La segunda casaca/5

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El incidente que he referido dejó de preocuparme al siguiente día, y poco a poco fue olvidado por completo. Salgamos ahora de mi casa y veamos cómo andaban las cosas públicas en aquellos días, que eran los últimos de Octubre de 1819, a los once meses de la sangrienta conspiración de Vidal en Valencia y a los cuatro de los sucesos del Palmar.

Grandes mudanzas habían ocurrido en la corte desde 1815 a 1819. En tan breve tiempo Fernando se había casado dos veces, la primera, con Isabel de Braganza (cuyas bodas concertó en el Brasil Fray Cirilo de Alameda y Brea, enviado secreto de Su Majestad Católica), la segunda, con María Amalia de Sajonia, hermosa y desabrida, humilde y bondadosísima, devota y también algo poetisa. Mientras reinó Isabel, la influencia política de los criados mermó mucho en Palacio, y este fue lo que debía ser, una vivienda de Reyes; pero desde Diciembre del 18, en que Dios se llevó de la tierra a la insigne Princesa, las culebras de la camarilla empezaron a recobrar su imperio. Sin embargo, ni Alagón ni Chamorro fueron tan poderosos. Ramírez de Arellano y un tal Villar Frontín, antiguo escribano del resguardo, eran los que se comían el Reino crudo.

Nueva gente se encontraba en las oficinas, en los Consejos, en Palacio, y los ministros variaban a menudo; que no es la inconstancia don peculiar de los poderes constitucionales. En seis años vi bajar y subir tantos, que casi se pierde la cuenta de ellos. Ceballos se hundió en Octubre de 1816. D. Tomás Moyano había desaparecido también del escenario, cayendo en la oscuridad, de donde jamás volvió a salir, quedando tan sólo, cual muestra de su paternal administración, los mil y un parientes que en su breve poltronazgo sacó de la miseria y soledad del campo; D. Francisco Eguía también dejó por algún tiempo al ejército huérfano de su protección. Hubo un divertido minueto de señores ministros de la Guerra durante corto plazo, porque a Eguía sucedió Ballesteros, a Ballesteros el marqués de Campo Sagrado, y al marqués de Campo Sagrado otra vez el Sr. Eguía, sin cuya coleta parecía no poder existir la atribulada Nación. La Marina había perdido a Cisneros, y era gobernada por Figueroa. Desgraciada andaba la marina en aquellos tiempos, pues para que su orfandad fuera completa, también perdió en Abril de 1817 a aquel imponderable terror de los mares, el Infante D. Antonio Pascual, de quien dijo el poeta:

   ¡Neptuno, Tetis, Céfiro y Favonio,
Eterno mostrarán llanto abundante,
Pues falleció el Infante D. Antonio!!!

Así terminaba el soneto que al triste suceso dedicó D. Diego Rabadán, el primero de los poetas de aquel tiempo, Rioja de los líricos y Herrera de los heroicos, hombre de esclarecido ingenio, gloria de su época, y al cual la envidiosa posteridad ha tratado injustamente, equiparándolo al D. Hermógenes de Moratín... ¡Como si no fuera la mejor pieza del mundo aquel célebre soneto en que, para decir que D. Antonio había muerto de pulmonía, se manifestaba que el cierzo quiso dar testimonio de su aridez,

arruinando a la España su Almirante!

No puede darse imagen más hermosa ni entonación más robusta que la de aquel comienzo:

   Ya vencidos de Acuario los rigores
que aprisionan a líquidos cristales...

