La tierra de Alvargonzález (poema)
Apariencia
- Al poeta Juan Ramón Jiménez
I Siendo mozo Alvargonzález, dueño de mediana hacienda, que en otras tierras se dice bienestar y aquí opulencia, en la feria de Berlanga prendóse de una doncella, y la tomó por mujer al año de conocerla. Muy ricas las bodas fueron, y quien las vio las recuerda: sonadas las tornabodas que hizo Alvar en su aldea; hubo gaitas, tamboriles, flauta, bandurria y vihuela, fuegos a la valenciana y danza a la aragonesa. II Feliz vivió Alvargonzález en el amor de su tierra. Naciéronle tres varones, que en el campo son riqueza, y, ya crecidos, los puso, uno a cultivar la huerta, otro a cuidar los merinos, y dio el menor a la Iglesia. III Mucha sangre de Caín tiene la gente labriega, y en el hogar campesino armó la envidia pelea. Casáronse los mayores; tuvo Alvargonzález nueras, que le trajeron cizaña, antes que nietos le dieran. La codicia de los campos ve tras la muerte la herencia; no goza de lo que tiene por ansia de lo que espera. El menor, que a los latines prefería las doncellas hermosas y no gustaba de vestir por la cabeza, colgó la sotana un día y partió a lejanas tierras. La madre lloró, y el padre diole bendición y herencia. IV Alvargonzález ya tiene la adusta frente arrugada; por la barba le platea la sombra azul de la cara. Una mañana de otoño salió solo de su casa; no llevaba sus lebreles, agudos canes de caza; iba triste y pensativo por la alameda dorada; anduvo largo camino y llegó a una fuente clara. Echóse en la tierra, puso sobre una piedra la manta, y a la vera de la fuente durmió al arrullo del agua. El sueño I Y Alvargonzález veía, como Jacob, una escala que iba de la tierra al cielo, y oyó una voz que le hablaba. Mas las hadas hilanderas, entre las vedijas blancas y vellones de oro, han puesto un mechón de negra lana. II Tres niños están jugando a la puerta de su casa; entre los mayores brinca un cuervo de negras alas. La mujer vigila, cose y, a ratos, sonríe y canta. —Hijos, ¿qué hacéis?—les pregunta. Ellos se miran y callan. —Subid al monte, hijos míos, y antes que la noche caiga, con un brazado de estepas hacedme una buena llama. III Sobre el lar de Alvargonzález está la leña apilada; el mayor quiere encenderla, pero no brota la llama. —Padre, la hoguera no prende, está la estepa mojada. Su hermano viene a ayudarle y arroja astillas y ramas sobre los troncos de roble; pero el rescoldo se apaga. Acude el menor y enciende, bajo la negra campana de la cocina, una hoguera que alumbra toda la casa. IV Alvargonzález levanta en brazos al más pequeño y en sus rodillas lo sienta: —Tus manos hacen el fuego; aunque el último naciste, tú eres en mi amor primero. Los dos mayores se alejan por los rincones del sueño. Entre los dos fugitivos reluce un hacha de hierro. Aquella tarde... I Sobre los campos desnudos, la luna llena manchada de un arrebol purpurino, enorme globo, asomaba. Los hijos de Alvargonzález silenciosos caminaban, y han visto al padre dormido junto de la fuente clara. II Tiene el padre entre las cejas un ceño que le aborrasca el rostro, un tachón sombrío como la huella de un hacha. Soñando está con sus hijos, que sus hijos lo apuñalan, y cuando despierta mira que es cierto lo que soñaba. III A la vera de la fuente quedó Alvargonzález muerto. Tiene cuatro puñaladas entre el costado y el pecho, por donde la sangre brota, más un hachazo en el cuello. Cuenta la hazaña del campo el agua clara corriendo, mientras los dos asesinos huyen hacia los hayedos. Hasta la Laguna Negra, bajo las fuentes del Duero, llevan el muerto, dejando detrás un rastro sangriento; y en la laguna sin fondo, que guarda bien los secretos, con una piedra amarrada a los pies, tumba le dieron. IV Se encontró junto a la fuente la