La tumba de Alí-Bellús

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-Era en aquel tiempo -dijo el escultor García- en que me dedicaba, para conquistar el pan, a restaurar imágenes y dorar altares, corriendo de este modo casi todo el reino de Valencia.

Tenía un encargo de importancia: restaurar el altar mayor de la iglesia de Bellús, obra pagada con cierta manda de una vieja señora, y allá fuí con dos aprendices, cuya edad no se difenrenciaba mucho de la mía. Vivíamos en casa del cura, un señor incapaz de reposo, que apenas terminaba su misa ensillaba el macho para visitar a los compañeros de las vecinas parroquias, o empuñaba la escopeta, y con balandrán y gorro de seda, salía a despoblar de pájaros la huerta. Y mientras él andaba por el mundo, yo con mis dos compañeros metidos en la iglesia, sobre los andamios del altar mayor, complicada fábrica del siglo XVII, sacando brillo a los dorados o alegrándoles los mofletes a todo un tropel de angelitos que asomaban entre la hojarasca como chicuelos juguetones.

Por las mañanas, terminada la misa, quedábamos en absoluta soledad. La iglesia era una antigua mezquita de blancas paredes; sobre los altares laterales extendían las viejas arcadas su graciosa curva, y todo el templo respiraba ese ambiente de silencio y frescura que parece envolver a las construcciones árabes. Por el abierto portón veíamos la plaza solitaria inundada de sol; oíamos los gritos de los que se llamaban allá lejos, a través de los campos, rasgando la quietud de la mañana, y de vez en cuando las gallinas entraban irreverentemente en el templo, paseando ante los altares con grave contoneo, hasta que huían asustadas por nuestros cantos. Hay que advertir que, familiarizados con aquel ambiente, estábamos en el andamio como en un taller, y yo obsequiaba a aquel mundo de santos, vírgenes y ángeles inmóviles y empolvados por los siglos con las romanzas aprendidas en mis noches de “paraíso”, y tan pronto cantaba a la “celeste Aída”, como repetía los voluptuosos arrullos de Fausto en el jardín.

Por eso veía con desagrado por las tardes cómo invadían la iglesia algunas vecinas del pueblo, comadres descaradas y preguntonas, que seguían el trabajo de mis manos con atención molesta y hasta osaban criticarme por si no sacaba bastante brillo al follaje de oro o ponía poco bermellón en la cara de un angelito. La más guapetona y la más rica, a juzgar por la autoridad con que trataba a las demás, subía algunas veces al andamio, sin duda para hacerme sentir de más cerca su rústica majestad, y allí permanecía, no pudiendo moverme sin tropezar con ella.

El piso de la iglesia era de grandes ladrillos rojos, y tenía en el centro, empotrada en un marco de piedra, una enorme losa con anilla de hierro. Estaba yo una tarde imaginando qué habría debajo, y agachado sobre la losa rascaba con un hierro el polvo petrificado de las junturas, cuando entró aquella mujerona, la siñá Pascuala, que pareció extrañarse mucho al verme en tal ocupación.

Toda la tarde la pasó cerca de mí, en el andamio, sin hacer caso de sus compañeras, que parloteaban a nuestros pies, mirándome fijamente mientras se decidía a soltar la pregunta que revoloteaba en sus labios. Por fin la soltó. Quería saber qué hacía yo sobre aquella losa que nadie en el pueblo, ni aún los más ancianos, habían visto nunca levantada. Mis negativas excitaron más su curiosidad, y por burlarme de ella me entregué a un juego de muchacho, arreglando las cosas de modo que todas las tardes, al llegar a la iglesia, me encontraba mirando la losa, hurgando en sus junturas. Di fin a la restauración, quitamos los andamios, el altar lucía como un ascua de oro; y cuando le echaba la última mirada, vino la curiosa comadre a intentar por otra vez hacerse partícipe de mi “secreto”.

-Dígameu, pintor -suplicaba-. Guardaré el secret.

Y el pintor (así me llamaban) , como era entonces un joven alegre y había de marchar en el mismo día, encontró muy oportuno aturdir a aquella impertinente con una absurda leyenda. La hice prometer un sinnúmero de veces, con gran solemnidad, que no repetiría a nadie mis palabras, y solté cuantas mentiras me sugirió mi afición a las novelas interesantes.

Yo había levantado aquella losa por arte maravilloso que me callaba, y visto cosas extraordinarias. Primero, una escalera honda, muy honda; después, estrechos pasadizos, vueltas y revueltas; por fin, una lámpara que debía estar ardiendo centenares de años, y tendido en una cama de mármol un tío muy grande, con la barba hasta el vientre, los ojos cerrados, una espada enorme sobre el pecho y en la cabeza una toalla arrollada con una media luna.

