La segunda casaca/21

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Desgraciadamente, los acontecimientos iban con mucha calma. La revolución, como las carretas de aquellos tiempos, como la administración española, como toda la vida de antaño, iba despacio. Parecía una cosa oficial. No había en aquel estadillo aquel progreso instantáneo, el correr tempestuoso que indican la ira nacional. Yo me acordaba de cómo se alzaban los pueblos en la guerra de la Independencia, y al ver aquella pereza, aquella lentitud somnolienta de 1820, se me abrasaba la sangre de impaciencia. «Si viene que venga de una vez», decía yo. Más que revolución, aquello parecía una fiesta, una cabalgata suspendida por la lluvia, una procesión atascada en los baches del camino. No había en ella el incendio popular, sino una especie de lento deshielo, inseguro, dificultoso.

Durante bastantes días no vino noticia alguna de ventajas obtenidas por los insurrectos. Se supo con precisión la verdad de lo ocurrido al principio; pero escaseaba lo nuevo. Eran hechos incontrovertibles la sublevación del batallón de Asturias al grito de su segundo comandante, D. Rafael del Riego, de los de España y la Corona, mandados por Quiroga, y la marcha de ambos jefes insurrectos hacia Cádiz. También era cierta la sorpresa y prisión del general en jefe con tres generales más. Hasta aquí no había ocurrido ningún contratiempo; pero cuando los insurrectos, tomando el puente Suazo, trataron de penetrar en la Isla, tuvieron la mala suerte de tropezar con un D. Luis Fernández de Córdova, que acompañado de algunos urbanos les supo detenerles. Igualmente era cierto que, si los insurrectos no habían podido vencer la obstinación de Córdova, tampoco fueron desbaratados por D. Manuel Freire, que fue contra ellos.

Estaban, pues, en situación que no podía llamarse ni próspera ni adversa. Si cualquiera de ellos hubiera tenido una chispa de genio militar en su entendimiento, fácilmente habrían adquirido ventaja, porque las tropas del Gobierno andaban azoradas, como buscando un pretexto decoroso para insurreccionarse también; pero ni Quiroga, ni Riego, ni Arco Agüero, ni O'Daly valían todos juntos para componer un mediano estratégico. Faltos de resolución, de verdadero instinto revolucionario y de iniciativa, los rebeldes decidieron... esperar. Una sublevación que espera es una sandez. Es como un rayo que tomara aliento en mitad de su veloz camino.

Dentro de Cádiz, un tal Rotalde, quiso subleva r la guarnición; pero Córdova ahogó también el pronunciamiento.

En Madrid nos moríamos de angustia. Era tristísimo en verdad, que los que nos habíamos embarcado en la revolución, aceptando sus hechos y renegando in pectore de sus principios, viésemos frustrados nuestros honrados planes. ¡Sensible desgracia! Nosotros no éramos Robespierres ni Marats; nosotros no queríamos cortarle la cabeza a nadie, ni aun al marqués de M***, ni hacer horrores; queríamos sencillamente adaptar la revolución a nuestra voluntad, aprovecharnos de ella, encauzarla en el lecho de nuestras ideas, haciendo de la hidra espantosa una flexible y condescendiente cortesana que tuviese sonrisas para todo el mundo y no metiese miedo a nadie. ¡Y por torpeza de aquellos desdichados militares, el plan admirable iba a fracasar, y nos veríamos expuestos ¡oh funestos hados!, a quedar en la más crítica situación del mundo, mal con los liberales, mal con los absolutistas! ¡Esto no se podía sufrir! ¡Esto era el colmo de la injusticia y de la desgracia! Pensándolo, yo me volvía loco; invocaba el auxilio de mi ángel de la guarda, sin apartar la mente de Dios y de su Santa Madre, para que llevasen a seguro puerto el desmantelado bajel de la revolución.

