no había sutilezas, ni distingos, ni cabían transacción ni arreglo alguno. Para él la templanza era traición. Miraba al liberalismo como una especie de horrenda herejía, más digna aún del fuego que las de Lutero y Calvino. Juntaba la religión con la política, haciendo de todas las creencias una fe sola o un solo pecado, y había amalgamado dogmas y opiniones, haciendo un Evangelio, en el cual Elío no era menos que un apóstol. Comprendía que el sol se ennegreciera; pero no que sus principios pudieran variar. Según él, la sociedad estaba perfectamente arreglada tal como entonces la conocíamos, y constituida por leyes tan inmutables como las del mundo físico. Discutiendo, no cedía ni una pulgada de su terreno.
-Mis principios -decía-, estos principios que sustento, no son míos, son de Dios, y no se puede ceder ni un ápice de lo ajeno. La maldad de los hombres no puede nada contra mis principios. Me vencerá la violencia; pero no me convencerá el sofisma. La infame revolución podrá triunfar un día por expreso consentimiento de Dios; pero no porque triunfe dejará de ser alcázar de pecados fundado sobre la arena de la traición.
Había venido D. Miguel a la corte a varios asuntos privados y del común. Era hombre que no se acobardaba ante los desaires de las oficinas; ni ante la tiesura y desdén de los personajes más envanecidos. Tuvo la dicha de encontrarme después de dar los primeros pasos en la corte, y nos entendimos perfectamente. Todo aquello que podía resolverse con facilidad, fue arreglado entre los dos, sin que jamás frunciéramos el ceño por palabra ni por peseta de más o de menos. D. Miguel había traído un bolsón de cuero lleno de onzas de oro, y siempre que echábamos bendiciones, frotadas las manos con el dorado unto milagroso, se abrían de par en par las puertas de las oficinas y con ellas el corazón de los más cerrados covachuelos. Baraona había venido también a estar a la mira de un pleito de tenuta que no tenía trazas de acabarse en medio siglo.
Acompañaba en Madrid a Baraona su nieta, una tal Jenarita, muy hermosa e interesante mujer, a quien yo había conocido en mis verdes Abriles en la Puebla de Arganzón. Era rubia, callada, grave, pensativa, poco franca, de carácter velado. Su tranquilidad y calma eran como la tenue oscuridad de los días bochornosos. Ya se sabe que detrás de las nubes está el sol. ¡Aquella hermosura, cuán distinta era de la de mi funesta Presentacioncita, la risueña asesina, que me ponía ante los ojos las frescas rosas de su cara para que no viera las aleves manos con que me empujaba a la muerte! Presentacioncita sin ser hermosa, era lindísima. Tenía toda la gracia de Dios en sus ojos flecheros, y burlándose de uno, daba idea de las bromas que deben de gastar los ángeles en el cielo. Jenara era hermosa como una ideal figura, antes soñada que vista; hermosa como las creaciones del arte que ha sabido escoger todas las perfecciones, desechando lo feo. No se burlaba nunca; hablaba seriamente, como habla la discreción pura, la prudencia suma, la cortesanía y la urbanidad. Su gracia (pues también la tenía), no era la desenvoltura picante y alegre de una muchacha juguetona; consistía en lo que llaman gracia los artistas clásicos, en la perfecta nobleza de los ademanes y de las palabras, en la armonía sin discrepancias, en el misterioso ritmo que se desprende de toda la persona y es don rarísimo acordado a pocos sobre la tierra. Distinguíase además por una expresión magnífica, tan llena de elegancia como de soberbia. Su fisonomía era pura, delicada, sin la más ligera incorrección, y su mirar de una diafanidad celeste. Hermosa hasta no más, se envolvía en una capa de nieve, bajo la forma de un silencio sistemático, de miradas castas, de indiferencia hacia la mayor parte de los asuntos y las personas.
En 1815, como dije en la primera parte de mis Memorias, vinieron a Madrid el Sr. de Baraona y su nieta. Poco después se casó esta con un joven guerrillero, del cual no puedo menos de ocuparme para disipar las dudas que acerca de su persona puedan haber corrido. Carlos Navarro, hijo del nunca bien ponderado D. Fernando Garrote, fue gravemente herido en un duelo al día siguiente de la batalla de Vitoria. Dejole el fiero matador sobre el campo, del cual fue al poco rato recogido con más señales de muerte que de vida, pues la existencia se le iba a borbotones por la descomunal hendidura que su contrario le había abierto en el pecho. Largo tiempo estuvo el infeliz héroe suspenso de un hilo sobre el negro abismo del morir. Los médicos de Vitoria le sentenciaban todos los días para la mañana del siguiente. Pero la enérgica naturaleza del enfermo, ayudada por cuidados asiduos, le sostuvieron, hasta que al fin la aplanada y caída existencia se fue enderezando poco a poco. El convalecer fue tan largo como la enfermedad, y un año después del suceso, Carlos Garrote, reconocido coronel del ejército, apenas podía tener el sable en la mano.
