La torería : 01

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La torería  de Antonio de Hoyos y Vinent
Capítulo I

Capítulo I

En la «visera» hubo un movimiento de expectación. Por la carrera de San Jerónimo desembocaba en la Puerta del Sol, al trote de dos soberbias jacas andaluzas, la victoria, yantada de goma, de Tina Rosalba.

Los émulos de «Costillares» y Pedro Romero, que discutían, formando pintorescos corrillos, transcendentales cuestiones de tauromaquia; los traspillados hampones y las billeteras, en funciones a las altas horas de la noche de sacerdotisas de la señora Venus, agolpáronse en la acera contigua a la Carrera para ver pasar el joyante tren. Entre todos destacose con gran algazara el grupo formado por tres o cuatro admiradores (con más hambre que vergüenza) del «Lucero», el futuro astro, el que, según los vaticinios de algunos aficionados que se jactaban de no haberse equivocado nunca, había de emular las glorias de «Pepe Hillo» y de «Frascuelo», el que empezaba a ser ídolo de bellezas fáciles y envidia de las taurinas estrellas de Getafe y Tetuán.

Anochecía. Envuelto en un bochorno de la tarde primaveral, bajo el milagro azul del cielo, en que arrastraba aún por occidente la roja púrpura de su regio manto el sol agonizante, vibraba Madrid entero en cascabelera alegría. Ríos humanos rodaban en ondas de colores calle Alcalá abajo de vuelta de los toros. Por San Jerónimo, por Carretas, por Montera afluían incesantemente a la gran plaza, centro del vivir de la coronada Villa, gentes de todos tipos y pelajes, que se desbordaban de las aceras, poseídas de nerviosa alegría, prensándose, empujándose, dándose encontronazos, mezclando sus voces, sus gritos y sus risas en ensordecedora algarabía, sobre lo que dominaba el agudo de los pregones, el repiqueteo de los timbres de los tranvías y el bronco son de las bocinas de los automóviles. Coches de lujo con damas tocadas de inverosímiles sombreros de campana, soberbios eléctricos, carruajes de círculo con elegantes caballeretes, y vulgares «manuelas», llevando hembras de «trapío» que, envueltas en los chinescos mantones de vivos tonos y quiméricas floras, o cobijados los rostros por el Almagro de las mantillas, hacían surgir flores, picantes como granos de pimienta, en los labios de los toreros acampados a las puertas de Levante y Puerto Rico, pasaban en democrática promiscuidad entre vocear de golfos que pregonaban «La Corrida» y «El Tío Jindama», ofertas de floristas y burlas de guasones; y destacándose de todos aquellos coches, envuelto en el áureo polvillo, bañado por la atmósfera lujuriante, llena de sensualidades, de inconscientes sadismos, de morbideces y de lujurias, impregnada de aromas de perfume, de suciedad, de fuerza, de brutalidad y de deseos, atmósfera en que aún parecía flotar el vaho a sangre de toro y el tufillo a vino de bota, atmósfera insalubre, exasperadora de inconfesadas perversidades, avanzaba en apoteosis triunfal el milord de la Rosalba.

Las negras jacas andaluzas trotaban, erguidas las nobles testas, que agitaban orgullosas, haciendo rebrillar con cegadores chisporroteos los dorados hebillajes de los arneses avellana, ensangrentados en las orejas por dos claveles púrpura. Al ritmo del paso elegantísimo, en que alzaban los remos con ademanes de montura ecuestre, agitaban las largas colas en belleza suprema de gesto que evocaba los triunfales paseos de los gomeles por la vega de Granada, el caracolear en las cañas de los jinetes moros, el triunfo de los Califas en las batallas fabulosas.

Un mantón de Manila que tendía su parterre de ensueño a modo de manta, y una flor roja en el ojal de la librea cocheril, completaban la elegancia jarifa, un poco achulada, elegancia española, a lo Próspero Merimée, del tren.

