La segunda casaca/29

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El Sr. de Baraona pasó muy mal la noche. El médico dijo que no saldría de la madrugada. A esta hora la claridad de sus facultades mentales le permitió hacer sus disposiciones y recibir a Dios, lo cual verificó con piedad suma y unción evangélica, que fue causa de gran emoción entre los circunstantes. Su aplanamiento fue después muy grande, y todo hacía presumir rápido desenlace. Sin embargo, hablaba el enérgico anciano todavía, y dando explicaciones del triste accidente, aseguró no conocer a ninguno de los que le maltrataron. No hacía memoria de que un extraño le había traído a su casa, y con toda firmeza aseguraba haber venido por su pie. Carlos y Jenara no se apartaban de su lado. Zugarramurdi y Oricaín, que salieron en compañía del Viático, tardaron bastante en volver.

Principiaba a lucir el día, cuando Baraona dijo:

-Tengo que hablarte, amado Carlos; tengo que decirte dos palabras. Sentiría llevármelas conmigo y no poder soltarlas... ¡pesan tanto!

Carlos y Jenara se inclinaron hacia él, a un lado y otro del lecho.

-Lo que tengo que decir -indicó el patriarca mirando a Jenara-, tú no debes oírlo. Querida nieta, sal de aquí por un momento. Carlos y yo debemos estar solos.

Jenara salió: el moribundo y Carlos quedaron solos.

-Hijo mío -dijo Baraona expresándose con dificultad-, en esta hora suprema me veo obligado a hacerte una revelación penosa. Mucho me cuesta, pero la verdad es lo primero... Hace tiempo que me has manifestado dudas y sospechas acerca de la fidelidad de tu esposa, mi querida nieta.

-Sí -repuso sombríamente Navarro.

Reinó por breve rato un silencio tal, que los dos parecían muertos.

-Sabes que yo la he defendido -añadió Baraona-, aunque al fin la fuerza de tus argumentos y la evidencia de ciertos síntomas, me han hecho dudar también, hasta que al fin...

Carlos miró al moribundo con terrible ansiedad.

-Hasta que al fin... -repitió el anciano haciendo un esfuerzo-. No puedo acusar terminantemente a mi adorada nieta; pero sí te diré que al anochecer del sábado vi a un hombre que se descolgaba al patio por el balcón del cuarto de tu mujer.

-¡Un hombre!

-Sólo los ladrones y los amantes salen de este modo de las casas. He estado dudando si te lo revelaría o no... creo ya que en conciencia debo decírtelo... ¡Averigua... indaga! Quién sabe... quizás sea inocente...

-¡Un hombre! -repitió Carlos ahogando un bramido.

-Un hombre vestido con el traje de la gente del pueblo... capa de grana, sombrero redondo... calzón negro... De su cara nada te puedo decir. Ya sabes que la puerta del patiecillo estaba siempre abierta; desde entonces la cerré y guardé la llave. Bajó del balcón, apoyándose en la reja. Mi primera intención fue gritar y echarle mano; pero no quise dar escándalo ni comprometer la honra de Jenara hasta no hacer averiguaciones. Bien podía ser algún enredo de la criada... Carlos, con un pie en el sepulcro, te pido que no condenes a mi pobre nieta sin oírla. Ten prudencia, calma y tino, y no seas arrebatado ni ligero. Si Jenara es inocente, pídele en nombre mío perdón de esta sospecha. Si es culpable... ¡que Dios tenga misericordia de ella!... Ahora puedes llamarla. Me parece que ya me apago... ¡Dios sea conmigo! Quiero despedirme de todos. ¿Dónde están tus buenos amigos? Jenara, Carlos, venid todos.

Carlos salió de la habitación. Bajo el fruncido ceño, sus negros ojos, despidiendo rayos, exploraban en la penumbra de la casa con feroz curiosidad. Pasó por el cuarto oscuro y miró hacia adentro. Monsalud no estaba allí. En el suelo se veían los pedazos de la cuerda y el cuchillo con que acababan de ser cortados.

Garrote dio un rugido y saltó afuera.

Deslizose por el corredor hacia el cuarto de su mujer. Entró. El balcón estaba abierto, y Jenara, asomada en él, se inclinaba hacia fuera, diciendo: «¡pronto, pronto, que puede venir!».

El rencor de Carlos era mudo porque era inmenso. Abalanzose hacia el balcón y hacia Jenara, que sintió el bronco resuello de su marido, semejante a una llamarada de volcán que le quemaba el rostro. Volviose y su grito de espanto aumentó el furor de Carlos. Este pudo ver claramente a un hombre en el momento en que se desasía de la reja del piso bajo, y envolviéndose rápidamente en su capa de grana, echaba a correr hacia la puerta.

¡Instante más breve que la palabra, acción más breve que el pensamiento!... Jenara y Carlos se miraron. En el semblante de ella brilló de súbito una serenidad profunda. El hombre que huía se detuvo un instante en la puerta del patiecillo, porque al entrar en la cerradura la llave, esta y aquella no obedecían.

-¡Dos vueltas a la llave y tirar hacia adentro! -gritó Jenara con verdadero acento de inspiración.

La ira del esposo estalló como un trueno.

-¡Traidora! -gritó agarrando a Jenara por un brazo y apartándola del balcón.

Su mano de hierro, tirando fuertemente del brazo y del cuerpo de la mujer, hízola dar rápida vuelta en torno suyo. Las flotantes faldas describieron, arremolinadas, un disco blanco, en cuyo centro el busto admirable de Jenara, al caer de rodillas, se alzaba con el semblante vuelto hacia el esposo, los cabellos en desorden, la mirada ardiente. De su pecho contraído y sofocado por la veloz caída, salió una voz que dijo:

-¡Salvaje, haz de mí lo que quieras!... ¡Ya sabes que te aborrezco!