-Será un mòro -interrumpió ella con suficiencia-.

Sí, un moro. ¡Qué lista era! Estaba envuelto en un manto que brillaba como el oro, y a sus pies una inscripción en letras enrevesadas que no las entendería el mismo cura; pero como yo era pintor, y los pintores lo saben todo, la había leído de corrido. Y decía… decía… ¡ah, sí! Decía: “Aquí yace Alí-Bellús; su mujer Sara y su hijo Macael le dedican este último recuerdo”.

Un mes después supe en Valencia lo que ocurrió apenas abandoné el pueblo. En la misma noche, la siñá Pascuala juzgó que era bastante heroísmo callarse durante algunas horas, y se lo dijo todo a su marido, el cual lo repitió al día siguiente en la taberna. Estupefacción general. ¡Vivir toda la vida en el pueblo, entrar todos los domingos en la iglesia y no saber que bajo sus pies estaba el hombre de la gran barba, de la toalla en la cabeza, el marido de Sara, el padre de Macael, el gran Alí-Bellús, que indudablemente habría sido el fundador del pueblo!... Y todo esto lo había visto un forastero, sin más trabajo que llegar, y ellos no. ¡Cristo!

Al domingo siguiente, apenas el cura abandonó el pueblo para comer con un párroco vecino, una gran parte del vecindario corrió a la iglesia. El marido de la siñá Pascuala anduvo a palos con el sacristán para quitarle las llaves, y todos, hasta el alcalde y el secretario, entraron con picos, palancas y cuerdas. ¡Lo que sudaron!... En dos siglos lo menos no había sido levantada aquella losa, y los mozos más robustos, con los bíceps al aire y el cuello hinchado por los esfuerzos, pugnaban inútilmente por removerla.

Fòrsa, fòrsa! -gritaba la Pascuala capitaneando aquella tropa de brutos- ¡Abaix está el mòro!

Y animados por ella redoblaron todos sus esfuerzos, hasta que después de una hora de bufidos, juramentos y sudor a chorros, arrancaron, no solo la losa, sino el marco de piedra, saltando tras el una gran parte de los ladrillos del piso. Parecía que la iglesia se venía abajo. ¡Pero buenos estaban ellos para fijarse en el destrozo!... Todas las miradas eran para la lóbrega sima que acababa de abrirse ante sus pies.

Los más valientes rascábanse la cabeza con visible indecisión; pero uno más audaz se hizo atar una cuerda a la cintura y se deslizó, murmurando un credo. No se cansó mucho en el viaje. Su cabeza estaba aún a la vista de todos, cuando sus pies tocaban ya el fondo.

-¿Qué veus? -preguntaban los de arriba con ansiedad-.

Y él se agitaba en aquella lobreguez, sin tropezar con otra cosa que montones de paja arrojada allí hacía muchos años, después de un desestero, y que, putrefacta por las filtraciones, despedía un hedor insufrible.

¡Busca, busca! -gritaban las cabezas formando un marco gesticulante en torno de la lóbrega abertura. Pero el explorador sólo encontraba coscorrones, pués al avanzar su cabeza chocaba contra las paredes. Bajaron otros mozos, acusando de torpeza al primero, pero al fin tuvieron que convencerse de que aquel pozo no tenía salida alguna.

Se retiraron mohínos entre la rechifla de los chicuelos, ofendidos porque les habían dejado fuera de la iglesia, y el griterío de las mujeres, que aprovechaban la ocasión para vengarse de la orgullosa Pascuala.

-¿Cóm está Alí-Bellús? -preguntaban-. ¿Y su hijo Macael?

Para colmo de sus desdichas, al ver el cura roto el piso de su iglesia y enterarse de lo ocurrido, púsose furioso; quiso excomulgar al pueblo por sacrílego, cerrar el templo, y únicamente se calmó cuando los aterrados descubridores de Alí-Bellús prometieron construir a sus expensas un pavimento mejor.

-¿Y no ha vuelto usted allá? -preguntaron al escultor algunos de sus oyentes-.

-Me guardaré mucho. Más de una vez he encontrado en Valencia a alguno de los chasqueados; pero ¡debilidad humana! al hablar conmigo se reían del suceso, lo encontraban muy gracioso, y aseguraban que ellos eran de los que, presintiendo la jugarreta, se quedaron a la puerta de la iglesia. Siempre han terminado la conversación invitándome a ir allá para pasar un día divertido; cuestión de comerse una paella… ¡Qué vaya el demonio! Conozco a mi gente. Me invitan con una sonrisa angelical, pero instintivamente guiñan el ojo izquierdo, como si ya estuvieran echándose la escopeta a la cara.

FIN