Sobre los almohadones, en un abandono lleno de gracia, Tina Rosalba lucía el turbador enigma de su hermosura. No era bella, en el sentido que el vulgo entiende la belleza; era... eso: turbadora, inquietante; señora y maja; dama y moza de rompe y rasga; cambiante, camaleóntica, rebelde a toda rutinaria clasificación. Era un rostro incorrecto, tal vez un poco tosco de facciones; los ojos castaños, rodeados de livores, brillaban llenos de viveza, de inteligencia y picardía; ojos netamente madrileños, ojos de chula, mejor de golfo; burlones, desvergonzados, audaces, cínicos, y a veces tristes con tristeza malsana, llena de anhelos y de curiosidades, tristeza de niño enfermizo y vicioso para quien la noche no tiene misterios. En las mejillas descoloridas se marchitaban dos rosas pálidas, y la boca... la boca era en aquel rostro el complemento de los ojos. De labios abultados, muy rojos, que mostraban al sonreír la cegadora blancura de los dientes, húmeda, entreabierta, era lúbrica en su oferta perpetua de besos, lúbrica y triste gracias al rictus que plegaba sus comisuras en doliente mueca de sarcasmo.

Envolvía su cuerpo frágil, ondulante y alargado como los de las majas-duquesas de Goya, en un traje de encajes cremosos; trágicos claveles rojos se apoyaban en los cabellos obscuros, y una mantilla negra, colocada sencillamente, sin artificio de peineta, caía hasta rozar la fina línea de las cejas, dejando adivinar por entre la telaraña de sus encajes la albura de magnolia de la frente.

Junto a ella iba Julito Calabrés que, exageradísimo, como siempre, y rematando su elegancia Alfred de Musset y sus gemas fantásticas -jacintos neronianos y esmeraldas de los Valois- se había plantado, con la misma gracia con que podría hacerlo una cupletista francesa, un cordobés blanco.

Al pasar la pareja, algunos comentarios chocarreros, acompañados de risas y requiebros enteramente primitivos, partieron de los grupos. Tina paseó por ello sus pupilas desafiadoras con ademán de desdeñosa indiferencia, y de pronto las abatió en caricia de terciopelo sobre el rostro del «Lucero». Extraña humedad veló su vista, tenue carmín le arreboló las mejillas, la lengua roja y fina humedeció sus labios, y como Julito saludara al grupo con afectado ademán chulesco, interrogó:

-¿Le conoces?

Hízose de nuevas «para que se desatara aquella loca».

-¿Yo?... ¿A quién?

-¿A ése?

Comprendió él muy bien de quién se trataba, pero no dio su brazo a torcer.

-¿Cuál?, ¿el moreno?

-¡No seas cargante ni te hagas el tonto! El rubio.

-¡Ah!, sí; «el Lucero». Lo vi de lejos en una «guñolería» -afirmó imitando el habla desfigurada de aquellas gentes-. ¿Te gusta?

La Rosalba lo miró fijamente.

-Ya sabes que no me gusta nadie.

-Se me olvidaba -formuló con un matiz levemente irónico-. La princesa sin corazón.

-Tampoco -afirmó ella con extraordinaria gravedad-. ¡Bien sabes que tengo corazón!

-¡Verdad!, ¡verdad! -aseguró Julito acentuando la ironía-. No eres más que una perversa imaginativa, una sentimental romántica.

Un velo de melancolía se había tendido sobre el rostro de Tina; nada quedaba en él de gracia pícara, de la cínica desenvoltura que eran su gala; las pupilas ambarinas se habían obscurecido y, soñadoras, parecían escrutar en lejanía una añoranza amada, y la boca roja marcaba un pliegue de tristeza ensoñadora.

-¡Si supieras...! Ese chico despierta en mí un recuerdo... El recuerdo -evocó con voz grave- de un instante en que ante la muerte vi lucir en unos ojos azules un flamear de pasión y de valentía sobrehumanos; la memoria de un hombre primitivo a quien amé con locura durante media hora.

