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La tierra de todos/XVI

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XVI

Agitada por su curiosidad femenil, esperó la mestiza con impaciencia la hora de la cita.

Estaba en la cocina de la casa, situada en el corral, bajo un cobertizo. Sobre una mesa tenía un reloj despertador, y varias veces aproximó á él su quinqué para saber la hora. Poco antes de las diez se quitó los zapatos, atravesando descalza el corral, para seguir á continuación una de las galerías exteriores.

Así llegó, con paso silencioso, al ángulo del edificio más inmediato á la ventana del dormitorio de Elena. Luego se sentó en el suelo de tablas, encogiéndose para escuchar sin ser vista.

Distinguió al poco rato en la obscuridad á Manos Duras, que iba aproximándose á la casa. Vió cómo se quitaba las espuelas, guardándolas en el cinto, y subía cautelosamente los peldaños de la escalinata. Se abrió poco después la ventana del dormitorio de la señora, y apareció ésta, haciendo signos al recién llegado para que hablase en voz baja.

Sebastiana se esforzó por oir, pero la ventana estaba tan lejos, que sólo reconcentrando su atención pudo alcanzar fragmentariamente algunas palabras. Estas palabras eran dichas con voces tan tenues, que no pudo tener una certeza absoluta de su exactitud. Le pareció oir «Celinda» y «Flor de Río Negro». Poco después creyó que era esto un error de sus sentidos.

«¿Qué tiene que ver--se dijo--mi antigua patroncita con los enredos de esta gente?»

Avanzando su cabeza fuera de la esquina, alcanzaba á ver á Manos Duras y á la señora. El gaucho oía á ésta con movimientos de aprobación. Otras veces era él quien hablaba, pero brevemente, apoyando sus palabras con gestos afirmativos. Hubo un momento en que pretendió coger las manos de ella, pero Elena se echó atrás con una retracción que denotaba al mismo tiempo repugnancia y altivez. Inmediatamente pareció arrepentirse, y dijo en voz más alta, con tono de promesa:

--De eso hablaremos mañana ú otro día, cuando haya hecho usted mi encargo. Ya sabe lo que hemos convenido.

Y se despidió de él con cierta coquetería, aunque procurando mantenerse á gran distancia de sus manos.

El gaucho, al ver cerrada la ventana, bajó los escalones, y una vez en la calle, se detuvo.

Sebastiana, que se había incorporado para verle mejor, creyó que murmuraba con expresión alegre:

--En vez de una, van á ser dos.

Pero tampoco estaba segura de haber oído esto exactamente, y al fin se retiró á la casucha del corral, donde tenía su camastro, algo decepcionada por el insignificante resultado de su acecho.

Lo único que persistió en ella, quitándole el sueño, fué la duda de si verdaderamente aquellas dos personas hablan nombrado en su conversación á la señorita de Rojas. Y volvió á preguntarse muchas veces: «¿Qué tendrán esas gentes que decir de mi niña?...»

Robledo pasó igualmente una noche agitada. Había instalado á Torrebianca en la misma habitación que ocupó éste con su mujer cuando llegaron á la Presa. Fatigado por sus emociones, el marqués había accedido al fin á quedarse en la casa de su amigo.

Dos veces durante la noche despertó el español, avanzando su oído para escuchar mejor. Llegaban hasta él gemidos y palabras balbucientes desde la habitación próxima, ocupada por Torrebianca.

--Federico, ¿deseas algo?...

Su amigo Federico le contestaba con voz débil y humilde, procurando á continuación mantenerse silencioso.

Despertó Robledo por tercera vez, pero ahora la luz del día marcaba con líneas de claridad las rendijas de su ventana. Un ruido había cortado su sueño, obligándole á echarse de la cama con sobresalto.

Al salir á la sala común, que servía al mismo tiempo de comedor, vió en ella á Watson inclinado sobre una silla y acabando de calzarse las espuelas. La caída de esta silla, ocurrida poco antes, era lo que había despertado á Robledo. Éste, al ver á su socio, dijo alegremente:

--¡Cómo madruga usted!... Y eso que anoche le oí entrar muy tarde.

Watson parecía triste, y se limitó á contestar:

--Como hoy no trabajamos, voy á dar unos galopes por el campo.

Al marcharse el joven acabó Robledo de vestirse, paseando después por el comedor. Cuando en sus evoluciones pasaba ante la puerta de la pieza ocupada por Torrebianca, sentía la tentación de entrar. Deseaba ver á su amigo. Un vago presentimiento le infundía cierta inquietud.

«Vamos á enterarnos de cómo ha pasado la noche», se dijo.

Abrió la puerta, miró al interior de la habitación, é hizo un gesto de asombro. No había nadie en ella; la cama, con sus ropas en desorden, estaba vacía. El español quedó pensativo. Primeramente se imaginó que Federico, no pudiendo dormir en toda la noche, habría salido á dar un paseo al apuntar el alba.

Instintivamente empezó á mirar en torno de él, examinando la habitación. Vió sobre la mesa varios papeles, todos con una línea ó dos de letra de Torrebianca. Eran cartas empezadas por éste y que había juzgado inútil continuar.

Leyó uno de los papeles: «Agradezco tus esfuerzos, pero no puedo más...» Lo escrito en otro decía así: «La única mujer que me amo verdaderamente fué mi madre, y ha muerto. ¡Si yo tuviese la seguridad de volver á encontrarla!...»

Robledo siguió examinando los demás papeles. Sólo contenían renglones borrados ó palabras ininteligibles. Torrebianca había querido escribir, desistiendo al fin de tal esfuerzo. Se imaginó ver á su amigo, en las altas horas de la noche, arrojando la pluma--que él acababa de descubrir caída en el suelo--y diciendo con la indiferencia del que se considera ya por encima de las preocupaciones terrenales: «¡Para qué!...»

Permaneció absorto, con estos papeles en una mano. Después le reanimó un pensamiento optimista. Tal vez su amigo estaba vagando por las inmediaciones del pueblo. Aquellos escritos sin terminar mostraban su falta de voluntad.