Carlos alzó con movimiento brusco a la infeliz mujer, y de nuevo la dejó caer o la impulsó contra el suelo. Una imprecación horrible sonó en la sala, y en el mismo instante sonaron también las palabras angustiosas de una criada, que súbitamente entró diciendo:

-El señor se muere.

Navarro llevó, mejor dicho, arrastró a su esposa hasta la habitación del enfermo.

Baraona respiraba con dificultad. Sus ojos, medio apagados ya, se fijaban en un Santo Cristo que frontero de la cama había. Jenara, puesta de rodillas junto al lecho y apoyada el rostro en él, ocultaba sus lágrimas. Los dos amigos de Carlos entraron en aquel instante, y con la cabeza descubierta se acercaron al moribundo. Carlos, lívido y terrible, estaba en pie, la vista fija en el suelo.

Baraona recobró de repente la energía. Una llamarada, último esfuerzo del vivir que se despedía, inflamó con fugaz esplendor su naturaleza. De los hundidos ojos brotó un rayo, y la lengua articuló palabras claras.

-Hijos míos, amigos míos -dijo dirigiéndose a todos-. Adiós; ahí os queda el mundo. Tal como hoy está, no es gran regalo... Muero en Dios, muero proclamando la justicia y la ley. Sed buenos. Hija mía querida, ama y obedece a tu esposo... Amado hijo mío, respeta y dirige a tu mujer.

Los sollozos de Jenara le hicieron callar un momento.

-A todos perdono -continuó poniendo la flaca mano sobre la cabeza de Jenara-. Si alguno hay con mancha de pecado, que mi perdón sea la señal de su arrepentimiento... Y vosotros, valientes amigos, y tú, noble hijo mío y de aquella tierra de Álava que no ven mis ojos en este triste momento, recibid mi bendición, recibidla todos. Valientes jóvenes, muero aborreciendo la revolución, muero abofeteado, escupido, azotado, inmolado por ella, como Jesús por los judíos. ¿Qué mayor gloria?... ¡Gracias, gracias, Dios mío!

Entusiasmo y gozo vibraban en su voz.

-Valientes jóvenes, mirad la imagen del Dios-Hombre, que está frente a mí; mirad ese cuerpo bendito puesto en la cruz. Juradme ante él que derramaréis hasta la última gota de vuestra sangre en defensa de los buenos principios, de la justicia, de la ley de Dios. Jurádmelo, si queréis que muera contento, y que mi alma angustiada se arroje libre de toda zozobra y desconsuelo en los inmensos, en los infinitos brazos de Dios.

Los tres jóvenes miraron la sagrada imagen. Estaban juntos en imponente grupo. Los tres extendieron el brazo derecho hacia la efigie, alzaron orgullosamente la cabeza, y con voz entera y solemne dijeron a un tiempo:

-¡Lo juramos!

Los tres brazos continuaron alzados breve rato, y en el trágico grupo reinó el silencio de las grandes emociones.

Carlos dijo:

-¡Que mi alma arda en el Infierno eternamente si no lo cumplo!

-¡Muerte a los infames! -bramó Zugarramurdi.

-¡Muerte! -repitió Oricaín.

Los sollozos de Jenara se confundían con los terribles juramentos.

La energía de Baraona se extinguió de improviso. Empezó a apagarse, a pestañear, a oscilar tenuemente, como brillo del ascua que va a ser tragada por las lóbregas fauces de la oscuridad.

-Júramelo otra vez -murmuró en voz queda y con los ojos cerrados, hablando desde el fondo de su agonía.

Los tres repitieron, alzando el brazo:

-¡Lo juramos!

Al bronco sonido del juramento, los enormes cuerpos crecían. Todo tomaba proporciones enormes. Las manos del Crucifijo parecían tocar a Oriente y Occidente.

En aquel momento se oyó un rumor lejano, el resuello profundo del pueblo, que volvía a invadir el recinto de la Inquisición, gritando: «¡Viva la Libertad!».

Baraona abrió los ojos, y señalando con el dedo al punto por donde parecía venir el discorde ruido, murmuró:

-La ola de estupidez se acerca.

Después se estremeció, y cruzando las manos, exhaló un hondo suspiro. En su pecho cavernoso retumbaron estas huecas palabras como un ronquido:

-¡Hasta la última gota de vuestra sangre!

-¡Hasta la última! -repitió Navarro sordamente.

El mugido de Baraona se repitió más lento, más apagado, más lejano.

Parecía una voz que se alejaba de caverna en caverna, y decía:

-¡Acabar con todos ellos!

-¡Con todos ellos! -dijo Oricaín.

-¡Hasta el último! -dijo Navarro.

Baraona, después de ligera convulsión, había abierto desmesuradamente los párpados, y sus pupilas, semejantes a insensibles globos de vidrio, continuaban fijas en el Santo Crucifijo con aterradora insistencia. Su alma navegaba ya por la inmensidad de las olas eternas.

El rumor de la calle se acercaba, y el solemne reposo de la estancia era turbado por este grito:

-¡Viva el pueblo! ¡Viva la libertad!

Carlos dirigió a la calle una mirada terrible. Mientras Jenara cerraba los ojos de su abuelo, los tres jóvenes juntaron espontánea e instintivamente sus manos, y alzando con insolente soberbia la cabeza, gritaron:

-¡Viva el Rey! ¡Viva la religión!


 
 
FIN DE LA SEGUNDA CASACA
 
 

Madrid, Enero de 1876.