La victoria de Pavía
Apariencia
Al señor don Mariano Roca de Togores.
I - Pescara y los españoles De la sitiada Pavía, desde las gigantescas torres que el bravo Antonio de Leiva guarda con sus españoles, entre nubes de humo y polvo do arcabuces y cañones, de rayos llenan el aire, de truenos el horizonte, se ve la horrenda batalla en que disputan feroces Francisco y Carlos el cetro de Italia y de todo el orbe. Dos veces más numerosos los franceses escuadrones son, que los que allí combaten de Carlos Quinto en el nombre. Y aquellos, a su cabeza, con lo que valen al doble, tienen a su rey Francisco, monarca de excelsos dotes. Pues en valor y destreza, y en caballeroso porte, quien le exceda y sobrepuje el mundo no reconoce. Al ejército del César si la ventaja negole el cielo, de ver al frente a su soberano entonces, le dio la de que lo rija el aventajado y noble marqués de Pescara invicto, guerrero de alto renombre. Y si es en número escaso y viene de galas pobre, también con la fama cuenta de los tercios españoles. La francesa artillería, cuyo número era enorme, deshace apretadas filas, espesas hileras rompe, y cual tempestad horrenda llena de pavor el orbe, borrando el son de las trompas y de los cabos las voces. Mas las imperiales huestes desprecian el fuego, y corren a que decida el combate de la dura lanza el bote. Y de Nápoles embiste el visorrey a galope, de hombres de armas y ligeros con los bravos escuadrones. El rey de Francia los suyos, numerosísimos, pone, mas cual bisoño caudillo, para la batalla en orden. ¡Cuán gallardo y rozagante, augusto, lozano y joven, oprime un tordo rodado que a tal dueño corresponde! De morado terciopelo y brocado de oro, sobre el arnés fúlgido, lleva veste de ricas labores: efes de oro son y lises que deslumbran como soles, y de oro y morada seda lazos, borlas y cordones. En el alto capacete, del viento halago y azote, amarillos y morados vuelan flexibles airones. Y en medio de ellos descuella una flecha de oro, donde primoroso pendoncillo un claro emblema propone. Bordada una salamandra que en vivo fuego se esconde, es el cuerpo de la empresa, y modo et non plus el mote. El almirante de Francia, personaje de alto nombre; el gran príncipe de Escocia, gallardo y hermoso joven; el príncipe de Navarra; de San Pol el bravo conde; el mariscal Montmorency, y otros insignes señores, le acompañan y le sirven, con él las filas recorren, y con él al campo abierto salen a esperar el choque. Terrible fue; parecía que se encontraban los montes, que se desplomaba el cielo y que caducaba el orbe. Mas, ¡ay!, las fuerzas de Francia eran en número dobles, y el valor no hace imposibles, aunque el valor los arrostre. Si bien del virrey la lanza dio al almirante fin noble; si bien insignes franceses cayeron de los arzones; si bien resisten constantes, como murallas de bronce, los imperiales jinetes, al cabo al cabo, eran hombres. Muere del rey en la lanza el desventurado joven, a quien Cívita-Santángel por su marqués reconoce. El mismo Alarcón a tierra vino de una maza al golpe, como cae gigante pino, cual se desploma una torre. Y a pie combate y resiste dando tajos y mandobles, y a su vigor y destreza debió no morir entonces. El del Vasto en gran peligro se ve entre diez borgoñones, y tiene que abrirse paso con la punta del estoque. Todo es muerte y exterminio; cuatro jinetes se oponen a cada jinete nuestro, sin que la lid abandone. Y ya no queda esperanza de que a la victoria logre seducir tan alto esfuerzo, y tantas hazañas nobles, cuando el capitán Quesada en el combate lanzose, seguido de cien certeros arcabuces españoles. Y con tanto tino asesta sus rayos atronadores, que a los contrarios asombra y en retirada los pone. En tanto, por otra parte, otros frescos escuadrones de bien montados franceses, Francia apellidando a voces, arrollando cuanto encuentran, con la lanza en ristre