Examinó el suelo fuera de su casa, é hizo un gesto de satisfacción al distinguir entre las huellas recientes del caballo de Watson el contorno de un pie humano, que debía ser de su camarada. Él había aprendido de los rastreadores del país que estudian las huellas perdidas en el desierto.

Las señales de los pies de Torrebianca le hicieron seguir una callejuela abierta entre su casa y la inmediata, que venía á dar en el campo. Pero una vez fuera del pueblo perdió el rastro, por ser numerosas las pisadas de los que habían salido al amanecer.

Instintivamente marchó hacia el río, siguiendo su ribera curso arriba. Miraba las aguas deslizarse uniformemente, sin que el menor objeto alterase su superficie. Al fin se cansó de este examen sin más guía ni justificación que un presentimiento.

«Este Federico--se dijo--me ha perturbado con sus desgracias. ¿Por qué pienso cosas absurdas?... Volvamos á casa. Me avisa el corazón que lo voy á encontrar cuando llegue. Habrá estado paseando por el otro lado del pueblo.»

Y regresó á la Presa, sintiendo sin embargo una ansiedad que le hacía marchar apresuradamente.

A la misma hora, cerca de la estancia de Rojas, estaba Manos Duras con sus tres camaradas de la Cordillera hablando al amparo de unos matorrales.

Habían desmontado y tenían sus caballos de las riendas. Uno de los hombres iba vestido de modo diferente á sus camaradas, y más que jinete del campo parecía un trabajador de la Presa. Manos Duras le daba explicaciones, que el otro iba aceptando en silencio, aprobándolas con leves parpadeos. Este hombre montó á caballo, y Manos Duras y sus dos compañeros le siguieron con los ojos hasta que desapareció entre los grupos de áspera vegetación.

--El viejito va á ver lo que le cuesta amenazarme dijo el gaucho con una sonrisa rencorosa.

Uno de los cordilleranos, apodado _Piola_, que por su edad y sus ademanes autoritarios parecía ejercer cierta influencia sobre sus dos acompañantes, movió la cabeza como si dudase de tales palabras. El plan de Manos Duras le parecía excelente, pero no encontraba aceptable que se quedase en el país un día ó dos luego de dar el golpe. Era mejor emprender todos juntos é inmediatamente la retirada hacia la Cordillera.

--Déjeme, compadre; yo me entiendo--contesto el gaucho--. Necesito antes de irme cobrar algo que me han prometido. Tal vez sea esta misma noche, y mañana me junto con ustedes.

Contaba con su caballo, del que hizo grandes elogios, y que le permitiría obtener una gran ventaja sobre sus camaradas, alcanzándolos en el camino. El podía correr con mis ligereza al ir solo, y sus amigos marcharían embarazados por el bagaje.

Mientras tanto, su enviado galopaba hacia la estancia de Rojas. Al llegar á una tranquera la abrió, continuando su marcha por los campos de don Carlos.

Cerca del edificio principal salió á su encuentro Cachafaz, avisado por los ladridos de unos perros que daban saltos ante las patas del caballo, pretendiendo morderle. Los espantó el pequeño con sus gritos, escuchando después con la gravedad de una persona mayor lo que le dijo el emisario.

Fué tanta su alegría al recibir el recado, que olvidando al jinete corrió hacia la estancia.

Don Carlos estaba en su comedor tomando el décimo mate de la mañana. Celinda, con vestido femenino, ocupaba un sillón de junco y parecía entregada á melancólicos pensamientos. El mestizo entró gritando:

--Patrón, el comisario dice que vaya ahorita mismo al pueblo. Han tomado preso al que robó nuestra vaca.

Regocijado el estanciero por la noticia siguió á Cachafaz, sin soltar por esto la calabacita del mate, chupando, mientras marchaba, la bombilla de plata. Quería que el «chasque» ó emisario llegado á todo correr de su caballo le diese más explicaciones sobre este aviso.

Al salir de su casa quedó perplejo viendo que el jinete había desaparecido. Corrió Cachafaz la tierra inmediata, así como los corrales, dando gritos, sin poder descubrir al «chasque». Finalmente, Rojas se encogió de hombros, y contento por la noticia, quiso explicarse esta desaparición. Don Roque, para darle el aviso con más prontitud, se lo había enviado con algún viandante que tenía que hacer un largo rodeo en su marcha y deseaba no perder tiempo. Él tampoco debía perderlo, y como juzgaba conveniente ir á la Presa para hablar con el comisario, montó á caballo, prometiendo á Celinda estar de vuelta antes de la comida de mediodía.

Manos Duras y sus tres amigos, tendidos en el suelo, le vieron pasar á lo lejos con dirección al pueblo. Teniendo sus caras junto á las raíces de los matorrales, hablaron y rieron con frío cinismo.

--Va en busca de la vaca que nos comimos ayer--dijo Piola.

Y Manos Duras añadió, acompañando sus palabras con un mueca impúdica:

--Veremos qué dice cuando nos hayamos llevado su vaquillona...

Ricardo Watson, que corría el campo, deseoso de aproximarse á la estancia y temiendo al mismo tiempo irritar á Celinda con su presencia, vió también pasar á lo lejos al señor Rojas con dirección á la Presa.

Esto pareció infundirle ánimo. Celinda quedaba sola en su casa, y él podía visitaría con cualquier pretexto. Pero á continuación sintió miedo. No osaba acercarse á la estancia, temiendo que fuese Cachafaz el único que saliese á recibirle. Era mejor vagar por el campo. Tal vez la hija de Rojas, aburrida de su soledad, se decidiese á montar á caballo.

Estaba dispuesto á esperar hasta que el sol se ocultase. Llevaba á precaución, en una bolsa de su montura, algunos comestibles. Además, como todos los enamorados, olvidaba que los hombres nacen con la enfermedad mortal del hambre y únicamente pueden seguir viviendo si se curan de ella dos veces al día. Otras cosas le preocupaban en aquel momento, más importantes para él.

