La segunda parte de Lazarillo de Tormes/XVIII
Capítulo XVIII
Estando ya algún tanto a mi placer, muy bien vestido y muy bien tratado, quíseme salir de allí do estaba por ver a España y solearme un poco, pues estaba harto del sombrío del agua. Determinando a dó iría, vine a dar comigo en Salamanca, a donde, según dicen, tienen las ciencias su alojamiento. Y era lo que había muchas veces desseado por probar de engañar alguno de aquellos abades o mantilargos que se llaman hombres de licencia. Y como la villa está llena destos, el olor también se siente de lexos, aunque de sus noches Dios guarde mi casa. Fuime luego a passear por la villa y, avezado de la mar, maravillábame de lo que allí veía, y bien era algo más de lo que tenía oído.
Quiero contar una cosa que allí me aconteció yendo por una calle de las más principales. Venía un hombre a caballo en un asno, y como era guiñoso y debía estar cansado, no podía caminar adelante, ni aun volver atrás sino con gran trabajo. Comiença el hombre a dar sus gritos: «¡Arre acá, señor bachiller!» Con esto no me moví yo, aunque pensé en volverme, pero entendiendo él que con más honrado nombre se movería más presto, comiença de decir: «¡Arre acá, señor licenciado! ¡Arre con todos los diablos!», y dale con un agujón que traía. Veríades entonces echar coces atrás y adelante, y el licenciado a una parte y el caballero a otra: nunca vi en mi vida, ni en el señorío de la mar ni en el de la tierra, licenciado de tal calidad que tanto lugar le hiciessen todos, ni que tanta gente saliesse por verlo. Conocí entonces que debía ser de los criados con alguno de nombre, y que se hacían también de honrar con sus nombres, como yo me había hecho por mi valer y fuerças en la mar entre los atunes. Pero todavía los tuve en más que a mí, porque aunque me hicieron señoría, no me dieron licencia a más de la que yo de mí, por mi esfuerço, entre ellos me tomaba. Y cierto, señor, que he yo passado algún tiempo que quisiera ser mucho más el licenciado asno, que Lázaro de Tormes.
De aquí vine siguiendo el ruido a dar en un colegio, a donde vi tantos estudiantes y oí tantas voces, que no había ninguno que no quedasse más cansado de gritar que de saber. Y entre muchos otros que conocí (aunque a mí ninguno dellos) quiso Dios que hallé un amigo mío de los de Toledo, conocido del buen tiempo, el cual servía a dos señores, como el que arriba movió el ruido, y aunque eran de los mayores del colegio. Y como era criado de consejo y de mesa, habló con sus amos de mí de tal manera, que me valió una comida y algo más. Es verdad que fue a uso de colegio: comida poca, y de poco, mal guisado y peor servido, pero maldito sea el huesso quedó sin quebrar.
Hablamos de muchas cosas estando comiendo, y replicaba yo de tal manera con ellos, que bien conocieron ambos haber yo alcançado más por mi experiencia que ellos por su saber. Contéles algo de lo que había a Lázaro acontecido y con tales palabras que, cierto, todos se preguntaban adónde había estudiado, en Francia o en Flandes o en Italia, y aun si Dios me dexara acordar alguna palabra en latín yo los espantara. Tomé la mano en el hablar por no darles ocasión de preguntar algo que me pusiessen en confusión. Todavía ellos, pensando que yo era mucho más de lo que por entonces habían de mí conocido, determinaron de hacerme defender unas conclusiones, pero, pues sabía que en aquellas escuelas todos eran romancistas y que yo lo era tal que me podía mostrar sin vergüença a todos, no lo rehusé, porque quien se vale entre atunes, que no juegan sino de hocico, bien se valdría entre los que no juegan sino de lengua.
El día fue el siguiente, y para ver el espectáculo fue convidada toda la universidad. Viera vuestra merced a Lázaro en la mayor honra de la ciudad, entre tantos doctores, licenciados y bachilleres, que, por cierto, con el diezmo se podrían talar cuantos campos hay en toda España, y con las primicias se ternía el mundo por contento; viera tantas colores de vestir, tantos grados en el sentar, que no se tenía cuenta con el hombre, sino según tenía el nombre.
Antes de parecer yo en medio, quisiéronme vestir según era la usança dellos, pero Lázaro no quiso, porque, pues era estranjero y no había professado en aquella universidad, no se debían maravillar, sino juzgar más según la doctrina (pues que tal era esta), que no según el hábito, aunque fuesse desacostumbrado. Vi a todos entonces con tanta gravedad y tanta manera que, si digo la verdad, puedo decir que tenía más miedo que vergüença, o más vergüença que miedo, no se burlassen de mí. Puesto Lázaro en su lugar (y cual estudiante yo), viendo mi presencia doctoral, y que también sabía tener mi gravedad como todos ellos, quiso el rector ser el primero que comigo argumentasse, cosa desacostumbrada entre ellos. Assí me propuso una cuestión harto difícil y mala, pidiéndome le dixesse cuántos toneles de agua había en el mar; pero yo, como hombre que había estudiado y salido poco había de allá, súpele responder muy bien diciendo que hiciesse detener todas las aguas en uno y que yo lo mesuraría muy presto, y le daría dello razón muy buena. Oída mi respuesta tan breve y tan sin rodeos, que mal año para el mejor la diera tal, viéndose en trabajo, pensando ponerme, y viendo serle impossible hacer aquello, dexóme el cargo de mesurarla a mí, y que después yo se lo dixesse.