Julito rió cínico:

-No es mucho; pero tratándose de un hombre primitivo, basta.

El «Lucero» devoraba con los ojos la bella figura que, por un instante, le envolviera en la fascinación de sus pupilas de cobre y, mientras al correr del coche se alejaba, evocaba también reminiscencias de una figura amada.

-¡Vaya una hembra! -murmuró.

-Una «gachí» de «chipén» -corroboró «Morenito» con la seguridad que su frecuente trato con las damas le prestaba.

-Y está por ti -bromeó «el Temerario».

Los otros «chuflearon» al héroe. ¡Vaya una conquista! ¡Eso se llama tener pupila! ¡Una duquesa! Que supiese aprovecharse, y antes de un año, la alternativa.

¡Cómo se iba a poner!: hembras, aplausos, dineros...

-Porque, vamos a ver, ¿a qué están las mujeres si no es a eso? -formuló «Morenito» echándose el cordobés a la nuca con un golpe del índice-. Yo, aquí donde «ustés» me ven, le sorbí el seso a una gabacha que bailaba tango, «mismamente» que una girafa, en el salón Madrileño, y al principio «too» iba bien: « ¡Oh, tú «sej» mi «toguego» bonito! ¡Yo querer a tú!» Y mucho sobeteo, pero «pelás»... «¡Miau!» Total y que voy y digo: «míe» usté, u hay de aquí o tocan al «ahuequen».

«El Huesca» intervino:

-¡Si es que éste es un «panoli»! ¡Como fuese yo! -y siguió azotándose la pierna con el junquillo que llevaba en la mano.

«El Lucero» se defendía refugiándose, como todas las inteligencias primitivas, en la brusquedad. Sabido es que la vergüenza y la huida son la única defensa de ciertas almas rudimentarias, como la ironía y la indiferencia son privativas de los espíritus superiores.

«El Leñe», un chulo aburrido que ambulaba siempre por allí, perpetuo satélite de futuros planetas, le dio una palmada familiar en la espalda.

-Chócala... y convida para celebrar.

-¡Que os quitéis de ahí! -se defendió «el Lucero»-. ¡A que «vos» rompo la cara, «amos»!

-¡Valiente tía te has «echao, gachó»! -celebró «el Peque», muy chulo, con su pantalón abotinado y su chaquetilla plegada de lienzo.

-¡Que te «calle» tú, niño, «estamo»!

De regular estatura, más bien enjuto, pero fuerte y bien plantado, «el Lucero» tenía la varonil apostura de un hijo de la tierra. El traje gris claro, ligeramente achulado, no acababa de darle el aire rufián de sus compañeros, ese aire civilizado y perverso en su misma estética primitiva de las criaturas de placer con que las mórbidas costumbres modernas han sustituido a los antiguos gladiadores, a los esclavos nubios y a los legionarios favoritos de emperatrices y cortesanas; aire familiar que hace hermanos a los «apaches» de la barrera del Trono, a los golfos napolitanos y a los chulos de Lavapiés y del Rastro, perpetuos huéspedes de las trotacalles, recreo de princesas histéricas y de duquesas en mal de amor. En contraste con la corbata roja, su rostro aniñado era muy blanco; en sus ojos azules, claros, ingenuos, había una gran dulzura que bañaba su faz entera, y sólo en la boca, cobijada por aguileña nariz, vagaba una sombra de picardía por los labios rojos, cortados en la derecha comisura por la cicatriz de una cornada. Sus cabellos rubios se escapaban del fieltro tabaco, caído a la nuca, y subrayado por la tosquedad algo brusca del gesto, tenía toda su persona algo de pueril.