Pero llevado de mi afición a la poesía y a los buenos poetas de mi tiempo, me he apartado de lo que estaba tratando, y era, si no recuerdo mal, los cambios de ministros. D. Felipe González Vallejo, a quien pusimos en Hacienda, salió como había entrado, es decir, que se lo llevó un viento cortesano, y el pobrecito con ser tan inocentón y tan para poco, no se libró del destierro. Entonces era común que a todos los caídos les recetaran un paseo higiénico para recobrar las fuerzas gastadas en el servicio de la patria. Sucediole Ibarra, luego López Araujo, que apenas sabía leer y escribir, y al fin entró el célebre D. Martín Garay, que más que hombre era una escuela, pues trajo al Ministerio todo un plan e idea completa para reformar la Hacienda pública, tarea equivalente a beberse el mar o a ponerse por montera el Moncayo. Gozaba aquel señor de mucha fama, que aún conserva su nombre; pero todos los hombres de mi tiempo, desde el Rey y los ministros y el clero hasta el último zascandil, se pusieron en contra suya, y tuvo que salir del Ministerio y marcharse con la música y el sistema a otra parte. Por fortuna no tuvo tiempo de hacer nada de provecho; que si le dejáramos, capaz hubiera sido de volver la Hacienda del revés, elevando los ingresos y mermando los gastos. Su sucesor Imas era un bendito. En Estado, el célebre León Pizarro, amigo y compinche de D. Antonio Ugarte, no duró mucho tiempo, ni tampoco Irujo, que empezó su carrera por paje de bolsa de un consejero y la acabó marqués y millonario. El duque de San Fernando, su sucesor, no fue menos afortunado, porque al principio de la guerra era soldado raso y en 1818 teniente general, duque, grande de España y no sé qué más. En Gracia y Justicia, después del obispo de Michoacán, que fue ministro veinticuatro horas (¡tanto se emprende en término de un día!) entró y duraba aún en la época de mi relación, D. Juan Esteban Lozano de Torres, la gran figura de aquellos tiempos, y no porque la tuviera gallarda ni aun digna de ser vista, sino porque con su hermosura moral tenía cautivados a todos, empezando por el Rey. Había sido Lozano de Torres en su mocedad relojero. No había hecho estudios de ninguna clase, siendo el primero y el único ministro de Gracia y Justicia lego en jurisprudencia. Ni siquiera sabía latín, cosa rara y chocante en aquellos tiempos. La carrera de este benemérito español había sido el comisariato del ejército. ¡Y qué herejías dijeron de él a propósito de la administración del hospital militar de la Isla! Con ser tan fuertes, sin embargo, las especies que acerca del comisario dijo el vulgo, no llegaban, ni con mucho, a lo que decían los enfermos, un atajo de tunantes que ponían el grito en el cielo desde que les faltaba caldo. ¡Qué tal fama de abastecedor y despensero tendría el niño, cuando, destinado a la Intendencia de Castilla la Vieja, no quiso darle posesión el gran Wellington, jefe del ejército aliado! La causa de su elevación a la silla de Gracia y Justicia fue el desmedido y loco amor que a Fernando tenía, el cual era de tal naturaleza que raras veces se presentaba ante Su Majestad sin derramar lágrimas de ternura, y para besarle la real mano hincaba la rodilla en tierra. Había en el alma de Lozano un sentimiento parecido a la dulce fibra del misticismo, que le llevaba a la identificación con el objeto amado, haciéndole partícipe no sólo de las impresiones morales de este, sino también de sus sensaciones físicas. Cuando Fernando estaba enfermo, Lozano de Torres se quejaba de la misma dolencia, y si a Su Majestad le dolía un pie, al punto cojeaba el amigo; tal era la fuerza de simpatía entre los dos. Pero cuando el ministro de Gracia y Justicia desplegaba toda la vehemencia de su alma fervorosa, era cuando la Reina Isabel estaba embarazada. En cierta ocasión mi hombre celebró en San Isidro por su cuenta solemne función religiosa y Manifiesto, que había de durar hasta que Su Majestad saliese de cuidado; y queriendo dar pública muestra de su amor a la Monarquía, hizo en medio de la iglesia tales aspavientos de devoción, golpeándose el pecho y desollándose las rodillas ante el altar, que los fieles no pudieron contener la risa. No quedó