manta de Alvargonzález, y camino del hayedo, se vio un reguero de sangre. Nadie de la aldea ha osado a la laguna acercarse, y el sondarla inútil fuera, que es la laguna insondable. Un buhonero que cruzaba aquellas tierras errante, fue en Dauria acusado, preso y muerto en garrote infame. V Pasados algunos meses, la madre murió de pena. Los que muerta la encontraron dicen que las manos yertas sobre su rostro tenía, oculto el rostro con ellas. VI Los hijos de Alvargonzález ya tienen majada y huerta, campos de trigo y centeno y prados de fina hierba; en el olmo viejo, hendido por el rayo, la colmena, dos yuntas para el arado, un mastín y mil ovejas. Otros días I Ya están las zarzas floridas y los ciruelos blanquean; ya las abejas doradas liban para sus colmenas, y en los nidos, que coronan las torres de las iglesias, asoman los garabatos ganchudos de las cigüeñas. Ya los olmos del camino y chopos de las riberas de los arroyos, que buscan al padre Duero, verdean. El cielo está azul, los montes sin nieve son de violeta. La tierra de Alvargonzález se colmará de riqueza; muerto está quien la ha labrado, mas no le cubre la tierra. II La hermosa tierra de España, adusta, fina y guerrera Castilla, de largos ríos, tiene un puñado de sierras entre Soria y Burgos como reductos de fortaleza, como yelmos crestonados, y Urbión es una cimera. III Los hijos de Alvargonzález, por una empinada senda, para tomar el camino de Salduero a Covaleda, cabalgan en pardas mulas, bajo el pinar de Vinuesa. Van en busca de ganado con que volver, a su aldea, y por tierra de pinares larga jornada comienzan. Van Duero arriba, dejando atrás los arcos de piedra del puente y el caserío de la ociosa y opulenta villa de indianos. El río, al fondo del valle, suena, y de las cabalgaduras los cascos baten las piedras. A la otra orilla del Duero canta una voz lastimera: «La tierra de Alvargonzález se colmará de riqueza, y el que la tierra ha labrado no duerme bajo la tierra.» IV Llegados son a un paraje en donde el pinar se espesa, y el mayor, que abre la marcha, su parda mula espolea, diciendo: —Démonos prisa; porque son más de dos leguas de pinar y hay que apurarlas antes que la noche venga. Dos hijos del campo, hechos a quebradas y asperezas, porque recuerdan un día la tarde en el monte tiemblan. Allá en lo espeso del bosque otra vez la copla suena: «La tierra de Alvargonzález se colmará de riqueza, y el que la tierra ha labrado no duerme bajo la tierra.» V Desde Salduero el camino va al hilo de la ribera; a ambas márgenes del río el pinar crece y se eleva, y las rocas se aborrascan, al par que el valle se estrecha. Los fuertes pinos del bosque, con sus copas gigantescas y sus desnudas raíces amarradas a las piedras; los de troncos plateados cuyas frondas azulean, pinos jóvenes; los viejos cubiertos de blanca lepra, musgos y líquenes canos que el grueso tronco rodean, colman el valle y se pierden rebasando ambas laderas. Juan, el mayor, dice:—Hermano, si Blas Antonio apacienta cerca de Urbión su vacada, largo camino nos queda. —Cuanto hacia Urbión alarguemos se puede acortar de vuelta, tomando por el atajo, hacia la Laguna Negra, y bajando por el puerto de Santa Inés a Vinuesa. —Mala tierra y peor camino. Te juro que no quisiera verlos otra vez. Cerremos los tratos en Covaleda; hagamos noche y, al alba, volvámonos a la aldea por este valle, que, a veces, quien piensa atajar rodea. Cerca del río cabalgan los hermanos, y contemplan cómo el bosque centenario, al par que avanzan, aumenta, y los peñascos del monte el horizonte les cierran. El agua que va saltando, parece que canta o cuenta; «La tierra de Alvargonzález se colmará de riqueza, y el que la tierra ha labrado no duerme bajo la tierra.» Castigo I Aunque la codicia tiene