No había pasado «el Lucero» por el cruel aprendizaje que curtiera en los linderos de la vida a la mayoría de los que un ensueño de gloria o de riqueza lleva a exponer la piel ante la fiera. No conocía los días con hambre y las noches con frío, esas eternas noches de dolorosa peregrinación a lo largo de los callejones sombríos, mirando con envidia, al través de las vidrieras de las buñolerías, a los que toman un chocolate de treinta céntimos; no podía evocar en su memoria las rápidas escapadas, huyendo de sabuesos policíacos por vueltas y revueltas del Rastro y Embajadores, y por los descampados de la Fábrica de Tabacos y del Gasómetro, en una fantasmagórica carrera de pesadilla, para salvar un pañuelo de seda afanado a un desconocido y que representaba la pitanza del día siguiente; no recordaba, el niño mimado de honrados campesinos, las felpas propinadas por un padre borracho o por una mujerona violenta y cruel, traída para satisfacer el vicio de su progenitor, ni las lúbricas escenas entrevistas mientras lloraba en un rincón; ni podía tampoco evocar, en la sucesión de mejores tiempos, las juergas canallas en los colmados, entre criaturas de venta estucadas y oliendo a esencias baratas; las noches tumultuosas rodando en coches de alquiler, entre gritos y canciones por las afueras, ni las escenas violentas de celos, las riñas y peleas llenas de bofetadas y blasfemias, de una grosería inaudita, en las mancebías; ni las equívocas aventuras, entre las propicias sombras de la noche, en las calles extraviadas, con pálidos adolescentes pintados y perfumados como mujeres o con graves caballeros de venerable aspecto; ni menos aún las horas interminables de cárcel, las sombrías horas pobladas de vagos temores e irrazonados sobresaltos. Ningún recuerdo amargo y cruel torturaba, pues, su cerebro llevándole a fieras rebeldías. Para él fue la torería un cuento de encantamiento.

Hijo único de honrados campesinos que a fuerza de fidelidad y de trabajo habían llegado a administrar las fincas de un riquísimo aristócrata, crecía en la paz geórgica entre mimos y halagos. Toda su alegría era correr los inmensos predios, escalar los montes, bañarse en los ríos y revolcarse en las praderas entre las patas de los toros de la famosa vacada.

Aprendió desde chiquito a mirarlos como juguetes hechos para su recreo; aquellas bestias, mansas y tranquilas unas veces, feroces otras, le atraían con la fuerza irresistible del peligro. Su mayor placer consistía en escaparse a escondidas de su madre y correr a los prados donde pastaban, y allí, burlando la vigilancia de los vaqueros, jugar con ellas, azuzarles, huirles salvado por la oculta providencia, que parece velar sobre las temeridades de los niños. Sabía vagamente que aquellos animales valían miles de pesetas; que había una fiesta luminosa y magnífica en que, en circos de gloria, hombres vestidos de sedas y de oro se jugaban la vida ante ellas. Y de aquellos ensueños nació en el alma del niño una afirmación: «yo quiero ser torero». En las largas veladas del invierno, al amor de la lumbre, leía su padre descripciones del popular festejo y con ingenua admiración hablaba de sus héroes, de aquellos hombres, rudos campesinos, toscos trabajadores, miserables vagabundos ayer, hoy héroes del pueblo, elevados al pedestal de la guapeza por un rasgo de bárbara valentía. En el alma ingenua del pobre hombre, hecho a la lucha diaria, al lento batallar con las miserias de la vida, al trabajo, al ahorro, a la fidelidad, para quien la visión de la existencia se contenía en un estrecho marco de obligaciones morales y materiales, había una admiración inmensa por aquellos valientes que triunfaban al precio de su vida, que sabían mirar la muerte cara a cara y luego derrochaban ríos de oro entre juergas, amores fáciles y aventuras. La imaginación del niño, de José María, el futuro «Lucero», contagiada por los victoriosos panoramas, diose a soñar. Pasaron, sin embargo, los años indiferentes a aquel anhelo; los trabajos de cuidado y vigilancia compartidos con su padre, a quien largos días de fatiga habían gastado, fueron borrando implacablemente las bellas imágenes y el sueño tomó la inconsistencia de las cosas lejanas. Un día, tras algunos preparativos, vieron llegar a la finca coches y automóviles llevando a una fiesta de acoso y derribo bellas damas o ilustres caballeros, elegantes, toreros de fama, periodistas. Fue una tarde triunfal, el revivir de castizas costumbres, feria de donaires y elegancias en que bellas vestidas de chaquetillas de terciopelo grana adornadas de argentados alamares, la frente sombreada por el cordobés y la garrocha bajo el brazo, derribaron toros, llevando por escuderos a los diestros famosos y a los aristócratas de más rancio abolengo. Entre todas ellas, suprema de goyesca gracia en su majo atavío, la mirada enigmática de los ojos dorados luciendo bajo el pequeño calañés de terciopelo negro, el cuerpo andrógino oprimido en la aterciopelada fulgencia, ceñido el talle por sangrienta faja, destacábase en el airoso caracolear de su potro cordobés la turbadora figura de Tina Rosalba.