A principios de 1816 vino a Madrid y se casó con Jenara. Vivieron algún tiempo acompañados de Baraona en la calle de Cosme de Médicis. Pero en Setiembre del 18, Navarro tuvo precisión de ir a Treviño a asuntos de interés, y en los días a que me refiero no había vuelto todavía, aunque le esperaban todas las semanas. No podía haber ocurrido desavenencia en el matrimonio, porque ambos cónyuges se escribían con frecuencia. Repetidas veces oí a Carlos renegar de la corte y de los cortesanos, asegurando que Madrid era para él destierro espantoso más bien que agradable residencia.
Yo vivía en una hermosa casa de la calle de la Inquisición, esquina a la Flor Baja, cerca del edificio de la Inquisición de corte y a poca distancia de los Premostratenses. Mis servicios a determinado prócer diéronme aquella habitación demasiado grande para un soltero, mas tan suntuosa, que me acomodé con gusto en ella para aparentar grandeza ante el vulgo y dar en los hocicos con mi magnificencia a los pobres petates paisanos míos, que tanto me habían despreciado en mis tiempos de miseria y nulidad. No me envanecí poco con D. Miguel de Baraona, infanzón y ricacho alavés, mostrándole mi vivienda; y enamorose tanto de ella mi venerable paisano, que algunos meses después de la partida de su yerno, me dijo:
-Pipaón, en esta gran casa vives tú como garbanzo en olla. ¿No te ha acontecido algún día perderte en sus cuadras y corredores y no poderte encontrar? En cambio yo estoy muy estrecho en aquella fría y triste casa de la calle de Cosme de Médicis. ¿Por qué no he de venirme a vivir contigo mientras llega el día en que, terminado ese maldito pleito, pueda volverme a la Puebla? Aquí hay espacio para todos, y sin que tú nos molestes ni molestarte nosotros a ti, podemos acomodamos. Yo pagaré lo que me corresponda, y si no lo llevas a mal ocuparemos mi nieta y yo estas hermosas piezas asoleadas que se abren al Mediodía y caen a ese patio, lindante con el jardín vecino. Aquí estamos muy bien guardados; por un lado la Inquisición; por otro el Santo Rosario.
Acepté sin vacilar. Lejos de molestarme, me agradaba la compañía, y como me habían dado la casa sin otro gravamen que algunos censillos y costas de poco precio, nada más confortativo para mí que sacarle algún jugo, arrendando una parte de ella. Instalose en seguida Baraona, ocupando una deliciosa y alegre crujía solana que daba a lugar abierto, y desde la cual se veían los árboles de un jardín de la vecindad. Yo seguí en las mismas piezas que antes ocupaba, sin más novedad que la mejor compañía y algunos gastos menos. Cada cual tenía su servidumbre, y aunque comíamos juntos contribuíamos separadamente al plato común.
Por las noches, después de la cena, nos reuníamos todos en amena tertulia, a la cual solía concurrir algún amigo, tal como D. Blas Arriaga, capellán de monjas, y D. Pedro Retolaza, secretario de la Inquisición de Logroño, ambos personajes establecidos accidentalmente en Madrid por motivo de pretensiones y otras cosillas. También nos honraba alguna vez D. Juan Esteban Lozano de Torres, que era entonces ministro de Gracia y Justicia, y mi antiguo protector D. Buenaventura, que era ya marqués.
Allí no se hablaba más que de las conspiraciones descubiertas, de las que se iban a descubrir y de las que por todas partes descaradamente se fraguaban. Esta era entonces la comidilla habitual de las gentes en todo Madrid. Luego que cada cual expresaba su opinión sobre los peligros que amenazaban a la desdichada monarquía y sobre las probabilidades de que desapareciese arrastrado por huracanes de traición, pecado y osadía, el gallardo edificio del gobierno absoluto, se iban retirando los tertulios y quedábamos solos los de casa, charlando otro ratito, más ocupados de asuntos domésticos que de la revuelta política. Una noche, luego que Arriaga y D. Buenaventura se retiraron, Baraona, que había estado harto pensativo durante todo el tiempo de la tertulia, pronunció, en coloquio consigo mismo, no sé qué balbucientes expresiones, y golpeando repetidas veces el brazo del sillón en que se sentaba, se encaró conmigo y me dijo:
-¡Vive Dios, que si ahora se nos escapa, estos justicias de Madrid merecerían ser ahorcados al lado de los ladrones a quienes ayudan y protegen!