redil que encierre la oveja, trojes que guardan el trigo, bolsas para la moneda, y, garras, no tiene manos que sepan labrar la tierra. Así, a un año de abundancia siguió un año de pobreza. II En los sembrados crecieron las amapolas sangrientas; pudrió el tizón las espigas de trigales y de avenas; hielos tardíos mataron en flor la fruta en la huerta, y una mala hechicería hizo enfermar las ovejas. A los dos Alvargonzález maldijo Dios en sus tierras, y al año pobre siguieron luengos años de miseria. III Es una noche de invierno. Cae la nieve en remolinos. Los Alvargonzález velan un fuego casi extinguido. El pensamiento amarrado tienen a un recuerdo mismo, y en las ascuas mortecinas del hogar los ojos fijos. No tienen leña ni sueño. Larga es la noche y el frío mucho. Un candilejo humea en el muro ennegrecido. El aire agita la llama, que pone un fulgor rojizo sobre entrambas pensativas testas de los asesinos. El mayor de Alvargonzález, lanzando un ronco suspiro, rompe el silencio, exclamando: —Hermano, ¡qué mal hicimos! El viento la puerta bate, hace temblar el postigo, y suena en la chimenea con hueco y largo bramido. Después el silencio vuelve, y a intervalos el pabilo del candil chisporrotea en el aire aterecido. El segundo dijo: —¡Hermano, demos lo viejo al olvido! El viajero I Es una noche de invierno. Azota el viento las ramas de los álamos. La nieve ha puesto la tierra blanca. Bajo la nevada, un hombre por el camino cabalga; va cubierto hasta los ojos, embozado en negra capa. Entrado en la aldea, busca de Alvargonzález la casa, y ante su puerta llegado, sin echar pie a tierra, llama. II Los dos hermanos oyeron una aldaba a la puerta, y de una cabalgadura los cascos sobre las piedras. Ambos los ojos alzaron llenos de espanto y sorpresa. —¿Quién es?, responda—gritaron. —Miguel—respondieron fuera. Era la voz del viajero que partió a lejanas tierras. III Abierto el portón, entróse a caballo el caballero y echó pie a tierra. Venía todo de nieve cubierto. En brazos de sus hermanos lloró algún rato en silencio. Después dio el caballo al uno, al otro capa y sombrero, y en la estancia campesina buscó el arrimo del fuego. IV El menor de los hermanos, que niño y aventurero fue más allá de los mares y hoy torna indiano opulento, vestía con negro traje de peludo terciopelo, ajustado a la cintura por ancho cinto de cuero. Gruesa cadena formaba un bucle de oro en su pecho. Era un hombre alto y robusto, con ojos grandes y negros llenos de melancolía; la tez, de color moreno, y sobre la frente comba enmarañados cabellos; el hijo que saca porte señor de padre labriego, a quien fortuna le debe amor, poder y dinero. De los tres Alvargonzález era Miguel el más bello; porque al mayor afeaba el muy poblado entrecejo bajo la frente mezquina; y al segundo, los inquietos ojos que mirar no saben de frente, torvos y fieros. V Los tres hermanos contemplan el triste hogar en silencio; y con la noche cerrada arrecia el frío y el viento. —Hermanos, ¿no tenéis leña? —dice Miguel. —No tenemos —responde el mayor. Un hombre, milagrosamente, ha abierto la gruesa puerta cerrada con doble barra de hierro. El hombre que ha entrado tiene el rostro del padre muerto. Un halo de luz dorada orla sus blancos cabellos. Lleva un haz de leña al hombro y empuña un hacha de hierro. El Indiano De aquellos campos malditos, Miguel a sus dos hermanos compró una parte, que mucho caudal de América trajo, y aun en tierra mala, el oro luce mejor que enterrado, y más en mano de pobres que oculto en orza de barro. Diose a trabajar la tierra con fe y tesón el indiano, y a laborar los mayores sus pegujales tornaron. Ya con macizas espigas, preñadas de rubios granos, a los campos de Miguel tornó el fecundo verano; y ya de aldea en aldea se cuenta