De entre todas aquellas damas surgió única ante los ojos de José María la joven duquesa como un ideal de belleza. Desde aquel instante sus pupilas de niño, dulces y candorosas, la siguieron esclavas. Ella, audaz, valiente, arrogantísima, lanzábase a los lugares de mayor peligro, anhelante de impresiones fuertes. Con la verde hierba por tapiz, por fondo la azulada serranía, por dosel la turquesa del cielo, tenía, jinete en su caballo de sangre, el prestigio de un castizo retrato. Acababa la fiesta sin incidentes desagradables, recogían los vaqueros las reses entre gritos y trotadas y reuníanse los invitados comentando los lances de la tarde, cuando uno de los toros escapó dirigiéndose hacia el lugar en que se hallaba la Rosalba. Esperó ésta impávida la ciega acometida, detúvose el toro a unos pasos de ella, escarbó la tierra, dobló la testuz, resopló. Asustado el corcel se irguió rampante, haciendo perder el equilibrio a la amazona, y al querer ésta afirmarse dejó caer la garrocha, en el instante que la fiera se arrancaba. Hubo un grito de horror, pero en aquel momento José María se arrojó ante el toro y con la chaqueta por capote lo arrastró tras él, lanceó un instante, diole algunos pases admirables, y quedó en pie erguido, una mano sobre la cabeza del bicho.

Bravos, enhorabuenas, parabienes, halagüeños vaticinios. ¡Era un héroe!, ¡un gran torero! De su madera habían salido «Frascuelo», Montes y «Guerrita». ¿Por qué no iba a Madrid? Allí todos le ayudarían y triunfaría seguramente. Y unos le ofrecieron su ayuda, otros, sus escritos, y Tina le ofreció una rosa, una rosa roja y pomposa que prendía junto a su corazón, mientras sus ojos de princesa de Oriente le acariciaban en un prometer de ignoradas dichas.

Y fue a Madrid. Sus padres, ante las gloriosas profecías, perdieron la cabeza. ¡Un hijo torero! ¡Un hijo aplaudido y festejado, héroe de multitudes! Y su corazón de humildes latía de entusiasmo ante la sola idea de aquella redención. De sus ahorros fuese una parte no pequeña en equiparle, y por fin un buen día partió a la corte.

De todo hubo en su estancia en ella. Las promesas, en contacto con la realidad, redujéronse a su justo término. Tina Rosalba viajaba por Suiza y los demás volvieron a ofrecer, aunque dando largas al asunto. Verían... Había que esperar ocasión propicia... Cuando viniese don Diego, el revistero taurino que estaba en Sevilla... Decidiose por la espera. Su candor campesino no acertaba a descifrar toda la indiferencia que la diplomática amabilidad encubría. Creyó a todas aquellas gentes poseídas del mismo entusiasmo del primer momento y resignose a aguardar la coyuntura invocada. En aquellos largos días de alto se aburría. No conocía a nadie; los encopetados caballeros que tratara en la dehesa tenían otras cosas que hacer que acompañar a «un maleta», y la gran ciudad, alegre, llena de bullicio, se abría como un desierto para él. Entonces tropezó con Rosita.

