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La segunda parte de Lazarillo de Tormes/XIV

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Capítulo XIV

Cómo el rey y Licio determinaron de casar a Lázaro con la linda Luna, y se hizo el casamiento.


Pues tornando a nuestro negocio, y siendo passado el luto y tristeza que todos tuvimos por la muerte de Melo, el rey mandó con gran diligencia se entendiesse en rehacer el número de los armados y en buscar armas donde se hallassen, y assí se hizo.

En este tiempo, pareció a su alteza ser bien casarme, y comunicólo con el buen Licio, al cual dio el cargo del negocio, y él se quisiera eximir dello, según que dél supe, mas por complacer al rey no osó hacer otra cosa. Y díxomelo con alguna vergüenza, diciendo que él veía yo merecer más honra, según la mucha mía, mas que el rey le había mandado expressamente que él fuesse el casamentero. Finalmente, dan la ya no tan hermosa ni tan entera Luna por mía. «En dicha me cabe -dixe entre mí-; para jugador de pelota no valdría un clavo, pues maldito el voleo alcanço, sino de segundo bote, y aun plega a Dios no sea de más; con todo, a subir acierto: razón es de arcipreste a rey haber salto». Al fin lo hice, y mis bodas fueron hechas con tantas fiestas como se hicieran a un príncipe, con un vizcondado que con ella el rey me dio, que a tenerlo en tierra me valiera harto más que en la mar. Al fin, del extremo atún, subí mi nombre a su señoría, a pesar de gallegos.

Desta manera se estaba mi señoría triunfando la vida, y con mi buena y nueva Luna muy bien casado, y muy mejor con mi rey, y no descuidándome de su servicio, pensando siempre cómo le daría placer y provecho, pues le debía tanto; y con esto, en ningún tiempo y lugar lo veía que no se lo alegasse, fuesse como fuesse, y diesse do diesse, guardándome mucho de no decirle cosa que le diesse pena y enojo, teniendo siempre ante mis ojos lo poco que privan ni valen con señores los que dicen las verdades. Acordéme del tratamiento que Alexandro hizo al filósofo Calístenes por se las decir, y con esto nada me sucedía mal. Tenía a grandes y pequeños tan so mano, que en tanto tenían mi amistad como la del rey.

En este tiempo, pareciéndome conformar el estado del mar con el de la tierra, di aviso al rey diciéndole sería bien, pues tiene el trabajo, que tuviesse el provecho, y era que hasta entonces la corona real no tenía otras rentas sino solamente de treinta partes la una de todo lo que se vendía; y cuando tenía guerra justa y conveniente a su reino, dábanle los peces necessarios para ella, y pagábanselos; y solos diez pescados para su plato cada día. Yo le impuse en que le pechassen todos cada uno un tanto y que fuessen los derechos como en la tierra, y que le diessen para su plato cincuenta peces cada día. Puse más: que cualquiera de sus súbditos que se pusiesse don sin venirle por línea derecha, pagasse un tanto a su alteza; y este capítulo me parece fue muy conveniente, porque es tanta la desvergüença de los pescados, que buenos y ruines, baxos y altos, todos dones: don acá y don acullá, doña nada y doña nonada. Hice esto acordándome del buen comedimiento de las mujeres de mi tierra, que ya que alguna caiga por desdicha en este mal latín, o será hija de mesonero honrado o de escudero, o casó con hombre que llaman su merced, y otras desta calidad que ya que pongan el dicho don, están fuera de necessidad; mas en el mar no hay hija de abacera que si casasse con quien no sea oficial, no presuma, dende a ocho días, poner un don a la cola, como si aquel don les quitasse ser hijas de personas no honestas y que no lo tenían; y que no lo tener muchas dellas, serían, por ventura, en más tenidas, porque no darían causa que les desenterrassen sus padres y traigan a la memoria lo olvidado; y sus vecinos no tratarían ni reirían dellas, ni de su merced, que se lo consiente poner; y a ellas de suyo sabemos no ser maciças. Mas en esto ellos se muestran más bravos y livianos. Pareció bien al rey rentándole harto, aunque de allí adelante, como costaba dineros, pocos dones se hallaban.