Yo le miré interrogándole con los ojos.
-Querido Pipaón -añadió cuando las toses le dieron algún respiro-, tengo que comunicarte un asunto importante, y espero tu parecer y con tu parecer, tu ayuda.
-¿Qué ocurre?
-El infame asesino de mi hijo Carlos, del esposo de Jenara, está en España.
-¡Salvador Monsalud en España! -exclamé-. No lo creo. Por D. Pedro Ceballos, con quien solía cartearse antes de que este fuera a Viena... (tratos de masonería, Sr. D. Miguel), por D. Pedro Ceballos, digo, que es un hermanuco de tomo y lomo, supe hace tiempo que Salvadorillo seguía en París.
-¡Hace tiempo! No se trata de hace tiempo; se trata de ahora -dijo con impaciencia-. Es indudable que ese vil trabaja dentro de España en las tenebrosas conspiraciones que Dios está permitiendo para fines sólo conocidos de la Sabiduría infinita.
-Puede ser.
-No puede ser, sino que es -dijo repentina y enérgicamente Jenara, que hasta entonces había permanecido silenciosa-. Yo le he visto.
-¿Le ha visto usted? ¿Luego está en Madrid?
-¡En Madrid, en la corte, en donde está el Trono, el Gobierno, el Rey, los Consejos, la suprema Justicia! -exclamó Baraona con aquella furia senil que se desbordaba de su pecho en las contrariedades graves-. ¡Esto es escandaloso!... No sé de qué valen las medidas adoptadas contra los afrancesados... ¿Es esto gobierno?... ¿es esto justicia?... ¡Ah, Pipaón, aquí están poseídos de necedad! No persiguen más que a los mentecatos inofensivos y dejan en libertad a los perversos. ¡Ahorcan a los sargentos y permiten que todos los oficiales del ejército se vendan a la masonería!
-Monsalud no es oficial del ejército.
-Pero es malo, rematadamente malo, y listo... Ahí tienes el secreto de su impunidad... ¡Dios soberano! Ese Rey, esos ministros, esos consejeros, ¿en qué piensan?
-Descuide usted, Sr. D. Miguel -dije agitando en mis manos la badila, después de acariciar la ya moribunda lumbre del brasero-. Si Salvador está en Madrid, no se escapara.
-Muy pronto lo has dicho... Me parece que he de renunciar al más grande regocijo que ha soñado últimamente mi imaginación desconsolada. Me moriré sin ver el castigo de un miserable, convicto de los siguientes crímenes: asesinato, infidencia, herejía, afrancesamiento y traición. La idea de que ese monstruo naciera en aquella honrada tierra de Álava, que no ha sabido ser madre sino de hombres eminentes, de caballeros piadosos y ejemplares campesinos, me enardece la sangre Pipaón amigo. Según todos los indicios, él dio muerte a nuestro insigne compatriota, a aquel espejo de la caballería alavesa, e gran D. Fernando Garrote; también hirió gravemente al hijo de este y mío por los lazos del corazón, Carlos...
-En duelo... -dijo Jenara interrumpiéndole-. Un duelo temerario y horroroso.