Avergonçado el rector con mi respuesta, échame otro argumento, pensando que me sobraba a mí el saber o la ventura, y que como había dado resolución en la primera, assí la diera en la segunda. Pídeme que le dixesse quántos días habían passado desde que Adán fue criado hasta aquella hora, como si yo hubiera estado siempre en el mundo contándolos con una péndola en la mano pues, a buena fe, que de los míos no se me acordaban, sino que un tiempo fui moço de un clérigo y otro de un ciego y otras cosas tales, de las cuales era mayor contador que no de días. Pero todavía le respondí diciendo que no más de siete, porque cuando estos son acabados otros siete vienen siguiendo de nuevo, y que assí había sido hasta allí y sería también hasta la fin del mundo. Viera Vuestra Merced a Lázaro entonces ya muy doctor entre los doctores, y muy maestro entre los de licencia.
Pero a las tres va la vencida, pues de las dos había tan bien salido, pensó el señor rector que en la tercera yo me enlodara, aunque Dios sabe que tal estaba el ánimo de Lázaro en este tiempo, no porque no mostrasse mucha gravedad, pero el coraçón tenía tamañito. Díxome el rector que satisficiesse a la tercera demanda; yo muy prompto respondí que no sólo a la tercera, pero hasta el otro día se podía detener. Pidióme que a dó estaba el fin del mundo. «¿Qué filosofías son éstas?, dixe yo entre mí. ¿Pues cómo no habiéndolo yo andado todo, cómo puedo responder? Si me pidiera el fin del agua, algo mejor se lo dixera». Todavía le respondí a su argumento que era aquel auditorio a do estábamos, y que manifiestamente hallaría ser assí lo que yo decía si lo mesuraba, y cuando no fuesse verdad, que me tuviesse por indigno de entrar en Colegio.
Viéndose corrido por mis respuestas, y que siempre pensando dar buen xaque, recebía mal mate, échame la cuarta cuestión muy entonado, preguntando que cuánto había de la tierra hasta el cielo. Viera Vuestra Merced mi gargajear a mis tiempos con mucha manera, y con ello no sabía qué responderle, porque muy bien podía él saber que no había hecho yo aún tal camino. Si me pidiera la orden de vida que guardan los atunes y en qué lengua hablan, yo le diera mejor razón; pero no callé con todo, antes respondí que muy cerca estaba el cielo de la tierra, porque los cantos de aquí se oyen allá, por baxo que hombre cante o hable, y que si no me quisiesse creer, se subiesse él al cielo y yo cantaría con muy baxa voz, y que si no me oía me condenasse por necio.
Prometo a Vuestra Merced que hubo de callar el bueno del rector y dexar lo demás para los otros; pero, cuando le vieron como corrido, no hubo quien osasse ponerse en ello, antes todos callaron y dieron por muy excelentes mis respuestas. Nunca me vi entre los hombres tan honrado, ni tan «señor acá, y señor acullá». La honra de Lázaro de día en día iba acrecentando; en parte la agradesco a las ropas que me dio el buen duque, que si no fuera por ellas, no hicieran más caso de mí aquellos diablos de haldilargos, que hacía yo de los atunes, aunque dissimulaba. Todos venían para mí: unos, dándome el parabién de mis respuestas; otros, holgándose de verme y oírme hablar. Habiendo visto mi habilidad tan grande, el nombre de Lázaro estaba en la boca de todos, y iba por toda la ciudad con mayor zumbido que entre los atunes.
Mis convidados quisiéronme llevar a cenar con ellos, y yo también quise ir, aunque rehusé, según la usança de allá, a la primera, fingiendo ser por otros convidado. Cenamos, no quiero decir qué, porque fue cena de licencias aquella, aunque bien vi que la cena se aparejó a trueco de libros, y assí fue tan noble.
Después de haber cenado, y quitados los manteles de la mesa, tuvimos por colación unos naipes, que suelen ser allá cotidianos, y cierto que en aquello algo más docto estaba yo, que no en las disputas del rector. Y salieron, en fin, dineros a la mesa, como quiera que ello fuesse. Ellos, como muy diestros en aquella arte, sabían hacer mil traspantojos, que a ser otro, dexara cierto el pellejo, porque al medio mal me iba, pero a la fin les traté tan bien, que ellos pagaron por todos, y demás de la cena embolsé mis cincuenta reales de ganancia en la bolsa. ¡Tomaos, pues, con aquel que entre los atunes había sido señoría! De Lázaro se guardarán siempre. Y por despedirme dellos les quisiera hablar algo en lengua atunesa, sino que no me entendieran. Después, temiendo no me pusiessen en vergüença, porque no les faltara ocasión, partime de allí, pensando que no todavía puede suceder bien.
Assí determiné volverme, dándome verdes con mis cincuenta reales ganados, y aun algo más, que por honra dellos al presente callo. Y llegué a mi casa a donde lo hallé todo muy bien, aunque con gran falta de dinero. Aquí me vinieron los pensamientos de aquellos doblones que se desaparecieron en el mar, y cierto que me entristecí, y pensé entre mí que si supiera me había de suceder tan bien como en Salamanca, pusiera escuela en Toledo, porque cuando no fuera sino por aprender la lengua atunesa, no hubiera quien no quisiera estudiar. Después, pensándolo mejor, vi que no era cosa de ganancia, porque no aprovechaba algo. Assí, dexé mis pensamientos atrás, aunque bien quisiera quedar en una tan noble ciudad con fama de fundador de universidad muy celebrado, y de inventor de nueva lengua nunca sabida en el mundo entre los hombres.
Esto es lo sucedido después de la ida de Argel. Lo demás, con el tiempo, lo sabrá Vuestra Merced, quedando muy a su servicio Lázaro de Tormes.