como un milagro que los asesinos tienen la maldición en sus campos. Ya el pueblo canta una copla que narra el crimen pasado: «A la orilla de la fuente lo asesinaron. ¡Qué mala muerte le dieron los hijos malos! En la laguna sin fondo al padre muerto arrojaron. No duerme bajo la tierra el que la tierra ha labrado.» II Miguel, con sus dos lebreles y armado de su escopeta, hacia el azul de los montes, en una tarde serena, caminaba entre los verdes chopos de la carretera, y oyó una voz que cantaba: «No tiene tumba en la tierra. Entre los pinos del valle del Revinuesa, al padre muerto llevaron hasta la Laguna Negra». La casa I La casa de Alvargonzález era una casona vieja, con cuatro estrechas ventanas, separada de la aldea cien pasos y entre dos olmos que, gigantes centinelas, sombra le dan en verano y en el otoño hojas secas. Es casa de labradores, gente, aunque rica, plebeya, donde el hogar humeante con sus escaños de piedra se ve sin entrar, si tiene abierta al campo la puerta. Al arrimo del rescoldo del hogar borbollonean dos pucherillos de barro, que a dos familias sustentan. A diestra mano, la cuadra y el corral; a la siniestra, huerto y abejar, y al fondo, una gastada escalera, que va a las habitaciones partidas en dos viviendas. Los Alvargonzález moran con sus mujeres en ellas. A ambas parejas, que hubieron, sin que lograrse pudieran, dos hijos, sobrado espacio les da la casa paterna. En una estancia que tiene luz al huerto, hay una mesa con gruesa tabla de roble, dos sillones de vaqueta, colgado en el muro un negro ábaco de enormes cuentas, y unas espuelas mohosas sobre un arcón de madera. Era una estancia olvidada donde hoy Miguel se aposenta. Y era allí donde los padres veían en primavera el huerto en flor, y en el cielo de mayo, azul, la cigüeña —cuando las rosas se abren y los zarzales blanquean— que enseñaba a sus hijuelos a usar de las alas lentas. Y en las noches del verano, cuando la calor desvela, desde la ventana al dulce ruiseñor cantar oyeran. Fue allí donde Alvargonzález, del orgullo de su huerta y del amor de los suyos, sacó sueños de grandeza. Cuando en brazos de la madre vio la figura risueña del primer hijo, bruñida de rubio sol la cabeza del niño que levantaba las codiciosas, pequeñas manos a las rojas guindas y a las moradas ciruelas, o aquella tarde de otoño dorada, plácida y buena, él pensó que ser podría feliz el hombre en la tierra. Hoy canta el pueblo una copla que va de aldea en aldea: «¡Oh casa de Alvargonzález, qué malos días te esperan; casa de los asesinos, que nadie llame a tu puerta!» II Es una tarde de otoño. En la alameda dorada no quedan ya ruiseñores; enmudeció la cigarra. Las últimas golondrinas que no emprendieron la marcha, morirán, y las cigüeñas, de sus nidos de retamas en torres y campanarios, huyeron. Sobre la casa de Alvargonzález, los olmos sus hojas, que el viento arranca, van dejando. Todavía las tres redondas acacias, en el atrio de la iglesia, conservan verdes sus ramas, y las castañas de Indias a intervalos se desgajan cubiertas de sus erizos; tiene el rosal rosas grana otra vez, y en las praderas brilla la alegre otoñada. En laderas y en alcores, en ribazos y en cañadas, el verde nuevo y la hierba, aún del estío quemada, alternan; los serrijones pelados, las lomas calvas, se coronan de plomizas nubes apelotonadas; y bajo el pinar gigante, entre las marchitas zarzas y amarillentos helechos, corren las crecidas aguas a engrosar el padre río por canchales y barrancas. Abunda en la tierra un gris de plomo y azul de plata, con manchas de roja herrumbre, todo envuelto en luz violada. ¡Oh tierras de Alvargonzález, en el corazón de España, tierras pobres, tierras tristes, tan tristes que tienen alma! Páramo que cruza el lobo aullando a