Bajita, vivaracha, simpática, sin ser una hermosura, era prodigio de gracia; su cuerpo, menudo, frágil, vibraba al ritmo de sus meneos sandungueros, llenos por el descoco de las hijas del viejo Madrid. Sabía pisar fuerte y andar con suave contoneo de caderas, que dejaba entrever los pies menudos, irreprochablemente calzados, y sabía reír con frescas risas, lanzando una burla al rostro del descuidado transeúnte y subrayar con una donosura sus observaciones callejeras. En su carita encuadrada de negros cabellos, acusadores en su artificio de la experta mano de la Aniceta, la peinadora de «moda», lucían los ojos grandes, negros y alegres, y se tendía la boquita roja en un gesto mimoso de niña consentida.

Sola en el mundo, vivía de su trabajo (la costura) en una guardilla alegrada de pájaros y flores, y era honrada, con la despreocupada honradez propia del bajo fondo social de esta la coronada Villa. No se asustaba de alternar con damas fáciles de la vecindad, ni se privaba de entretener palique con los apuestos caballeros del organillo que le daban serenata, ni hacía dengues para aceptar un «refresco» en el «tupi» de Novedades, cuando «los chicos» del cercano Matadero, en fondos, la invitaban con algunas compañeras de taller; bajaba los domingos a marcarse unos «schotis» a los merenderos de la Bombilla o del Puente de Vallecas, y llegaba hasta frecuentar con las vecinas los bailes «de sociedad» en que se beneficiaba algún «pianista» de los de mayor «tronío» o algún torero con más suerte en las alcobas que en las plazas; y aún, aún por Carnaval se dejaba caer por las reuniones del Lírico o el Frontón. Pero aquí paz y después gloria. Ella no quería conversación, lo que se llama conversación, de ningún hombre. ¿Que a la Patro le «hablaba» «el Gorritis»?; ¡tal día hará un año! ¿Que «la Fantasiosa» estaba «Chalá» por «el Antoñito»?; ¡expresiones a la familia! ¡La hija de su madre no quería «conversación»! ¿Los novios? ¡Líos, músicas, disgustos y quién sabe si una puñalada! Y mátese usted a trabajar para que venga un hombre a quitarle el resuello y se vaya luego a correrla con el primer pendón que le salga por ahí. ¡No!, ¡no!

Y agitaba negativamente sus manos de virgen, tal vez profanadas por la brutal lascivia de los machos, y con deliciosa inconsciencia y falta absoluta de sentido moral hacía una afirmación: el día que ella se entregase había de ser porque encontrara un hombre honrado y porque la quisiera con los «reaños» del alma, y había de ser para siempre.

Cuando la casualidad le puso en su camino al «Lucero», cuando un anochecer del mes de Mayo se vio seguida por él calle de la Montera arriba, creyó que sería como todos y comenzó por tomarlo a broma. A sus requiebros, carentes aún del cínico desparpajo de los galanes cortesanos, contestó con cuchufletas; a sus promesas de amor, con guasonas admiracianes, y a sus ruegos, con veladas negativas. Volvió a encontrarle al otro día, y al otro aún, y en sus palabras apasionadas y sinceras comenzó su sutil instinto a adivinar verdad, y como al mismo tiempo el buen mozo no le pareció costal de paja, llegó el momento en que le dio el ansiado sí. Y cumplió Rosita su promesa, poniendo en aquel amor todas las potencias de su alma y todos los ardores de su cuerpo. Fundió sus ilusiones en aquel niño grande, y desde entonces soñó con ayudarle a recorrer el sendero de gloria que, seguramente, se abriría ante él. Fuéronse a vivir juntos, y juntos pasaban noche y día. Acabado su trabajo daban largos paseos por las afueras, y por las noches visitaban cinematógrafos y teatros. Ella le animaba, alentándole en las horas de desengaño, siendo su guía y consuelo.