sin premio lealtad tan ardiente... ¡pues no faltaba más! Según puede verse en la Gaceta, Fernando VII dio a Lozano de Torres la gran cruz de Carlos III, por haber publicado el embarazo de la Reina. Desde 1815 éramos muy amigos D. Juan Esteban y yo. El pobrecito no recibía recomendación mía sin que al punto la despachase, y en la camarilla partíamos un confite, según éramos de tolerantes y condescendientes el uno con el otro, sin estorbarnos ni quitarnos de la boca el hueso, como hacían algunos, más semejantes a perros hambrientos que a cortesanos hartos. Yo no dejaba de prestarle servicios menudos, a más de los grandes, bien desempeñando ante Su Majestad un papel, entre Lozano y yo convenido, bien llevándole secretitos y noticias, sabiamente pescados al vuelo detrás de una cortina. Conste, ante todo, que yo estaba cesante desde el verano, pues una cuestión de delicadeza (yo siempre fui muy delicado), obligome a ceder mi plaza a un sobrino del ministro de Estado; pero se me había ofrecido el primer puesto que vacase en el Real Consejo. Como la ambición y el dorado sueño de mi vida eran esta canonjía, la esperaba con viva ansiedad. ¡Crítico y solemne momento! A fines de Octubre estaba vacante una de las canonjías del Consejo. Yo tenía derecho a esperar que se cumpliría la oferta, no sólo por mis méritos personales, que eran muchos, dicho sea sin modestia, sino porque en repetidas ocasiones y por mediaciones de ambos sexos, me había prometido la plaza Su Majestad. Verdad es que las promesas de Fernando eran como los cien pájaros volando del viejo refrán; ¡pero tenía yo tantos amigos! Como el viajero que después de larga travesía divisa la ansiada orilla, así estaba yo cuando divisé la tal vacante. No cabía en mi pellejo de puro angustiado, inquieto y caviloso. Estudiaba hasta las más insignificantes palabras de los íntimos de Fernando; atendía a los gestos y a las miradas, porque no había accidente alguno en que no viese esperanzas de obtener mi prebenda. Andaba tan desasosegado que apenas comía. ¡Ay!, si hubieran provisto la vacante en individuo distinto del que está dentro de esta casaca, me habría muerto de pena... Y verdaderamente, había motivos para que no estuviese tranquilo, por ser España la tierra de la injusticia y de la ingratitud. ¿El sin par Colón no murió en el olvido? ¿No acabó sus días Hernán-Cortés oscurecido en una aldea? ¿Y qué diré de Cervantes?... ¡Vive Dios, que si no me daban la plaza, yo había de hacer algo sonado; Rey y cortesanos y ministros se habían de acordar de mí! Pero últimamente yo tenía en la corte el favor a que me hacían acreedor mis servicios y adhesión al Monarca. Tocome a mí también un poco de aquel hálito de desgracia que a tantos había matado y aunque no me persiguieron ni me desterraron, hallábame en situación bastante equívoca, ni elevado ni caído, lejos de Palacio, a pesar de que Su Majestad me enviaba hipócritas recadillos. Yo no podía tragar al Sr. Ramírez de Arellano, ni este me tragaba a mí. Supe que se hacían esfuerzos para desprestigiarme; pero como yo tenía tantos amigos, como conservaba excelentes relaciones con los hombres más eminentes, no sólo esperaba defenderme de los que me querían empujar hacia abajo, sino también recobrar el terreno perdido. Alagón, Ugarte, D. Buenaventura, Imas, Villela, San Fernando, Lozano de Torres, me tenían en gran aprecio y me halagaban con fastuosas promesas. Yo no descansaba. Comprendiendo, como groseramente dice el refrán, que el que no llora no mama, vivía sobre un pie, de visita en visita, de conferencia en conferencia, de lamento en lamento, pidiendo a todos, ya en desnudas ya en artificiosas razones; exponiendo mis méritos, como se exponían entonces; desacreditando a todo el que estuviese en olor de candidato; trabajando a lo topo y a lo castor, en la oscuridad y a la luz del día; armando muchos enredillos y ganando voluntades y levantando polvaredas de intriga y humaredas de adulación; en fin, practicando todo lo que un hombre listo practicaba entonces y practica hoy en circunstancias análogas, que estas viejas mañas son de hoy como ayer, y primero faltarán garbanzos que Pipaones en España. Oí decir un día que la