Mientras tanto, su amigo Robledo vagaba cabizbajo por la calle central de la Presa. Venía de su casa y no estaba en ella Torrebianca. La criada le había esperado en vano con el desayuno pronto. ¿Dónde encontrar á este hombre?...

En mitad de la calle oyó voces amigas y levantó su rostro. El estanciero Rojas hablaba vehementemente al comisario del pueblo, que le respondía con gestos de extrañeza. Atraído por el saludo de los dos, Robledo se aproximó.

--Un chasque--dijo don Carlos--ha venido á mi estancia para avisarme que el comisario había encontrado la vaca que me robaron... Y don Roque no ha enviado á nadie, ni sabe una palabra. ¿Ha visto usted qué historia tan sin gracia? ¿Quién será el hijo de... tal que ha querido darme esta broma?

Robledo escuchó algunos momentos, fingiendo interés por el asunto, y continuó su marcha. Únicamente le preocupaba el paradero de su amigo Torrebianca, creyendo reconocerlo en todos los hombres que veía á lo lejos.

«Es lástima que Ricardo saliese tan temprano--pensó--. Él me hubiera ayudado en esta busca.»

Watson, indeciso entre su timidez y el deseo de ver á Celinda, se había ido aproximando á la estancia; pero al llegar á cualquiera de las tranqueras que cerraban la cerca de alambres permanecía indeciso. ¿Cómo explicar su presencia dentro de la propiedad de Rojas, cuando Flor de Río Negro le había ordenado rencorosamente que no volviese más?

La vista de una tranquera abierta le infundió ánimo.

«Diga ella lo que diga, ¡adelante!--pensó--. Necesito verla, aunque sea para recibir insultos.»

Y fué avanzando con lentitud por los caminos de la estancia.

De pronto su caballo se mostró inquieto, avivando el paso y deteniéndose á continuación, como si pretendiera encabritarse.

Vió el joven los cuerpos de dos mastines muertos sin duda recientemente, pues tenían sus cabezas destrozadas sobre un charco de sangre. Siguió avanzando, y á pocos pasos de la casa encontró á un hombre tendido en mitad del camino.

También estaba muerto. Era un peón de Rojas, un mestizo al que creía haber visto algunas veces, á pesar de que su rostro estaba ahora destrozado á balazos. Una de sus órbitas había quedado vacía, colgando de este orificio del cráneo algunas piltrafas de la masa cerebral. En torno á él, la tierra bebía sangre ávidamente, cubriéndose de moscas.

Se echó abajo del caballo, y con el revólver en la diestra avanzó hacia la casa. Al asomarse á su puerta y ver que no había nadie en la gran pieza que servía de sala y comedor, empezó á dar gritos.

Un sillón de junco, que era el preferido por Celinda, estaba volcado en el suelo. Se fijó también en el tapete de la gran mesa, que parecía haber sufrido un rudo tirón y estaba igualmente en el suelo, con todos los papeles y los objetos que descansaban sobre él ordinariamente revueltos ó rotos.

Fueron tales sus gritos y repitió tanto su nombre para inspirar confianza, que al fin sonaron pasos en el interior del edificio y asomó á una puertecita el rostro arrugado y cobrizo de la madre de Cachafaz. Otras criadas y peones de la estancia, todos mestizos, fueron surgiendo de sus escondites, balbuceando respuestas ininteligibles ó persistiendo en un silencio de terror.

Salió Watson de la casa á tiempo para ver cómo el pequeño Cachafaz venía de los corrales, mirando inquieto á un lado y á otro. De pronto, todos á la vez quisieron relatar al ingeniero lo ocurrido, pero el pequeño se les adelantó con cierta autoridad.

Él estaba junto á la patroncita y lo había visto todo. Tres hombres llegaron á todo galope. Cachafaz había salido de la casa atraído por los ladridos de los mastines y oyó los tiros que les daban muerte. Luego vió á un peón que corría hacia los jinetes, sin duda para preguntarles por qué invadían de este modo la estancia. Los tres dispararon sus revólveres contra él y rodó por el suelo.

--Yo me metí corriendo en la casa--continuó el pequeño--. La patroncita fué á salir para ver qué pasaba, pero llegaron los tres hombres malos y le echaron un poncho por la cabeza. Me escondí debajo de una mesa; luego me asomé, y vi cómo montaban y se llevaban á la patroncita, que hacía con sus brazos así... así, debajo del poncho. Y no sé más.

Los otros deseaban contar igualmente sus impresiones, aunque en realidad no habían visto gran cosa, pues se escondieron al caer muerto el peón, permaneciendo ocultos hasta la llegada de Watson. Éste, mientras se defendía de tantas personas que le hablaban á la vez, pensó con remordimiento en aquella indecisión que le había hecho vagar junto á las alambradas de la estancia. ¡No haber entrado media hora antes, para estar al lado de Celinda y defenderla!...

Adivinó en los ojos de antílope de Cachafaz que callaba otras cosas y quería decírselas á él, pero á solas. Sonreía el pequeño con desprecio al escuchar cómo los otros daban señas contradictorias describiendo á los asaltantes. Todos creían conocerlos y cada uno los había visto de distinto modo. Watson lo llevó aparte, y empinándose Cachafaz sobre la punta de sus pies, le dijo en voz baja:

--Es Manos Duras el que ha robado á la patroncita. Yo sé dónde la tiene.

Acosado por las preguntas de Ricardo, fué explicándose. Ninguno de los tres hombres que se llevaron á Celinda era Manos Duras. Pero el pequeño, al abandonar su escondrijo, se había deslizado hasta un corral inmediato, trepando á lo más alto de una pirámide de alfalfa seca, guardada para la alimentación de las vacas en invierno. Su cúspide era un lugar de observación, desde el cual podía abarcarse enorme espacio de terreno. Oculto en esta atalaya había visto cómo los tres jinetes se juntaban á gran distancia con otro que parecía aguardarles, y era indudablemente Manos Duras. Luego, los cuatro galopaban en la misma dirección, llevando uno de ellos á la prisionera sobre el delantero de su silla.

