La soga arrastra
La soga arrastra
[editar]El pueblo tiene algunas supersticiones que los hechos se encargan de justificar. Dice el crédulo pueblo que un asesino no escapa de dar en manos de la justicia siempre que la víctima no haya caído de bruces, y es del pueblo también esta frase: lo arrastró la soga, aplicada a los criminales que, a la larga, llegan a expiar su delito.
A propósito de tal frase, lean ustedes el siguiente verídico relato de un suceso casi contemporáneo.
En 1842 la guerra civil traía al Perú más revuelto que casa de solterón, más enredado que madeja de hilo en poder de un falderillo, y más perdido que conciencia de judío cambista.
El general D. Juan Crisóstomo Torrico, representante del partido liberal, había echado la zancadilla a D. Manuel Menéndez, que en su carácter de presidente del Consejo de Estado, era, conforme a la Constitución, el llamado a regir los destinos de la patria, por gloriosa muerte en la batalla de Ingavi del generalísimo D. Agustín Gamarra. D. Manuel Menéndez el Chancaquero, como lo llamaba el pueblo, era un entendido y rico agricultor, un magnífico paterfamilias, un bonus vir en la extensión de la palabra. En política no veía más allá de sus narices, y la situación era harto obscura para ser regidos por miope.
En el Sur, el general D. Francisco Vidal, vicepresidente del Consejo de Estado, era para los conservadores, principistas o constitucionales, el representante de la autoridad legítima, y toda la gente doctrinaria se afilió bajo su bandera.
Ambos caudillos eran prestigiosos.
Torrico, por su ilustración y cultura, y hasta por razones de provincialismo, era el ídolo de la juventud limeña, a la que también pertenecía, pues aún no alcanzaba a contar treinta y seis años. La causa de Torrico simbolizaba para la juventud fantástica, soñadora, impetuosa y novelera, el aniquilamiento del pasado y las halagüeñas promesas del porvenir.
Vidal tenía en su favor antecedentes heroicos en la guerra de la independencia. Quien conocerlos quiera, échese a leer las memorias de Lord Cochrane, y hallará que el noble conde de Dundonald, tan avaro para encomiar a sus subalternos, es pródigo en elogiar la bravura del alférez Vidal.
Pero ahí verán ustedes lo que son las contradicciones de la naturaleza humana, y una prueba palmaria de que la heroicidad depende del estado de los nervios, es decir, del maldito cuarto de hora. En la batalla de Agua Santa, si hizo fiasco el porvenir, no menor fiasco hizo el pasado. Ni Torrico, el bravo del combate de Matucana, ni Vidal, el denodado asaltador de fortalezas, estuvieron como valientes a la altura de su fama. Aquel día no se sintieron con humor de hacer proezas. ¡Pícaros nervios! Torrico se dio por derrotado, sin saber cómo ni por quién, y Vidal casi fusila al emisario que a doce leguas del campo le dio noticia de la victoria. Apenas rotos los fuegos, ambos caudillos espolearon sus caballos para no oler el humo de la pólvora. El pueblo los bautizó con los nombres de Vapor del Sur y Vapor del Norte.
Pero no es historia de la guerra civil lo que me he propuesto escribir, sino extractar un proceso. No hace, pues, falta este capítulo, que servirá sólo para refrescar los recuerdos del lector. Pico punto.
Acantonados en Jauja se hallaban en 1842 los batallones «Pichincha» y «6º. de línea».
Muchos argentinos, de los que emigraron al Perú huyendo de la tiranía de Rosas, y no pocos de los chilenos que después de la batalla de Yungay se quedaron en Lima, aficionados a la sopa boba, que en nada se parece al sistema de látigo bobo implantado por D. Diego Portales, tomaron partido en favor del elegante y simpático general Torrico.
El general D. Juan Crisóstomo Torrico
Entre los oficiales del Pichincha se hallaba el teniente Ontaneda, hijo del mismo Chile (Santiago). Comisionado un día para llevar pliegos de importancia al coronel del batallón «Mecapaca», acantonado en Concepción, diéronle para que le sirviese de guía en el camino un pobre indio, vecino de esos andurriales.
Quiso la mala suerte de éste que tuviera que pasar a inmediaciones de su choza, y que su mujer le saliera al encuentro para darle coca, maíz tostado u otro tente en pie. Ontaneda, viendo que el guía se apartaba de la ruta para platicar con su costilla, púsose más furioso que un tigre, desenvainó la espada y atravesó con ella al infeliz. La mujer empezó a clamorear sin consuelo; y el teniente, a quien fastidiaban jeremiadas, envainó también en el cuerpo de ella la espada, tinta con la sangre del marido.
El doble asesinato tuvo por testigos acudieron a muchos indios vecinos que pusieron el grito en el cielo y acudieron a las autoridades. Éstas, para calmar la justa indignación popular, sometieron a juicio al cobarde asesino, y mientras se proseguía, el reo pasó arrestado al cuartel del batallón «6º. de línea».
La causa marchaba con pies de plomo. Entretanto, habiendo escasez de oficiales en el batallón, consiguió Ontaneda que en em calidad de supernumerario o agregado se le habilitase para hacer servicio en el cuartel.
En aquellos tiempos de anarquía y desbarajuste confiaba Ontaneda en que, días más, días menos, cambiaría el cuerpo de Cantón, y se echaría tierra sobre el proceso antes de que éste llegara a estado de sentencia. «Y quién sabe -pensaba para sí-, que de menos nos hizo Dios, si soplándome un poquito la fortuna, concluyo la campana con charreteras de coronel, y entonces ¿qué juez me tose ni qué escribano me notifica?»