corren, y a los tercios de la Italia vencen, deshacen y rompen. Los esguízaros que siguen de la Francia los pendones, a reforzar el combate presurosos se disponen. Y hasta el mismo rey Francisco con nuevo escuadrón a trote, va a asegurar la victoria que ya suya reconoce. El gran marqués de Pescara que lo advierte, decidiose, confiado en su fortuna, a aventurar todo entonces: y con risueño semblante a los tercios españoles torna, y animoso dice: «¡Ah de mis fuertes leones! »Vuestro debe ser el día; allí donde más feroces los enemigos se agolpan, allí hay laureles mayores. »Venid conmigo a cogerlos, vuestras frentes solas logren coronarse con sus ramas entre tan varias naciones.» Vivas que asordan el aire, y seis mil bravos acordes lanzan, sonoroso grito de ansia, de gloria y renombre, fue la respuesta. Y al punto con celeridad moviose de picas y de arcabuces un espesísimo bosque. Al momento, la fortuna, tan indecisa hasta entonces, en las imperiales huestes los mudables ojos pone, y del pendón de Castilla los gloriosos resplandores encantaron sus miradas, y en su favor declarose. Los arcabuces de España no hay fila que no destrocen, no hay caballo que no ahuyenten, no hay guerrero que no postren. Y las picas españolas no hay escuadra que no arrollen, embate que no resistan, ni denuedo que no asombren. Huyen de su ardiente brío, de sus balas y sus botes, los franceses, hombres de armas, y los ligeros peones. Y los esguízaros huyen en confusión y desorden, y huyen los nobles jinetes, y huye el rey mismo a galope, y de un ejército inmenso que ya vencedor juzgose, triunfa el marqués de Pescara con sus seis mil españoles. Este valiente caudillo, cuyo esfuerzo no conoce rival en el ancho mundo, más alta empresa dispone: y ordenando que el alcance prosigan los vencedores, y que los tudescos vengan a sostenerlos veloces, junta a varios caballeros y de armas a algunos hombres, que escaramuzando andaban sin jefes y sin pendones; y poniéndose a su frente, y requiriendo el estoque, en un escuadrón lejano que el rey Francisco recoge, para tornar donde pueda dejar bien puesto su nombre, al grito de cierra España con nueva furia lanzose. En tanto Antonio de Leiva, que la ventaja conoce de las fuerzas imperiales, cual raudo torrente rompe por las puertas de Pavía, y cayendo osado sobre la retaguardia francesa, en grande aprieto la pone. Ya es de Carlos la victoria, ya los tercios españoles, como el huracán que arrasa los enmarañados bosques, abriéndose en un momento ancha calle a sus furores, no ven ya en su paso estorbo, no encuentran quien los afronte. Pero en medio de su triunfo con pasmo y con dolor oyen de que su Pescara es muerto correr las siniestras voces. Es cierto que no parece desde que con pocos hombres de armas le vieron lanzarse con tanto denuedo, donde, aun trabada la pelea, reina confuso desorden. Vengarlo, pues, juran todos, y allá revuelven feroces, cuando entre el polvo y el humo ven aparecer al trote, al victorioso caudillo de sus esperanzas norte. Mas, ¡oh Dios, en cuál estado!, herido su rostro noble, pasado el brazo siniestro de una lanza al duro bote; el coselete partido y atravesado del golpe de una bala que parece que fin a sus glorias pone. Y el tordillo moribundo herido en cuello y quijotes, un raudal de negra sangre derramando a borbotones. Las españolas escuadras quedan al mirarlo inmobles, y el placer de la victoria en llanto y dolor tornose. Al cabo llega Pescara sin que la muerte le asombre, y dice con voz tranquila, partiendo los corazones: «¿Por qué os detenéis, amigos? Valerosos españoles, pues ya es vuestra la victoria nada mi falta os importe.» Desplómase el tordo en tierra; dos capitanes recogen al general en los brazos, y Vega, su gentilhombre, del sangriento coselete le desencaja los broches, y ve..., ¡oh placer!, que la bala, causa de tantos temores, aplastada contra el pecho, leve