También había visto desde la colina de alfalfa cómo llegaba Watson, pero tal era su recelo, que no quiso bajar hasta convencerse de su identidad.

Estas noticias conmovieron á Ricardo tan profundamente, que tardó algún tiempo en poder coordinar sus ideas. Lo primero que pensó fué en la urgencia de buscar á Celinda para libertarla, sin considerar la enorme desproporción de fuerzas entre él y aquellos bandidos. Disponía de un auxiliar, el pequeño Cachafaz, conocedor del sitio donde guardaban oculta á la joven. Esto era lo importante. Recobrarla á mano armada corría de su cuenta. Y con la arrogancia absurda de los enamorados que no reconocen la valía exacta de los obstáculos, montó á caballo é hizo una seña al pequeño para que le acompañase.

De un salto se encaramó Cachafaz en la grupa, agarrándose á las ropas de Watson, y éste metió espuelas á la cabalgadura, haciéndola salir al galope.

Creyendo adivinar Ricardo lo que pensaba el pequeño, así que hubo pasado la alambrada de la estancia se dirigió hacia el rancho de Manos Duras, que muchas veces había visto de lejos.

--Lleva mal rumbo, patroncito--dijo Cachafaz. Y señalando lo más alto de la cortadura que daba sobre el río por la parte de la Pampa, añadió:

--Vamos para allá, al rancho de la India Muerta.

Este rancho en ruinas, llamado de «la India Muerta», era célebre en la comarca, y sin embargo, muy pocos lo habían visitado, pues únicamente servía de refugio á vagabundos deseosos de continuar su marcha sin ser vistos por las gentes del país.

--Allí los encontraremos...--volvió á decir--si es que no han seguido viaje.

Una sorpresa no menos desagradable que la de Watson cuando llegó á la estancia de Rojas fué la que experimentó Robledo casi á la misma hora, al regresar á su vivienda, cansado de la inútil busca de su amigo.

Vió sentada en el umbral de su puerta á Sebastiana, que parecía aguardarle, á juzgar por el gesto de satisfacción con que le acogió. Él, por su parte, no tuvo menos contento al encontrarla, imaginándose que la enviaba Federico para darle explicaciones sobre su huída. Tal vez este hombre débil había vuelto al lado de su mujer creyendo una vez más en sus mentirosas explicaciones.

--¿La envía su patrón?... ¿Trae alguna carta de él?

Sebastiana acogió estas preguntas con una extrañeza que hizo dilatarse sus ojos oblicuos.

--¿Qué patrón?... ¿El marqués?... No sé nada de él. Yo creía que estaba aquí. Vengo por otra cosa.

Se había incorporado, suspirando fatigosamente al colocar su corpulencia en sentido vertical, y dijo bajando el tono de su voz:

--No he podido dormir en toda la noche, y aquí estoy, don Manuel, aguardándole para que me conteste una preguntita.

Acogió el ingeniero con una paciencia algo irónica esta consulta; pero apenas la mestiza empezó á hablar, su rostro se transformó, prestando una atención reconcentrada á todas sus palabras.

Cuando hubo terminado el relato de lo visto y oído por ella en la noche anterior, siguió diciendo:

--¿Por qué esa señorona y Manos Duras hablaron de mi antigua patroncita?... ¿Qué tiene que ver con ellos mi paloma inocente?... Como yo soy una zonza, que no puede entender muchas cosas, me he dicho: «Voy á ver á don Robledo, el ingeniero, que lo sabe todo. Él me dirá...»

Pero Robledo no la escuchaba. Parecía abstraído, y de pronto hizo un gesto de asombro y de inquietud, como si acabase de descubrir una temible verdad. Volvió la espalda á Sebastiana y anduvo velozmente hacia el sitio de donde había venido.

Quedó asombrada la mestiza viendo correr al ingeniero, cada vez más apresuradamente, como si sus palabras le hiciesen temer que podía llegar tarde. Robledo, desde lejos, empezó á hacer signos y á dar voces avisando á don Carlos y al comisario, que aún seguían su conversación en el mismo lugar. Los dos se miraron asombrados al oírle decir con voz jadeante:

--¡A caballo! Lo del aviso de la vaca fué una astucia de Manos Duras para que usted abandonase su estancia. Me temo que algo malo puede ocurrir á Celinda, y debemos ir allá cuanto antes. ¡Con tal que no lleguemos tarde!...

Estas palabras y otras del ingeniero esparcieron la alarma después de los primeros momentos de estupefacción.

Don Roque fué corriendo á su casa para armarse y montar á caballo. Sus cuatro hombres, avisados por él, hicieron todo lo posible para seguirle, pero sólo tres lograron encontrar montura lista y armas de fuego prestadas por algunos vecinos, abandonando sus sables inútiles.

Mientras Robledo, vuelto á su vivienda, daba prisa al servidor español para que le preparase su caballo y se ceñía el revólver con una canana llena de cartuchos, envió aviso á los capataces de sus obras que vivían cerca y tenían armas. Además, pidió al dueño del boliche un magnífico rifle americano que guardaba oculto debajo de su mostrador.

Otra preocupación de Robledo en aquel momento era impedir que se escapase don Carlos Rojas. Le había obligado á venir con él hasta su casa, aconsejándole prudencia.

--Porque usted llegue allá media hora antes no va á evitar lo que haya ocurrido. En cambio, si va solo puede verse á merced de esos bandoleros. Un poco de paciencia y saldremos todos juntos.

El estanciero recibía sus consejos con gruñidos impacientes, temblando al mismo tiempo de cólera y de inquietud. Se apartó Robledo unos instantes de la puerta de su casa para ir al encuentro de algunos hombres convocados por él y explicarles lo que debían hacer. Se presentó también el dueño del boliche con el rifle americano, entregándolo solemnemente á su compatriota como si le confiase toda su familia.