Pero ¡ay!, Dios y su Santa Madre no me hacían caso. Sin duda protegían al Rey, como depositario en la tierra de la autoridad divina. ¡Horrible situación! ¡Contratiempo funestísimo! La revolución, aquella obra tan cariñosamente preparada por los conspiradores viejos y por los catecúmenos, que eran (testigo yo) los más diligentes; aquella semilla tan esmeradamente puesta en la tierra, y a la cual dieron riego abundante los liberales y abono fecundo los absolutistas convertidos, se malograba de día en día, se perdía, se secaba... ¡Oh desesperación! ¡Y el país consentía tal cosa! Y el país, contemplando las marchas y contramarchas de aquellos soldados, no profería un grito, ni se levantaba en masa, ni hacía disparates, ni echaba el Reino por la ventana, sino que, indiferente, frío y mano sobre mano, esperaba que se lo dieran todo hecho... ¡Qué país, señores, pero qué país!

Pasaban los días todos de Enero, sin que tal situación variase. Cundía el desaliento entre los revolucionarios, y los absolutistas, reponiéndose de su susto, sonreían con la vanagloriosa sonrisa del triunfo y la venganza. Véase, pues, lo que los hombres de orden y de ideas templadas sacaban de meterse en aventuras con los liberales. ¡Cuando más!... Era una ignominia que aquellos holgazanes dejados de la mano de Dios nos hubiesen comprometido de tal manera, exponiéndonos a ser ahorcados juntamente con ellos... ¡Ya, como si todos fuéramos unos; como si un Gobierno pudiera medir por el mismo rasero a jacobinos desharrapados y a hombres rectos y prudentes que sólo por amor al orden habían auxiliado a la revolución!

Yo renegaba de los masones y del liberalismo y de la Carta y de la Constitución del 12, y de los derechos del pueblo, y de toda la monserga con que en las reuniones me volvieron loco, haciéndome cómplice de tales extravagancias... Yo estaba furioso; maldecía los clubs y quien los inventó; maldecía también a Ugarte que me catequizó y a Monsalud que me bautizó; y me arrancaba los cabellos pensando en el instante de mi primera entrada en aquellos oscuros antros de necedad y jacobinismo.

La revolución fracasaba sin remedio; sucumbía al nacer como un engendro enteco y miserable a quien hace daño el primer aire que respira fuera del claustro materno... Llegó Febrero. En Febrero, como en Enero, la revolución moría... era forzoso tomar precauciones contra el chubasco, abrir apresuradamente el paraguas de la más exquisita prudencia. ¿Necesito decirlo palabra por palabra?... Pues era preciso volver al redil, echar tierra a lo pasado y conducirse como si nada hubiera sucedido; hacer pedazos la nueva casaca, cuidando de esconder estos donde nadie los viese, y meter el cuerpo en la antigua...

¡Ay!, mi pobrecito corazón afligido necesita desahogarse con alguien; era un vaso lleno, próximo a desbordarse. Mi alma, agobiada por la pesadumbre, necesitaba otra alma amiga con quien comunicarse; otra alma que recogiera parte del enorme fardo que sobre la mía gravitaba. Me hacía falta un amigo generoso, un hermano, un padre. Tomando una resolución súbita, alcé la calenturienta cabeza que durante largo rato había tenido apoyada en las palmas de las manos, y tomando capa y sombrero, y me fui a ver al marqués de M***, a mi generoso amigo D. Buenaventura. La turbación del criminal llenaba mi alma; pero un arrepentimiento sincero me fortalecía.

Contra mi creencia, recibiome con agrado. Estaba contentísimo, y su semblante era todo felicitación. La alegría daba como una luz singular a su arrebolado rostro, y aquel sol de Gracia y Justicia parecía puesto en el zenit de la Administración para repartir calor y vida a todos los confines de la vida burocrática. Su sonrisa pregonaba el fracaso de la insurrección. Llevábase el tabaco a la nariz, aspirándolo con la voluptuosidad a que el alma se entrega cuando no tiene nada que temer y todo es rosas y paz y claridad en torno suyo.