vacante se proveería al siguiente. Corrí a ver al Sr. Lozano en su despacho del ministerio, y cuando me vio puso cara agridulce, como de quien sonríe para disimular disgusto. Temblando aguardé mi sentencia. Lozano de Torres era pequeño y cari-fruncido, con un airoso moñito de pelo rubio sobre la frente, graciosamente arremolinado. Iba ya para viejo; sus movimientos eran tardos, sus pasos meditados, y al andar, colocaba en el suelo con una especie de estudio el blando pie, calzado con zapato de paño. Poníase ordinariamente muy serio, queriendo de este modo tomar la máscara de los hombres de saber; pero con los amigos de confianza, y cuando no se trataban asuntos graves del ramo, era francote y risueño, mostrando a las claras su alma sencilla y su rústico entendimiento. Tan declaradamente manifestaba su índole al hablar, que sólo le faltaba decir: «¡Dios mío, cuán bobo soy!». Hízome sentar a su lado; ofreciome un polvo, que rehusé; diome después un cigarrillo, y tras un par de toses, habló de esta manera: -Querido Pipaón, anoche me habló largamente de usted Su Majestad. Conviene en la precisión de dar a usted un puesto correspondiente a sus dilatados... a sus dilatados servicios. -En efecto -repuse-; la última vez que tuve el honor de entrar en la cámara real Su Majestad me dijo que la plaza vacante del Consejo Real sería para mí. El ministro cerró fuertemente un ojo, torciendo con extraño mohín la boca. -¿La vacante del Consejo?... -balbuceó-. Sí... en efecto; yo mismo prometí a usted... Si de mí solo dependiese; pero... -¿Pero qué... pero qué? -dije remedando la perplejidad de Lozano-. ¿Es esto formal? ¿Se puede decir hoy una cosa y mañana otra? Si se me cree indigno de formar parte de una corporación en la cual han entrado peluqueros, boticarios y mozos de caballerizas, díganlo de una vez... ¿Por ventura la he pretendido yo? -No, ya sé que es usted modesto. -Yo no he pedido la plaza... han venido a ofrecérmela, empezando por el Rey; me han estado pinchando mucho tiempo; me han sacado de mis casillas... Si yo no quiero ser consejero, si no quiero figurar... Por todo el oro del mundo no sacrificaría mi dignidad en cambio de una posición. -Vaya, Sr. de Pipaón, no se amosque por tan poca cosa -dijo el buen Torres-. ¿Por qué no espera usted ocasión más favorable? Siendo usted quien es, no tardará en ser consejero. Pronto habrá más vacantes. Aguarde usted unos meses... Su Majestad la Reina Doña Amalia estará embarazada bien pronto. Cuando venga lo que ha de venir, se repartirán muchas mercedes, sobre todo si es Príncipe... -Señor Ministro -repuse, sin poder contener mi sofocación-; se han burlado ustedes de mí. Esto no se hace con un hombre que ha prestado tantos y tan difíciles servicios al Reino, al Rey, a los amigos, a usted mismo. -Es verdad, por eso dije que anoche acordamos darle a usted una recompensa magnífica -afirmó su excelencia melifluamente. -¿Cuál? -Puede usted escoger. La Superintendencia de la Moneda en Méjico, la... -¿Indias, Sr. Lozano? -exclamé con el mayor desdén-. Ya sabe usted que no me gusta viajar por mar. Puesto que se me trata de ese modo, renunciaré a servir en la Administración. Para ir a América y labrarme en cinco años una fortuna, no necesito que el Gobierno me dé un destino con visos de destierro. -Entonces, amiguito... Debo advertirle que Su Majestad fue quien manifestó deseos de que marchase usted a América. -Es raro -respondí-. La última vez que nos vimos, Su Majestad no me dio un canastillo de cerezas como a Campo Sagrado, ni un mazo de cigarros como a Villamil. Yo no pretendí la plaza de consejero; yo no la quería; yo no di paso alguno para que se me diera; pero me la ofrecieron: se ha dicho que yo iba a entrar en el Consejo; he recibido ya las felicitaciones y aun algunos regalos anticipados como previa acción de gracias por beneficios que no he hecho todavía... por consiguiente, si ahora salimos con que no hay nada, mi situación no puede ser más grotesca. Mi dignidad, mi honor, indúcenme a no admitir otro destino que el de Consejero. -Pues hijo -repuso Lozano, dando un suspiro-. Lo que es eso... La vacante está ya provista. Y me alargó un papel que tomó de la próxima mesa.