Aprovechó don Carlos este alejamiento momentáneo de Robledo, y saltando sobre su caballo lo hizo salir á todo galope, sin prestar atención á los gritos que acompañaron su fuga.

Después de este acto del impaciente Rojas, se fué organizando la expedición, compuesta de una docena de jinetes, todos con carabinas, y al frente de los cuales se colocaron el ingeniero y el comisario.

La noticia había circulado por el pueblo y acudieron grupos de mujeres y chiquillos para ver la salida de la tropa montada. Cuando el pelotón de jinetes fué pasando ante la casa que había sido de Pirovani, Robledo miró sus ventanas con cierta inquietud.

«¡Si iremos--se dijo--al encuentro de otra desgracia proporcionada por esa mujer!»

En aquel momento Watson abandonaba su caballo y seguido de Cachafaz empezó á arrastrarse entre ásperos matorrales. El mesticillo le había conducido á una altura arenosa, en el borde de la altiplanicie, desde la cual podían verse casi verticalmente las ruinas del rancho de la India Muerta.

El conocía de fama este sitio. Veinte años antes estaba habitado por gentes que hacían pastar sus ovejas en los campos inmediatos. Pero el capricho de los huracanes los había cubierto de pronto con una gruesa capa de arena. Además, el pozo del rancho, que proporcionaba un agua relativamente dulce, no ofrecía ya mas que sal líquida. Los hombres habían huído, arruinándose con rapidez las construcciones de adobes. Únicamente los vagabundos buscaban el abrigo de sus techos rotos.

Watson sintió cierto asombro al poder avanzar á gatas entre el ramaje de la colina arenosa sin que el ladrido de ningún perro avisase su presencia. Esto le hizo temer que Cachafaz se hubiera equivocado en sus deducciones y el rancho estuviese desierto. Pero el pequeño mestizo, que avanzaba delante de él, se detuvo entre dos matorrales y luego volvió el rostro, haciendo un gesto para que se aproximase.

Metió su cabeza igualmente entre las ramas, y pudo ver, veinte metros más abajo, una explanada arenosa, en el centro de la cual estaban las ruinas del rancho. Dos caballos iban de un lado á otro con paso tardo, buscando las hierbas ralas para mascarlas, y un hombre estaba sentado en el suelo teniendo un rifle sobre las rodillas.

Cachafaz le habló al oído tenuemente.

--Es uno de los que se llevaron á la patroncita.

Por más que miró Watson estirando su cuello, no pudo ver á otra persona. Retrocedió á rastras, abandonando su observatorio, y al llegar al pie de la colina sacó de un bolsillo un lápiz y una carta olvidada, de la que arrancó una hoja. Cachafaz le miró mientras escribía, con sus ojos de animalejo astuto, como si adivinase lo que iba á encargarle.

Le entregó Ricardo el papel, señalando á continuación el lugar donde había dejado su caballo.

--Corre al pueblo y da esta carta al señor Robledo el ingeniero, ó al comisario... Al primero que encuentres.

Quiso añadir nuevas explicaciones, pero el duende cobrizo ya no podía escucharlas. Se había lanzado cuesta abajo, y poco después saltaba sobre el caballo, desapareciendo al galope.

Volvió otra vez Ricardo á subir la ladera arenosa para observar lo que pasaba en el rancho. Ahora vió á dos hombres: el mismo de antes, que continuaba sentado en el suelo con su carabina sobre las rodillas, y frente á él, de pie y sin otras armas que las del cinto, un gaucho al que reconoció inmediatamente, pues era Manos Duras. Hablaban los dos, pero no pudo oir sus palabras por ser grande la distancia que le separaba de ellos. Esto hacía inútil su observación por el momento. Tampoco pudo pensar en atacarlos, ni aún valiéndose de la sorpresa. Sólo eran dos los enemigos que tenía á la vista, pero indudablemente los otros dos estaban en el interior de las ruinas, tal vez durmiendo.

«¿Dónde guardarán á Celinda?», pensó el joven.

Arrastrándose siempre entre los matorrales, empezó á seguir el contorno de la loma de arena, para poder ver las ruinas por el lado opuesto. Los dos bandoleros continuaron hablando, sin sospechar que sobre el borde de la pendiente que tenían junto á ellos se deslizaba un hombre espiándolos.

El acompañante de Manos Duras, que era el llamado Piola, le habló con tono de reconvención.

--Bien sabes vos que no me gustan negocios en que hay hembras de por medio. Casi nunca terminan bien, y además arman un bochinche de los demonios. Mejor era habernos ido á tomar «hacienda» en el Limay, para luego venderla en la Cordillera. Mejor también habernos llevado las vacas del viejo Rojas y convertirlas en plata, en vez de entretenernos como unos muchachos en robarle su vaquillona.

Manos Duras contestó con un gesto de hombre superior que no considera necesario explicar la conveniencia de sus actos. Piola continuo:

--Tal vez tengas vos tus razones para eso. Nosotros te ayudamos como hermanos, pero si te han dado plata por llevarte á esa señorita, debías partírtela con nosotros.

El gaucho tomó una actitud altiva.

--Nada de plata. Te expliqué que esto es venganza; la peor para ese viejito que me insultó... Ya sabés también nuestro trato. Me la guardáis, y luego, cuando estemos en la Cordillera, será para vosotros.

Piola sonrió con una alegría repugnante al oir mencionar este convenio.

--Bueno; te la guardaremos--dijo--. Tu serás el primero... sí es que vuelves á juntarte con nosotros no más lejos que mañana. Si tardas no la encontrarás entera... Pero ¿por qué no emprendes viaje ahora con nosotros? ¿Qué tienes que hacer en la Presa esta noche, que nos abandonas?

--Un cobro--contestó Manos Darás, con petulancia--. Quiero dejar mis cuentas bien arregladas antes de irme.