-¿Ya estás aquí, perillán? -me dijo, señalándome una silla-. ¿Qué te parece el famoso pronunciamiento de las Cabezas? ¿Hemos triunfado o no? Ya estarás convencido de que España no quiere revoluciones, sino paz. ¡Ay!, este gran pueblo celtíbero, romano, gótico, musulmán, es muy sensato... Ama el sueño y aborrece a todos los que meten ruido... Ya ves cómo la revolución se ha enredado en sus propios lazos. Ni siquiera ha esperado a que la aplastáramos; se ha muerto ella sola, dañada por la podredumbre que al nacer trajo en sus entrañas. Aquí están tan bien dispuestas las cosas y tan bien equiponderadas las fuerzas sociales, que cuando estalla un pronunciamiento, el Gobierno no tiene que hacer más que cruzarse de brazos y dejar a los revolucionarios entregados a su tontería y frivolidad, que es su muerte y nuestra venganza.

Yo dudaba si hacer mi reconciliación con arte hipócrita o entregarme sin condiciones, como el hijo pródigo que vuelve al hogar paterno. Después de pensarlo, me decidí por lo primero, y hablé de este modo:

-A mí no me coge de nuevo el fracaso de la revolución; a todo el mundo lo dije. Cuando le vi a usted muerto de miedo, bien claramente le expresé mi creencia de que todo vendría a parar en nada. Pero por eso no es menos cierto, Sr. D. Buenaventura, que lo que ha pasado debe considerarse como una lección, como una advertencia de Dios, para que se reparen los males causados por la arbitrariedad. No me canso de repetírselo a usted -añadí con aplomo ciceroniano-; el Gobierno de estos reinos necesita prudentes reformas. ¿No recuerda usted lo que le dije el otro día? Es preciso que quitemos a los trastornadores de la paz pública todo pretexto de trastornos... Lo estoy diciendo hace tiempo; lo estoy pregonando en todos los tonos y nadie quiere hacerme caso... ¡Pero qué obcecación, Dios mío! ¡Aquí están, aquí están los resultados!... ¡Es particular que entre tanta gente, yo solo haya tenido penetración suficiente para ver el peligro!

-¡Oh, tú eres muy listo! -dijo D. Buenaventura, moviendo la cabeza con una expresión que me pareció algo irónica.

-Eliminado de la Administración, apartado de la política -proseguí con llorona sensiblería-, he servido siempre al Gobierno absoluto en mi humilde esfera. ¿Y qué pago se me da? ¡Horroriza el pensarlo! Calumnias, inicuas sospechas de mi honradez y consecuencia. En verdad que se necesita tener un corazón muy recto para no dejarse arrastrar por el despecho y hacer cualquier tontería. Pero, ¡ay! yo quisiera que se pudiese hacer una investigación irrecusable de la conducta de todos los hombres notables que usted y yo conocemos. Yo quisiera que existiese un ojo milagroso para leer en el corazón de cada uno de ellos. Entonces se vería quiénes son los buenos.

-Vamos, Pipaón, no te enfades -me dijo D. Buenaventura con bondad-, ya sé que eres hombre honrado. Cierto que me han dicho de ti algunas cosillas; pero la verdad, no les he dado crédito.

-Gracias, gracias -dije, cobrando nuevos bríos-, yo no esperaba otra cosa, y cuando el otro día me acusó usted de no sé qué monstruosa infidencia, mi alma se llenó de angustia... Yo lo olvido, Sr. D. Buenaventura, yo perdono a los que me han calumniado, y en vista de los peligros que corre el Gobierno absoluto, elevo como siempre mi voz amiga para predicar la concordia... Unámonos, Sr. D. Buenaventura; unámonos hoy, como nos unimos hace seis años para salvar a la Nación del abismo a que corría. Cesen los chismes ridículos, las hablillas malévolas con que se han querido manchar reputaciones como la mía... Por mi parte todo lo olvido; no veo más que a nuestro querido Rey, a nuestra querida patria, a nuestras adoradas prácticas de gobierno, a las cuales falta poco para ser las más sabias del mundo... Pero ese poco que falta debemos dárselo para aplastar de una vez al jacobinismo insolente, a las logias inmundas, y a los liberales soeces que quieren cubrir de ruinas el suelo de España. Quitémosles todo pretexto para nuevas insurrecciones; reformemos el Gobierno; ocupemos los hombres de bien todos los puestos que insolentemente usurpan los pillos, y constituiremos una Nación feliz, y legaremos a nuestros hijos, si los tenemos, toda clase de prosperidades y bienaventuranzas.