Con ella «el Lucero» era feliz. Sólo de tarde en tarde veía pasar por su memoria como un fantasma la imagen de la bella amazona en su majo traje de garrochista, y entonces sombra de tristeza tendía sobre su frente el velo de una preocupación, que no huía hasta que las risas de su querida, que cascabeleaban en el aire como trinar de pájaro cantor, le volvían la perdida alegría. Sin embargo -dos meses iban transcurridos desde su llegada-, las promesas de sus protectores no se cumplían y comenzaba a desesperar cuando le llamaron. No era nada; una becerrada de amigos, pero podía darse a conocer y así se preparaba el terreno... Aceptó encantado, hizo primores de habilidad, ganó aplausos y, ya lanzado, le hablaban de mostrarse en una novillada en la Plaza de Madrid, cuando fue requerido con urgencia para regresar al pueblo. Su padre se moría.

Su vida cortesana quedó rota; los amigos le olvidaron nuevamente y sólo Rosita guardó su imagen. Vio en la tristeza inmensa del campo, más triste ahora después de las delicias de la Capua cortesana, morir su padre, y por vez primera tuvo que abordar la vida cara a cara y pensar en el problema del subsistir cotidiano.

Así pasó un año. En su transcurso vio morir a su madre y arruinarse al amo. El nuevo dueño, labrador enriquecido, comenzó por tomar él mismo la administración de su hacienda. Entonces, despertando de su letargo, recogió sus cuatro ochavos y vínose a la corte.

Comenzó una vida nueva. Rosita le amaba siempre, pero las circunstancias habían cambiado mucho. Muertos sus padres, arruinado el amo, ausente siempre aquella duquesa de Rosalba, a quien, por otra parte, no hubiera osado acudir, no había ya la pensión mensual del padre ni la protección de los amigos influyentes. Era preciso buscarlo todo; ella cosía, él frecuentaba los centros -el Inglés, Levante, la calle Sevilla, la «visera»- donde podía conocer diestros o apoderados y contratistas que le proporcionasen corridas, y así habían de permanecer separados largas horas. Además, la falta de numerario suprimía teatros y excursiones y llevábales fatalmente a frecuentar el mundo del hampa, esa amable sociedad de damas de frágil virtud -vendedoras de flores y de amor indistintamente-, zurcidoras de gustos en funciones de peinadoras y prestamistas; toreros tan diestros en las artes de Monipodio como en las de «Pepe Hillo» y músicos callejeros duchos en tocar cualquier registro; gentes todas con ventana a la Plaza de Toros y al «Abanico», a la Bombilla y a San Juan de Dios, que lo mismo servían para dar dos duros a un amigo, que un timo o un pinchazo a un desconocido. Gentes todas que pululaban por aquellos barrios en los ocios que les dejaban sus excursiones al casco de la población en busca de dineros y amores fáciles y las forzadas temporadas de descanso en su «chalet» de la Moncloa.

Pero como en la vida se da una de cal y otra de arena, y Dios aprieta pero no ahoga, saliole contrata para una novillada en Tetuán, luciose con los trastos en la mano y comenzó a abrirse paso a fuerza de arte y bravura; los «aficionados» principiaron a conocerle y encontró amigos y admiradores que formaron su cortejo.



-Lo que a ti te «jase farta é un apoderao» -formuló con suficiencia «Petaquita».

-¡Eso! -corroboró «Morenito».

Todos discutieron tan interesante punto. En el fondo, estaban conformes, el mismo «Lucero» lo reconocía así. ¡Un apoderado!; ¡ahí estaba la piedra de toque! Un representante que se interesase por «su» diestro, que le buscase corridas y bombos, que tuviese influencia... ¡Nada! ¡Un mirlo blanco!