Como el otro no podía explicarse el optimismo de su compañero, empezó á hacer cálculos. Tal vez á aquellas horas ya se sabía en el pueblo lo ocurrido en la estancia de Rojas. Y si aún lo ignoraban, lo sabrían antes de que transcurriese mucho tiempo, ó sea tan pronto como volviese don Carlos á su casa después del inútil viaje á la Presa. ¿No temía Manos Duras que el comisario y las demás gentes del pueblo le atribuyesen el rapto de la muchacha?

--Puede que sea así--contestó el gaucho--, ¡pero me han supuesto tantas cosas, sin llegar á probarme ninguna!... Si me ven en el pueblo, acabarán por creer que no he tenido parte en este negocio. Ninguno de la estancia me ha visto. Además, me iré primeramente á mi rancho, por si alguien se allega por allá, y sólo á la tardecita entraré en la Presa, como otras veces... Creo que á media noche habré terminado mi negocio y podré salir para alcanzaros.

Guiñó un ojo Piola, señalando al mismo tiempo con su diestra el rancho inmediato.

--¿Qué dice ella?

--Cree que nos la hemos llevado para pedirle dinero al viejo. No adivina lo que le aguarda... Es una muchacha «guapa», y no parece tener mucho miedo ahora que se le ha pasado el primer susto. ¡Pucha, lo que me dió que hacer cuando la traía en mi flete!... La tengo ahí dentro con las manos atadas, pues de no estar así se defiende y habrá que pegarla como á un hombre.

Manos Duras quedó pensativo, añadiendo luego con una sonrisa cínica:

--No he querido quedarme ahí drento, porque vos comprenderás, hermano, que es muy expuesto estar á solas con una buena moza así... Te diré que hay otra que me gusta más, y espero verla muy pronto. Pero ésta también es de aprecio, y si uno está solo con ella, sopla el diablo, se empiezan á hacer cosas por entretenerse no más, pierde uno la razón, y no sabe cuándo y cómo terminará. Ahora estamos en tierra enemiga, y no hay que olvidarse de ello ni perder el tiempo... La fiesta me la reservo para mañana. Hoy tengo otras cosas que hacer para que mi juego resulte completo... En cuanto vuelvan los compañeros nos decimos adiós. Vosotros seguís viaje con la vaquillona, yo me vuelvo á mi rancho, y hasta mañana si Dios quiere.

Ricardo se arrastró inútilmente entre los matorrales, no viendo mas que á los dos hombres enfrascados en su conversación y el rancho ruinoso, que por el lado opuesto tenía cerrada su única entrada con unos maderos mal unidos. Empezó á dudar si los raptores de Celinda la habrían ocultado allí, ó estaría la joven en un escondite más difícil de descubrir, bajo la guarda de los otros dos cordilleranos.

Al fin, cansado de una observación sin éxito, se deslizó por la colina de arena, viniendo á sentarse en el lugar donde Cachafaz había montado su caballo. Así permaneció mucho tiempo, deseando que transcurriesen las horas con prodigiosa rapidez y terminase el suplicio de una espera impotente, viendo aparecer á lo lejos el auxilio que había pedido á sus amigos.

Sus ojos, que examinaban el horizonte, sin ver en él nada extraordinario, se animaron de pronto al distinguir un pequeño jinete que iba agrandándose en el avance de su galope continuo. Minutos después pudo reconocerlo con facilidad, por haberle visto aquella misma mañana. Era don Carlos Rojas.

Aunque venía hacia él, consideró prudente salir á su encuentro y echó á correr con toda la velocidad que le permitía el suelo arenisco surcado por las raíces de los matorrales, que el viento había dejado descubiertas, y en las que se enredaban sus pies, haciéndole dar violentos tropezones.

Viéndole surgir á un lado del camino, don Carlos encabritó su caballo, sacando al mismo tiempo el revólver del cinto. Después, al reconocerlo, echó pie á tierra.

No llegaba á explicarse Watson esta aparición del estanciero, pues él había dirigido su aviso á los amigos de la Presa. Además, le veía llegar solo.

--¿Dónde están los otros?--preguntó--.¿Ha visto usted á Robledo?

La respuesta de don Carlos fué evasiva.

El ingeniero y el comisario tal vez vendrían detrás de él ó tal vez tardasen horas.

--Yo no he querido aguardarlos. Son algo... cachazudos; á saber cuándo llegarán. Me faltó paciencia y aquí estoy.

Luego fué explicando cómo en mitad de su camino, cuando iba directamente hacia el rancho de Manos Duras, sin pasar por su estancia, vió venir hacia él un jinete que galopaba á rienda suelta. Sacó el revólver para detenerle, pero no hizo uso del arma al fijarse en su aspecto.

--Era como una mona sobre un caballo, y reconocí en esta mona á Cachafaz. Me contó que usted estaba aquí, me enseñó su papel, y yo le dije que avisase á los que vienen detrás para que no pierdan tiempo pasando por mi estancia y que él les sirva de baquiano, trayéndolos directamente... ¿Qué es lo que ocurre?

Marcharon los dos entre matorrales, siguiendo las huellas que había dejado Watson al salirle al encuentro. Rojas llevaba su caballo de las riendas, y lo dejó en el mismo sitio donde Ricardo había dejado antes el suyo. Luego subieron de rodillas y apoyándose en las manos la pendiente arenosa desde cuyo filo podían observar el rancho de la India Muerta.

Al asomarse entre el ramaje, vieron á Piola sentado en el suelo, lo mismo que antes, pero solo, pues Manos Duras había desaparecido.

Este hombre fumaba, mirando en torno inquietamente, como si sus sentidos, aguzados por la vida aventurera en el desierto, le avisasen la cercanía oculta del enemigo.

De vez en cuando estiraba el cuello, mirando á lo lejos con el deseo de ver la llegada de alguien.

--Ataquémosle--dijo en voz baja don Carlos.

Nada le importaba que el cordillerano tuviese su carabina pronta sobre las rodillas. El y Watson contaban con sus revólveres.