El ejército de Vidal, bajo las órdenes del general La-Fuente, avanzaba en busca del de Torrico; y éste, preparándose para abrir campaña y salir al encuentro del enemigo, recorría el departamento de Junín, donde estaban escalonados algunos batallones.
Una noche alojose Torrico en casa del cura de Concepción, y allí se le presentó el teniente Ontaneda.
-¿Qué dice el señor oficial? -le preguntó Torrico, que era un jefe que trataba a los subalternos con llaneza y cortesía.
-Digo, excelentísimo señor, que hace dos meses que estoy prestando mis servicios como supernumerario en el «6º. de línea», y que, habiendo en él vacante, desearía ser destinado en plaza efectiva.
-Me parece justo y no veo inconveniente -contestó con afabilidad el general-. Pero ¿cómo ha ido usted a ser supernumerario en ese cuerpo, y habiendo vacante no lo ha propuesto su coronel?
-Le diré a vuecencia -respondió tartamudeando el pretendiente-. Yo fui al cuartel en condición de preso... por una calumnia, señor... por una calumnia... A nadie le faltan malquerientes..., y ni un santo está libre de verse envuelto en papel sellado...
-¡Ah! -le interrumpió Torrico-. Esos son otros cantares, mi teniente. Vaya usted tranquilo, que todo se arreglará.
Apenas se retiró Ontaneda cuando Torrico se informó minuciosamente de la alevosía del oficial, y supo que, aunque la causa estaba concluida, el juez no había creído conveniente todavía notificar la sentencia.
-Que se me presente ahora mismo el juez con el cartapacio -ordenó el general; y pocas horas después juez, escribano y autos estaban ante la autoridad suprema. Torrico se hizo leer las principales piezas del proceso.
-¿Y la sentencia? -preguntó.
-Escúchela vuecencia... «Fallo que debo condenar y condeno a que sea pasado por las armas...»
-¡Basta! -interrumpió el mandatario-. Pluma y tintero.
Y el general D. Juan Crisóstomo Torrico puso de su puño y letra, al pie del justificado fallo: Cúmplase seis horas después de puesto en capilla el reo, y estampó su rúbrica.
Era la del alba cuando entraba en Jauja uno de los ayudantes del general Torrico conduciendo un pliego para el coronel D. Pablo Salaverry, que aún no se había levantado de la cama. Éste, después de leerlo, hizo llamar al capitán del cuartel y le dijo lacónicamente:
-Ponga usted en capilla al oficial arrestado y fusílelo, a las once de la mañana, en la puerta del cuartel.
El general D. Francisco J. Vidal
Era el caso que ya nadie se acordaba de que Ontaneda estaba en el batallón en condición de preso, pues no sólo prestaba servicio militar, sino que tenía puerta franca. Entretanto en el cuarto de banderas llevaba ya algunas horas de arresto el teniente Romero, por el venialísimo pecado de ser incorregible jugador.
El capitán de guardia se le acercó y le dijo, después de despertarlo:
-Lo siento, hermano, pero el que manda manda.
-Y ¿a qué viene ese preámbulo? -preguntó el teniente dando un bostezo de a cuarta.
-Viene a que tengo orden de ponerte en capilla.
¡Jesucristo! -exclamó Romero desplomándose sobre la almohada.
No era el lance para menos. Estar en lo mejor del sueño y ser despertado para recibir a quemarropa tan terrible escopetazo... se lo doy al más guapo.
Vuelto, en fin, de la sorpresa y trasladado a la improvisada capilla, donde ya lo esperaba el capellán del cuerpo, preguntó Romero:
-Pero, padre, ¿por qué van a fusilarme?
-No lo sé, hijo. Supongo que será por jugador.
-Pues, padre, seré el primero a quien por eso fusilan en mi tierra. Y sobre todo, si el gobierno quiere hacer un ejemplar, ¿por qué me ha escogido a mí, que soy un jugadorcillo de escaleras abajo, y no ha empezado por algún pájaro gordo? Si de esta escapo, créame su reverencia, no vuelvo en los días de mi vida a jugar ni cascaritas.
El fraile empezaba ya a exhortarlo para que arreglase cuentas con la conciencia, cuando sonaron las nueve de la mañana. El coronel acababa de levantarse e iba a montar a caballo para una excursión a dos leguas de distancia, cuando oyó a su asistente que conversaba con una rabona sobre el próximo fusilamiento del teniente Romero, que era un muchacho muy simpático y querido de sus camaradas y de la tropa.
La casualidad puso al coronel en camino de enmendar la equivocación en que había incurrido el capitán de cuartel, equivocación debida en gran parte, a que cuando comunicó la orden lo hizo con el laconismo del hombre embargado aún por los vapores del sueño.
Sin la charla del asistente, el coronel galopaba por la pampa, daban las once de la mañana, y el teniente Romero iba a ver la cara a Dios que lo crió.
Entretanto, Ontaneda paseaba libremente por el cuartel, compadeciéndose con los demás oficiales del tristísimo fin que esperaba a Romero. No hubo que hacerlo buscar, y dos horas después el asesino purgaba su delito y la vindicta pública quedaba satisfecha.
Y aquí viene a pelo, por vía de moraleja, lo que dice el pueblo: «La soga arrastra».
Si Ontanteda no se hubiera presentado a solicitar colocación efectiva, acaso no habría tenido el general Torrico por qué saber que tal pícaro comía pan, ni impuéstose del proceso, ni por consecuencia de la lectura, ejecutando un acto de estricta justicia y que redundaba en desagravio de la moral militar.
Hasta la equivocación de la capilla pudo salvarlo, pues dispuso de cuatro horas para ponerse en fuga.
Pero está visto, y no tiene vuelta de hoja: la soga arrastra.