D. Buenaventura me oía con admiración profunda. Concluido mi discurso, estrechome la mano, y con benevolencia más ardorosa que lo que el caso exigía, me dijo:

-No he dudado de ti. Eres un hombre excelente. Verdad es que tuve sospechas; pero las he disipado. Soy todo tuyo.

-Unámonos, señor marqués...

-Unámonos, sí. Reconozco que se te ha postergado con injusticia. Eras de los primeros y se te puso en las últimas filas. El puesto que tú debías ocupar en el Consejo se ha dado a hombres nulos que han trabajado descaradamente por la revolución.

-Yo no guardo rencor a nadie -dije con hipocresía perfecta-. ¿Querrá usted creer que no me había vuelto a acordar de la tal plaza de consejero, ni de la incalificable ofensa que me hicieron? Yo soy así: el primero para agradecer, el último para odiar.

-Pero aún es tiempo de repararlo todo -dijo el ministro atracándose de tabaco-. Hay otra vacante, y anoche me acordé de ti.

-No, no, de ninguna manera. Hágame usted el favor de no dármela; se lo suplico... Vamos, que me pondrá usted en el caso hacer renuncia.

-Bueno; veremos si te atreves a desairarme. Es preciso hacer reparaciones, reunir toda la gente buena alrededor del Trono. Convengo contigo en que es preciso hacer alguna cosa para normalizar el Gobierno.

-Por mi parte, señáleseme un puesto de peligro, un puesto en que sólo haya trabajo y no beneficios, un puesto que permita manifestar la diferencia que existe entre los aventureros sin conciencia y los hombres honrados que se desviven por el Rey y por la patria.

Asuntos urgentes reclamaban la atención de Su Excelencia, y despidiéndome, me dijo con muchísima amabilidad:

Queridito Pipaón, vete a tu casa. No llegará la noche sin que recibas un recuerdo mío. No salgas en todo el día de tu casa, y espera.

Retireme lleno de gozo... ¡Fuera revoluciones!, ¡fuera clubs!, ¡fuera trastornos políticos que alteran la santa armonía de la vida!, ¡fuera jacobinos y logias!... Como el que ha vivido algún tiempo en poder del Demonio y se ve libre de la terrible obsesión, así yo renegaba de mis veleidades revolucionarias, haciendo voto de no prevaricar más en mi vida.

Pero me aguardaba un golpe terrible, uno de esos golpes que anonadan, que hunden, que matan, arrojando a un hombre en los abismos de la desesperación. Como me había mandado el marqués, aguardé en mi casa todo el día. Al fin sintiéronse pasos en la puerta: yo creí que me visitaba un ordenanza de Su Excelencia, portador de pliegos en que se me notificase algo lisonjero, cuando mi criado me dijo que gran numero de alguaciles preguntaban por mí.

¡Traición inconcebible! D. Buenaventura había determinado prenderme, y con su hipócrita zalamería alejaba de mí toda sospecha. Al decirme que no saliese de mi casa, su intención era que me pudiesen coger fácilmente sus miserables sayones. En aquel trance supremo, vacilante entre el miedo y el peligro, pude tomar una determinación salvadora, y corrí a la puerta interior. Por fortuna, fueme fiel mi criado. Doña Fe ya no estaba allí. Escurrime por la escalera con tanta presteza, que cuando los alguaciles registraban mi casa ya estaba yo en el lóbrego aposento del Sr. Mano de Mortero, a quien con las más patéticas razones pedí hospitalidad.

Temí que los tunantes me siguieran, pero el buen gitano me ofreció que en tal caso me ocultaría en lugar más seguro.

Mi angustia era inmensa. Contemplé con el alma destrozada el sitio en que me hallaba, mientras Mortero decía:

-Por sí o por no, apaguemos la luz.

Antes de que la soplara, mis ojos se extendieron por la habitación, y vi que sobre el lecho del Sr. Mano yacía tendido y como soñoliento un hombre. La luz se apagó y no pude verle; pero en el mismo instante sentí pronunciar mi apellido, y por la voz conocí que estaba en compañía de Salvador Monsalud.