Destas y de otras cosillas, y nuevas imposiciones más provechosas al rey que al reino, avisé yo. El rey, con verme tan solícito en su servicio, tampoco era perezoso en las mercedes, antes eran muy contentas y largas. Aprovechéme en este tiempo de mi pobre escudero de Toledo, o por mejor decir, de sus sagaces dichos, cuando se me quexaba no hallar un señor de título con quien estar, y que si lo hallara le supiera bien granjear, y decía allí el cómo, del cual yo usé, y fue para mí muy provechoso, especialmente un capítulo della que fue muy avisado en no decir al rey cosa con que le pesasse, aunque mucho le cumpliesse andar a su favor, tratar bien y mostrar favor a los que él tenía buena voluntad, aunque no lo mereciessen; y, por el contrario, a los que no la tenía buena, tratándolos mal, y decir dellos males, aunque en ellos no cuplessen, no yéndoles a la mano a lo que quisiessen hacer, aunque no fuesse bueno. Acordéme del dicho Calístenes, que por decir verdades a su amo Alexandro, le mandó dar cruelíssima muerte, aunque ésta debría tenerse por vida, siendo tan justa la causa: ya no se usa sino vivir, sea como quiera, de manera que yo me arrimaba cuanto podía a este parecer, y desta suerte cayóse la çopa en la miel y mi casa se henchía de riqueza; mas aunque yo era pece, tenía el ser y entendimiento de hombre, y la maldita codicia que tanto en los hombres reina, porque un animal dándole su cumplimiento de lo que su natural pide no dessea más ni lo busca. No dará el gallo nada por cuantas perlas nacen en oriente, si está satisfecho de grano; ni el buey por cuanto oro nace en las Indias, si está harto de yerba, y assí todos los demás animales; sólo el bestial apetito del hombre no se contenta ni harta, mayormente si está acompañado de codicia. Dígolo porque con toda mi riqueza y tener, porque apenas se hallaba rey en el mar que más y mejores cosas tuviesse, fui aguijonado de la codicia hambrienta, y no con lícito trato: con esto hice armada para que fuesse a los golfos del León y del Yerro, y a otros despaché a los bancos de Flandes, do se perdían naos de gentes, y a los lugares do había habido batallas, do me truxeron grande cantidad de oro, que en sólo doblones pienso me truxeron más de quinientos mil.

Reíase mucho el rey de que me veía holgar y revolcar sobre aquellos doblones, y preguntábame que para qué era aquella nonada, pues ni era para comer ni traer. Dixe yo entre mí: «Si tú lo conociesses como yo, no preguntarías esso». Respondíale que los quería para contadores, y con esto se satisfacía. Y después que a la tierra vine, como adelante diré, maldito aquel de mis ojos pude ver, y es que todos los que había me los truxeron allí en el mar y assí acá no anda ya ninguno; y si los hay débenlo tener en otro tan hondo y escondido lugar.

Harto yo desseaba, si ser pudiera, hallar una nao que cargara dellos, aunque le diera la mitad de mi parte al que me los diera a la mi Elvira en Toledo, para con que casar a la mi niña con alguno, que bien seguro estaba haber hartos que no me la desecharan por ser hija de pregonero; y con esta gana salí dos o tres veces tras naos que venían de levante, dándoles gritos sobre el agua que esperassen, pensando me entenderían y imaginarían, y aunque no fuessen fieles mensajeros en llevar el tesoro o parte dél a Toledo, con que lo aprovechassen hombres me contentaba por el amor que yo tenía a la humana naturaleza; mas luego que los llamaba o me veían, me arrojaban arpones o dardos para me matar, y con esto tornábame a mi menester y baxaba a ver mi casa. Otras veces desseaba que Toledo fuera puerto de mar para podelle henchir de riquezas, porque no fuera menos de haber mi mujer y hija alguna parte. Y con estos y otros desseos y pensamientos passaba mi vida.