la luna clara de bosque a bosque, baldíos llenos de peñas rodadas, donde roída de buitres brilla una osamenta blanca; pobres campos solitarios sin caminos ni posadas, ¡oh pobres campos malditos, pobres campos de mi patria! La tierra I Una mañana de otoño, Juan y el indiano aparejan las dos yuntas de la casa. Martín se quedó en el huerto arrancando hierbas malas. II Una mañana de otoño, cuando los campos se aran, sobre un otero, que tiene el cielo de la mañana por fondo, la parda yunta de Juan lentamente avanza. Cardos, lampazos y abrojos, avena loca y cizaña llenan la tierra maldita, tenaz a pico y escarda. Del corvo arado de roble la hundida reja trabaja con vano esfuerzo; parece que al par que hiende la entraña del campo y hace camino, se cierra otra vez la zanja. “Cuando el asesino labre será su labor pesada; antes que un surco en la tierra, tendrá una arruga en la cara”. III Martín, que estaba en la huerta cavando, sobre su azada quedó apoyado un momento; frío sudor le bañaba el rostro. Por el oriente, la luna llena, manchada de un arrebol purpurino, lucía tras de la tapia del huerto. Martín tenía la sangre de horror helada. La azada que hundió en la tierra teñida de sangre estaba. IV En la tierra en que ha nacido supo afincar el indiano; por mujer a una doncella rica y hermosa ha tomado. La hacienda de Alvargonzález ya es suya, que sus hermanos todo le vendieron: casa, huerto, colmenar y campo. Los asesinos I Juan y Martín, los mayores de Alvargonzález, un día pesada marcha emprendieron con el alba, Duero arriba. La estrella de la mañana en el alto azul ardía. Se iba tiñendo de rosa la espesa y blanca neblina de los valles y barrancos, y algunas nubes plomizas a Urbión, donde el Duero nace, como un turbante ponían. Se acercaban a la fuente. El agua clara corría, sonando cual si contara una vieja historia dicha mil veces y que tuviera mil veces que repetirla. Agua que corre en el campo dice en su monotonía: «Yo sé el crimen; ¿no es un crimen, cerca del agua, la vida?» Al pasar los dos hermanos relataba el agua limpia: «A la vera de la fuente Alvargonzález dormía.» II —Anoche, cuando volvía a casa—Juan a su hermano dijo—, a la luz de la luna era la huerta un milagro. Lejos, entre los rosales, divisé un hombre inclinado hacia la tierra; brillaba una hoz de plata en su mano. Después irguióse y, volviendo el rostro, dio algunos pasos por el huerto, sin mirarme, y a poco lo vi encorvado otra vez sobre la tierra. Tenía el cabello blanco. La luna llena brillaba, y era la huerta un milagro. III Pasado habían el puerto de Santa Inés, ya mediada la tarde, una tarde triste de noviembre, fría y parda. Hacia la Laguna Negra silenciosos caminaban. IV Cuando la tarde caía, entre las vetustas hayas y los pinos centenarios, un rojo sol se filtraba. Era un paraje de bosque y peñas aborrascadas; aquí bocas que bostezan o monstruos de fieras garras; allí una informe joroba, allá una grotesca panza, torvos hocicos de fieras y dentaduras melladas, rocas y rocas, y troncos y troncos, ramas y ramas. En el hondón del barranco, la noche, el miedo y el agua. V Un lobo surgió; sus ojos lucían como dos ascuas. Era la noche, una noche húmeda, oscura y cerrada. Los dos hermanos quisieron volver. La selva ululaba. Cien ojos fieros ardían en la selva, a sus espaldas. VI Llegaron los asesinos hasta la Laguna Negra, agua transparente y muda que enorme muro de piedra, donde los buitres anidan y el eco duerme, rodea; agua clara donde beben las águilas de la sierra, donde el jabalí del monte y el ciervo y el corzo abrevan; agua pura y silenciosa que copia cosas eternas; agua impasible que guarda en su seno las estrellas. —¡Padre! —gritaron; al fondo de la laguna serena cayeron, y el eco, ¡padre! repitió de peña en peña.