Por Alcalá entraban en la Puerta del Sol, con gran estrépito de almidonadas enaguas, fuerte aroma de «patchulí» y recio meneo de caderas, Rosita con la «Patro» y la «Visajes»; muy sencilla en su falda de hilo crudo y su pañolillo de crespón negro la primera, que venía a recoger a «su» hombre; de vuelta de los toros las otras, espléndidas en sus relumbrantes atavíos -faldas de fular de vivos colorines, blusas de encajes y pañuelo de crespón-, embadurnadas las caras de afeiteis baratos (la sabia «mano de gato» de la Aniceta) y entre los cabellos, ondulados, ensortijados, untados de bandolina en un artístico artificio capilar, espléndidas peinetas de concha falsa adornadas de suntuosos culos de vaso.

Orgullosas, satisfechísimas de tanto esplendor, y llevadas de cierto antojo que sentía la «Visajes» por «el Huesca», dieron en el grupo.

-¡Hola, chavalas! ¿De «aónde» salís? -formuló «Morenito» mientras, en explosión de entusiasmo ante tan excelsa belleza y elegancia, todos las rodeaban, manifestando su admiración en atrevidos conceptos y algún tacto más atrevido aún, manera primitiva de amar que rechazaban las interesadas (¡!) con recios manoteos (¡pues, hombre, me gusta; no era cosa de que las chafaran las galas!), encantadas, en medio de todo, del éxito, de aquella revolución armada con su sola presencia. Venían de los toros entusiasmadas, locas... ¡Qué «corría», madre, qué «corría»!... El «Bomba»...

La «Patro» interrumpió a su amiga:

-¡No, no! ¡El «Machaquito»! ¡Ay el «Machaquito»! ¡Ay mi nene!, ¡qué «reteguapismo»!, ¡qué valiente!; ¡vamos, si cuando se arrodilló delante del toro pensé que «espichaba» de emoción!

Y como «Morenito», aprovechándose de tanto entusiasmo, se empeñase en averiguar si una cadera era de «carne natural», le dio un abanicazo.

-¡Que a ver si «arrebaja» las «pata»! -y siguió su panegírico. ¡Aquél era un «gachó»!; ¡por un hombre así podía sacrificarse una «señora»! ¡Lo que se habían perdido!

-¡Habernos «convidao»! -arguyó con excelente criterio «el Peque».

-Si es que «seis mu» cabras -apostrofó «Morenito»-. Si no «tenís» un tanto así de «lacha».

-Quita de ahí «esaborío» -devolvió la «Patro» agresiva-. ¡«Pa» eso estábamos, «pa» pagarte a ti los toros! ¡Me gusta éste!, ¡ja! ¡ja!... ¡Chulapón! ¡Sin vergüenza!

-Oye tú, que no «farte, ¿etamo?»

Intervino conciliador «el Huesca»

-¡«Na»!; ¡aquí no ha «pasao na»! Vosotras nos convidáis a unas copas y tan amigos.

La «Visajes», ante la intervención de su amado, se sintió rumbosa:

-¡Ea! «Vos» convido yo. ¡«Arreando pa» la Concha!

Le hicieron una ovación. ¡Vivan las hembras de rumbo! ¡Ole su madre!

Rosita hubiera preferido llevarse al «Lucero» a cenar, pero no era cosa de despreciar el convite; ¡paciencia!

El alegre grupo se puso en movimiento con gran algazara de risas y retozos; al enfilar la Carrera vieron venir hacia ellas nuevamente el tren de la Rosalba, y esta vez Julito saludó aún más exageradamente y Tina no se contentó con mirar. Mientras sus pupilas envolvían al torero en los oros de una mirada cargada de promesas, sus labios rojos y sensuales sonreían el relámpago de sus dientes blancos.

«El Lucero» se detuvo y a su vez devolvió la sonrisa; luego, viendo los dolientes ojos de su querida fijos en él, tristes, reprochadores, siguió su camino, pensativo.