-No fue duelo -afirmó Baraona resueltamente, enojado de la interrupción-. Aunque Carlos, impulsado por su noble generosidad lo diga así, y aun sostenga que él le provocó, es mentira, mentira, mentira... Hiriole a traición Monsalud. Cuando el pobre mártir cayó, apoderáronse del asesino algunos guerrilleros que a la sazón pasaban. Confesó él mismo su crimen con hipócritas palabras; hizo la farsa de que deseaba morir conformándose con su destino, y hubiera perecido, en efecto, al siguiente día, si la diligente protección de una señora afrancesada no comprara su libertad, primero con ruegos, después con dádivas; pues todas sus alhajas (que eran muchas y habían sido ocultadas en el momento de la derrota) las dio por ponerle en salvo. El criminal se refugió en Francia. Nosotros, deseosos de hacer pronta justicia, trabajamos porque el Gobierno español lo reclamase al Gobierno francés; pero nada se pudo conseguir. Allá están tan embobados como aquí. Respondieron que se ignoraba su paradero. Para averiguarlo, aprehendimos a la madre del delincuente. Diole tormento la Inquisición de Logroño, en cuyas cárceles está todavía; pero de los labios de la infeliz no ha salido una sola palabra que sea luz de nuestra oscuridad, certeza de nuestra ignorancia. ¡Ah!, Pipaón, mientras no se haga pronta justicia, mientras no desaparezca este espectáculo de los bribones, que se pasean impunes por la Península, insultando con sus miradas a la gente honrada, no tendréis Gobierno firme y respetable. Os ocupáis de tonterías: de crear cruces, de mudar los ministros todos los meses, de dictar leyes que no se cumplen. Esto es hacer pajaritas de papel, mientras el suelo se estremece, mientras la tempestad se prepara y el volcán ruge. Vendrá la revolución y os encontrará disputando sobre el color de una venera, o sobre si la Reina está o no está embarazada... En verdad, no sé dónde volveremos nuestras miradas los partidarios del Gobierno de Cristo, de la verdadera política cristiana, que tiene por base la justicia. ¡Desgraciado de mí! Cerraré para siempre los ojos, sin que en la postrera mirada de ellos pueda ver otra cosa que miseria y debilidades, los buenos patricios olvidados, los criminales libres, la revolución amenazando o quizás triunfante, los mayores delitos impunes o quizás premiados, y Salvadorcillo Monsalud paseándose tranquilo por las calles de Madrid.
Hundió la barba en el pecho y permaneció en silencio largo rato.
-Si está aquí -dije yo, por decir algo-, y mucho lo dudo... pero en fin, si está, es cosa muy fácil averiguar su domicilio y llevarle a la cárcel. Ya sabe usted que ahora estoy en desgracia y no puedo nada; pero, sin embargo, intentaré...
-Harías la obra más meritoria y más patriótica de tu brillante carrera, Pipaón -manifestó Baraona con semblante adusto-. Mi nieta y yo te lo agradeceríamos mucho más que esos mil favores de oficina que nos hiciste. ¡La justicia! ¡El castigo del crimen, de la traición, de la herejía, del engaño!... Yo deliro por esto. La justicia sin aplicación no es ni será más que un ideal vago e inútil. No hay que decir que se encargue Dios de castigar al criminal, no. Aparte de esto, a nosotros, hombres, nos corresponde no dar paz a la cuchilla, para que los díscolos aprendan, para que los buenos teman y los extraviados se corrijan... ¿Por ventura habría llegado a la Tierra de Promisión el pueblo elegido, si Moisés, por orden de Dios , no hubiera aplicado tremendos y merecidos castigos? ¡Oh! ¡Cuán hermoso espectáculo dio aquí Su Majestad dictando a poco de su llegada rigurosas leyes contra los francmasones y liberales! Yo creí que el pueblo elegido llegaría a la Tierra de Canaán; pero no, ya veo que se quedará en mitad del camino. Todo es debilidad; las leyes no se cumplen; cada cual hace lo que más le agrada; son presos los pequeñuelos, mientras los grandes conspiran; alrededor del Trono alzan su cabeza enmascarada de sonrisas la traición y la sedición; todos los militares trabajan sordamente en la masonería. Es esto un constante hervidero de inquietud, de amenaza, de ambiciones locas que surgen, como los insectos en el muladar, de la gran escoria del Reino; los magnates se ocupan de convites y cenas, mientras los masones proyectan comerse a la Nación; son cogidos algunos criminales conspiradores, y a poco se les suelta; reina una confabulación espantosa entre los conspiradores y la policía, entre presos y carceleros, entre alguaciles y alguacilados para taparse sus respectivas infamias, y hasta la Inquisición, volviéndose tibia y complaciente, es un cuchillo que se ha hecho alfiler; apenas pincha... Todo es flojedad, enervación, raquitismo, pequeñez. La Nación que tan enérgica, varonil y potente ha sido contra el extranjero, es en su vida interior un juego de chiquillos, que juegan en el fango, y con el fango hacen bolas que se arrojan unos a otros, no para matarse, sino para mancharse... ¡Quiero morirme de una vez, si no he de vivir más que para ver esto! ¡Los hombres como yo estamos de más en reuniones de muchachos! El papel de Herodes es difícil, y el de maestro de escuela, ridículo.