--No hay que olvidar al otro que está oculto--contestó el ingeniero.

--¿Y qué? Serán dos, y nosotros también somos dos... Voy á voltear á ese bandido.

Tiró de su revólver con la idea de hacer fuego desde allí, sin tener en cuenta la distancia; pero Watson le contuvo con su diestra, murmurando al mismo tiempo junto á uno de sus oídos:

--Hay dos hombres más, que no sé dónde están. Esperemos á que lleguen nuestros compañeros.

Permanecieron en un estado de dolorosa indecisión, fluctuando entre la espera prudente ó la loca aventura de atacar á unos enemigos cuyo número exacto ignoraban.

No tardó Watson en saber dónde se habían ocultado los otros dos camaradas del gaucho. Sonaron lejanos los furiosos ladridos de varios perros. Piola dió un grito y Manos Duras salió del rancho, asomándose á la esquina de adobes y quedando visible por unos momentos para los que espiaban tendidos entre los matorrales.

Eran los cordilleranos que llegaban. Después del rapto se habían dirigido al rancho de Manos Duras para traer la tropilla de caballos que debía acompañarles en su viaje á los Andes, así como los víveres y demás objetos necesarios en tan larga expedición. Los perros del rancho se hablan incorporado á la tropilla.

Algún tiempo después fueron entrando en la arenosa explanada los dos jinetes, armados con carabinas, y seis caballos en libertad que formaban un grupo compacto, sosteniendo sobre sus lomos sacos y fardos sujetados con cuerdas. Los tres perros de Manos Duras, después de saltar junto á las ruinas saludando con alegres ladridos á su amo invisible, se mostraron inquietos y empezaron á husmear en torno á ellos. Luego prorrumpieron en aullidos feroces. Babeando de rabia y con los colmillos amenazantes intentaban subir la arenosa cuesta, retrocediendo á continuación para avisar á los gauchos la presencia del enemigo oculto.

Los dos jinetes, que aún no habían desmontado, después de silbarles inútilmente participaron de su inquietud, mirando con ojos hostiles los matorrales de la altura próxima.

--Nos han descubierto--murmuró el estanciero--. Mejor: así acabaremos de una vez.

El norteamericano, reconociendo la imposibilidad de hacer otra cosa, le siguió ladera abajo hasta donde estaba el caballo. Montó en él don Carlos después de examinar si su revólver salía fácilmente de la funda. Watson marchó á pie, apoyándose en una pierna de Rojas, y de este modo avanzaron los dos francamente hacia el rancho.

Cuando llegaron á él, siguiendo á los tres perros, que retrocedían sin dejar de mostrarles sus colmillos y ladrando furiosos, vieron á los dos cordilleranos todavía á caballo, y á Piola, con su carabina apoyada en el pecho, pronto á hacer fuego. Don Carlos se dirigió á él como si fuese el jefe.

--¿Dónde está mi hija?--preguntó impetuosamente.

Le escuchó el gaucho andino con rostro impasible, como si no le comprendiese.

--Nada de palabras inútiles--continuó el estanciero--. Si lo que queréis es plata, hablemos, y puede que nos entendamos.

Piola permaneció silencioso. Mientras tanto, obedeciendo tal vez á una seña de él, los dos hombres montados se alejaron, examinando el horizonte. Sólo volvió uno de ellos, y al echar pie á tierra dijo algunas palabras en voz baja. No se veía á nadie en los alrededores.

Los perros seguían ladrando, yendo inquietos de un lado á otro, pero esta alarma no debía ser mas que una continuación de la anterior. Aquellos dos hombres indudablemente habían llegado solos.

Rojas hizo nuevos ofrecimientos, al mismo tiempo que se esforzaba por contener su indignación, dando á su voz una exagerada melosidad.

--No sé de qué me habla, señor--contestó al fin Piola--. Se equivoca usted. Nunca he visto á esa señorita.

--¿Acaso ustedes no son amigos de Manos Duras?

Mientras hablaban los dos, Ricardo, alejándose un poco de ellos, intentó dar vuelta al rancho para llegar á su puerta; pero el otro cordillerano, adivinando su intención, se colocó ante él, levantando la carabina como si fuese á apuntarle. Al fin, Piola, sin contestar á Rojas nada concreto, le volvió la espalda, dirigiéndose hacia la esquina de la ruinosa construcción y desapareció detrás de ella.

Fué á seguirlo el estanciero, y tropezó con el mismo hombre que había contenido á Watson. Ahora apuntaba francamente su rifle contra los dos, para que no pasasen adelante, y tuvieron que mantenerse inmóviles, dudando entre obedecer á la amenaza ó arrojarse sobre aquel bandido.

De un puntapié apartó Piola las maderas mal unidas que cerraban la entrada del rancho. La presencia del cordillerano hizo que Manos Duras abandonase su lucha con Celinda. Ésta, con las manos atadas, se defendía de la agresividad carnal de su raptor. Le había arañado, le había mordido, repeliéndole al mismo tiempo con sus pies. El gaucho tenía en el rostro y en las manos varios rasguños que goteaban sangre, pero tal era su excitación que no parecía darse cuenta de ellos.

Al ver á su camarada se esforzó por serenarse, hablando con una alegría feroz.

--Lo que yo te dije, hermano; empieza uno por juego y acaba interesándose. No se puede estar en paz al lado de una buena moza.

Pero calló al notar que Piola le miraba como reconviniéndole.

--Vos ahí de farra, como un muchacho, mientras afuera pasa lo que pasa.

Le invitó á salir con un gesto, y más allá de la puerta continuó, bajando la voz:

--Ahí tenes al viejito de la estancia con un gringo de los que trabajan en las obras del río. ¿Qué hacemos?...

Manos Duras, á pesar de su cinismo, quedó sorprendido al saber que don Carlos estaba al otro lado de la esquina de adobes. ¿Cómo se había presentado tan pronto?... ¿Quién había podido revelarle la presencia de su hija en este rancho lejano? Pero su ferocidad y el recuerdo de la ofensa inferida por Rojas le inspiraron una solución.

