La segunda casaca/25

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¡Cobardía y debilidad!... Pero a mí no me importaba averiguar los sentimientos que dictaron aquella resolución, y salí gritando como todo el pueblo, como los discretos y los ignorantes, como los ancianos y las mujeres, como las viejas y los chiquillos de escuela:¡Viva la Constitución!... Era una fiesta nacional, un desbordamiento impetuoso de alegría: ¡la mayor parte no sabían por qué! Se alegraban por el gozo extraño.

En todos los balcones pendían cortinas, las famosas y eternas y apolilladas guirindolas que habían festejado la primera entrada de Fernando en Abril del año 8, la entrada de Wellington después de Arapiles, la proclamación de la Constitución en Agosto del 12 y su caída en Mayo del 13, la segunda arrebatadora entrada del ídolo al volver de Valencey, la entrada de Isabel, que había pasado por el Trono como una sombra simpática y bienhechora, y la de Amalia, que, rosario en mano, sustituyó a Isabel. Las cortinas se iban ya poniendo algo viejas. ¿Qué dirían ellas de tantas y tan repetidas ventilaciones como recibían por distintos motivos? El viejo y miserable caserío de entonces, no renovado completamente todavía, cubierto de harapos rojos y blancos, tenía perfecta similitud con una risueña cara de vieja emperifollada. La gente invadía las calles. En estos días el vecindario, con irresistible impulso de bullanguería, siente un aguijón que lo expulsa de las casas. Hay necesidad absoluta de salir, de preguntar lo que ya se sabe, de comunicar las impresiones, los sustos y las alegrías. Al mismo tiempo y mientras se empavesaban los balcones, mil candilejas, puestas en los antepechos y goteando su aleve aceite sobre los transeúntes, amenazaban con una iluminación general en la próxima noche. Lozano de Torres hubiera creído que la Reina estaba de parto.

Imposible es para mí describir las manifestaciones cariñosas de que fui objeto. La gratitud, llenando mi corazón, ahogaba mi voz. Todos me felicitaban, me estrechaban la mano, dándome parabienes por mi libertad y por el fin de la horrible persecución que había sufrido. Rogábanme otros que les tuviese presentes; los liberales me ponían en las nubes, y los absolutistas, buscando el modo más decoroso de elogiar la revolución, decían: «Es preciso confesar que se ha hecho muy bien; ni una gota de sangre, ni un atropello. En verdad que no me asusta la revolución. Yo pensé que era otra cosa».

Todo era abrazarse y congratularse. ¡Qué hombres tan negros blanquearon su semblante con la sonrisilla del regodeo liberal! ¡Qué trasmutación de rostros, qué quitar y poner de caretas, conforme el caso exigía! Muchos derramaban lágrimas.

En la calle Mayor encontré a Salvador Monsalud, a quien no había visto desde la noche del 6, y al punto corrí a abrazarle. Estaba regocijado sin exaltación.

-¿Qué te parece -le dije-, el hermoso, el ejemplar espectáculo que están dando Madrid y la Nación? Esto es un modelo de pueblos sensatos. Di ahora que no sabemos practicar la libertad.

-El primer día -repuso-, todo es concordia y festejos. No quiero decir que no sea muy satisfactorio. Estoy contento, y este espectáculo llena mi alma de alegría.

-Y disipará tus dudas ridículas.

-Eso no; las conservo -repuso-. Aquí, todo lo que pasa tiene un sello oficial que destruye la espontaneidad. Yo he visto los pueblos del campo y las pequeñas ciudades, que es ver la Nación desnuda y entregada a sí misma obrando por su propio impulso; y lo que he visto me ha infundido ideas que tus banderolas no pueden disipar.

-¿Asegurarás que no hay aquí un verdadero amor a la Constitución?

-Aquí sí, aunque ese amor no será tampoco muy firme... Sin embargo, fuerza es aprovechar lo que existe, poco o mucho, y trabajar sobre ello.

-Pues a trabajar. Has de saber, amigo, que aún falta mucho que hacer. Todavía puede volverse la tortilla. No nos fiemos de promesas. Es indispensable que el Rey nos dé una garantía sólida. ¿Vienes conmigo? Es preciso alborotar mucho esta tarde.

-Pues entonces no voy. Alborota tú.

-¡Vaya un revolucionario!

-Cada uno lo es a su modo. Si la mudanza deseada está ya hecha, ¿a qué más ruido?

-Amiguito, es que todavía falta lo mejor -contesté con mucho apuro-. Estamos en el momento crítico. Se ha de nombrar una junta, ayuntamiento, autoridades, cualesquiera que ellas sean. Si no acudimos en el primer momento de la marejada, y metemos ruido y nos ponemos en primer lugar, es fácil que nos quedemos fuera. ¿Vienes?

-No quiero ser autoridad.

-¿Pero qué hay en ti? ¿Qué calma es esa? ¿A dónde vas?... Ya... perplejidades de hombre enamorado, que no piensa más que en su dama. Salvador, ten juicio, sé al fin un verdadero y grave hombre político, un hombre de orden, un padre de la patria, un sostén del Estado...

-Adiós -me dijo riendo.

-Pero ¿a dónde vas?

-A prepararme. Saldré mañana de Madrid.

-¡Ahora! -exclamé en la mayor confusión-. ¡Salir de Madrid, es decir de Jauja!...

-Voy a Logroño a reunirme con mi madre, que debe de estar libre. Después iremos a la Puebla. Volveré a Madrid.

-Volverás. No creas que me olvidaré de ti. Al contrario... Yo te aconsejo que optes por Paja y Utensilios. Ahí empecé yo... Puedes ir descuidado. Yo velaré por ti, Salvador. Dale expresiones a Doña Fermina... ¡apreciable señora!... ¿Sabes -añadí riendo-, que los Baraonas y Garrotes habrán tragado a estas horas mucha hiel? Infames servilones... ¡Qué bien merecido les está!... Dime, ¿piensas sentarle la mano a Carlos, como dijiste?

-Tal vez no -repuso Monsalud con tristeza-. Están caídos y les perdono.

-¡Generosidad ridícula!... ¿Sabes lo que me han dicho esos guapos chicos de la policía? Que ayer y anoche han entrado misteriosamente en casa de Garrote algunos pájaros gordos, Eguía, el marqués de M***, Alagón. Me parece que traman algo. ¡Qué buena ocasión para darles un susto! Yo estoy muy ocupado; encárgate tú. Me alegraría de que les pusieras las peras a cuarto. Yo te proporcionaré media docena de ciudadanos que te acompañen con buenos garrotes... Anda, hombre, anímate.

-En caso de ir, iría solo... Pero hemos vencido; basta ya de violencia. El derrotado bastante amargura tiene en su derrota. Seamos generosos.

-Pues adiós. Voy a ver lo que se hace esta tarde. Que escribas... Pídeme lo que quieras. Aunque nunca me has dicho nada... en fin, por algo se empieza. Haré por ti lo que pueda... habrá tantas solicitudes, tantas pretensiones, serán tantos los que abran la boca... pero no te olvidaré, no.

-Adiós -me dijo estrechándome la mano cordialmente y sin hacer caso de mis últimas palabras.