--Lo mejor será matarlo.

--¿Y al gringo también?--preguntó Piola con ironía--. Vos encontrás fácilmente el remedio á todo.

Se mostraba inquieto el cordillerano, como si su instinto le hiciese presentir la proximidad del peligro. Ya no creía que aquellos dos hombres hubiesen llegado solos. Otros indudablemente iban á venir, para darles ayuda. Lo que Manos Duras debía hacer--si es que verdaderamente necesitaba seguir este mal negocio del robo de la señorita--era montar en su «flete» sin pérdida de tiempo y llevarse la buena moza á cierto lugar en las orillas del río Limay, donde se habían dado cita para el día siguiente. Debía desistir de su vuelta al pueblo aquella noche. Era oportuno cambiar ahora el orden de la marcha. Mientras él se alejaba llevándose á la muchacha, ellos se quedarían allí con la tropilla. Piola se encargaba de convencer al viejo de la falsedad de sus sospechas. Y si llegaban otros hombres del cercano pueblo, se convencerían también--viéndolos sin ninguna mujer y sin Manos Duras--de que eran unos viajeros pacíficos que habían hecho alto en aquel lugar.

El gaucho le escuchó con impaciencia. Le había tomado gusto á esta aventura y no admitía modificaciones en ella. Deseaba conservar á Celinda, y al mismo tiempo no quería renunciar á su vuelta al pueblo, así que cerrase la noche, para hacer aquel cobro del que hablaba misteriosamente.

--También podés vos hacer otra cosa--continuó Piola--. El padre ofrece plata si le devolvemos la muchacha, y...

Pero no pudo continuar. Cerca de ellos, al otro lado de la esquina de adobes, sonó un tiro, acompañado de un grito. El amigo de Manos Duras lanzó una blasfemia.

--Ya empieza el baile--dijo armando su rifle y corriendo hacia el sitio donde había sonado la detonación.

Rojas acababa de disparar su revólver contra el hombre que le impedía el paso. Este se había fijado especialmente en Watson, pues por ser más joven, le infundía mayor cuidado, volviendo hacia él su carabina, y don Carlos aprovechó el olvido en que le dejaba para sacar cautelosamente su revólver, apuntando al pecho del cordillerano y haciendo fuego.

Al caer este enemigo, Watson se inclinó inmediatamente sobre él para apoderarse de su arma.

Cuando Piola dió vuelta á la esquina, Rojas montaba ya en su caballo. Por un sentimiento atávico de centauro de estancia, se consideraba más fuerte y más seguro de este modo que á pie. Watson, forcejeando con el herido acababa de arrancarle su rifle é iba á incorporarse; pero vió que el bandolero andino le apuntaba por tenerlo más cerca, y su instinto le hizo encogerse, al mismo tiempo que sonaba la detonación. Gracias á este movimiento, el proyectil no le atravesó el pecho, cortándole únicamente el hombro izquierdo, con una herida superficial. El dolor le hizo soltar el rifle, permaneciendo acurrucado con una mano en el hombro.

Su agresor dió unos pasos hacia él para que el segundo disparo resultase más certero, en el mismo instante que Manos Duras avanzaba su cabeza fuera de la esquina del rancho, atraído por la pelea.

Vió á don Carlos, que, montado ya en el caballo, apuntaba con su revólver á Piola. Él sacó igualmente el suyo del cinto para disparar contra el estanciero, pero no pudo hacerlo. Tuvo que levantar el arma al ver interponerse entre los dos al otro jinete andino que había quedado en observación.

--¡Gente!... ¡Mucha gente!--gritaba este hombre.

Los perros se presentaron detrás de él, con violentos saltos de retroceso y de avance, ladrando á un enemigo invisible.

A partir de este momento, los sucesos parecieron atropellarse unos á otros, superponiéndose con una velocidad irreal.

Manos Duras fué el más ágil para la acción. Corrió hacia su caballo, que seguía rumiando la hierba sin asustarse de los tiros, como si estas detonaciones fuesen ordinarias en su existencia. Luego desapareció detrás del rancho.

Piola pareció olvidarse de Watson, para pensar en su propia seguridad. También era hombre de á caballo, y se consideraba más seguro y fuerte sobre la silla que á pie. Montó en su cabalgadura, siempre con la carabina en la diestra, y uniéndose á su camarada fueron á situarse los dos junto á la tropilla de caballos, dispuestos á defender hasta la muerte las cargas de sacos y fardos que representaban la fortuna de la comunidad.

Rojas pareció olvidarlos, acercándose á Watson para preguntarle con ingenua emoción:

--¿Qué le pasa, gringuito?... ¿Le han matado?

El joven tenía en un hombro de su blusa una mancha negra, que iba agrandándose; pero se incorporó, contestando con pálida sonrisa:

--Poca cosa: un rasguño nada más.

Don Carlos ya no pudo ocuparse de él. Necesitaba ver lo que había al otro lado del rancho, é hizo avanzar su caballo, dando vuelta á la esquina.

No encontró á nadie. Su rústica puerta, completamente abierta, mostraba la soledad de su interior. Pero al apartar sus ojos de las ruinas vió á un jinete que se alejaba al galope, llevando sobre el delantero de su silla una especie de envoltorio largo, sostenido por uno de sus brazos, y que se agitaba violentamente lo mismo que una persona.

El instinto avisó al estanciero más que sus sentidos.

--¡Ah, gaucho ladrón!...

Lo que le había parecido en el primer momento un envoltorio de ropas contenía una vida, y se negaba á dejarse llevar.

Tuvo la certidumbre de que su oído le engañaba, con el trastorno de la emoción, al hacerle oir una voz de mujer; pero al mismo tiempo creyó que Celinda le había reconocido, llamándolo con desesperado lamento:

--¡Papá!... ¡papá!...