contusión esconde: del coselete, sin duda, en los adornos de bronce perdió su temible fuerza, o por dicha disparose desde tan lejos, que trajo escasa violencia el golpe. Reanímanse los soldados, por milagro reconocen dicha tan grande, y en vivas prorrumpen y alegres voces. Y repuesto el mismo herido, que traspasado juzgose, de la contusión del pecho por los agudos dolores, «¡Bendito sea Dios!», exclama. Ármase de nuevo, y sobre otro corcel restablece en las escuadras el orden. Y en las márgenes floridas del manso Tesín, por donde se retiran derrotados de Francia los escuadrones, sembrando exterminio y muerte, aparecieron veloces el gran marqués de Pescara y los tercios españoles. II - El estandarte ante todo Del Tesín en las orillas quiere hacer su último esfuerzo, vencido y avergonzado el rey Francisco primero. Sus numerosas escuadras dispersas ve y sin aliento, y fuerzas aún poderosas en confuso desconcierto. Con el estoque en la mano, de cálida sangre lleno, pues soldado fue valiente, si no fue caudillo experto; deslucidas ya sus galas, deslustrados sus arreos, y abollados de los golpes el capacete y el peto, en su corcel, que de espuma, de sangre y sudor cubierto, cruza fatigado el campo obediente a espuela y freno, solo y sin séquito corre llamando a sus caballeros; denosta sus fugitivos, recoge algunos dispersos, y revuelve valeroso a escaramuzar ligero, pensando que aún algo puede con su valor y su ejemplo. Todo en vano; la fortuna la espalda y rostro le ha vuelto, y hasta las heces el cáliz beberá del vencimiento. De Alarcón los hombres de armas vestidos de tosco hierro, los del virrey denodados y los de Borbón soberbio, y entre el tropel de jinetes, mezclados arcabuceros españoles, cuyas balas tienen prodigioso acierto, del rey de Francia infelice invalidan los esfuerzos, y hacen sordos a sus voces a los franceses guerreros. El despechado monarca del desapiadado cielo tenaz resistencia opone al inmutable decreto. Y retirarse ordenados a sus esguízaros viendo, del Tesín a un ancho vado, donde su fin va a ser cierto, vuela a ponerse a su frente para advertirles el riesgo que van a hallar en las aguas, por no arrostrar el del fuego, y los conjura y exhorta a que con él revolviendo, noble resistencia opongan al vencedor altanero; y que cual valientes busquen con él de salud un puerto, no del Tesín en las ondas, mas de la lid en el hierro; que allí segura es la muerte, y aquí bien puede no serlo; que aquí aún les espera gloria, y allí solo vilipendio. Mucho alcanza, pues consigue formarlos y contenerlos, y ya de esperanza nueva ve casi el rostro risueño, cuando aterrador fantasma se ve venir a lo lejos: los pendones invencibles de los españoles tercios. Y olvidando que a su frente tienen hombre tan excelso, y del engañoso río olvidando el grave riesgo, los esguízaros soldados, de pánico asombro llenos, huyen, al rey abandonan, y al vado parten derechos. El francés monarca entonces, las lágrimas del despecho quemando su rostro augusto, quiere morir como bueno, y vuela hacia el puente, donde aún resisten con empeño algunos fieles magnates, algunos nobles guerreros. Mas, ¡ay!, la suerte tremenda llegar le impide a aquel puesto, donde libertad y gloria iba a conseguir al menos, pues que silbadora bala, de ignoto arcabuz partiendo, de su corcel fatigado rompe y atraviesa el pecho. Vacila el bruto, retiembla, de sangre espumosa el suelo en raudo torrente inunda, quédase clavado y yerto. De nieve son sus orejas, de sus ojos muere el fuego, y en grave estruendoso golpe desplómase con su dueño. ¡Oh dolor, yace en el fango el trono de Francia excelso, el poderoso monarca que juzgaba el orbe estrecho! De inconstancias de fortuna grande y doloroso ejemplo, y de la humana soberbia aterrador escarmiento. Nada hay firme en este mundo: valor, gloria, nombre, imperio, cuando una espada se empuña, todo queda en duda puesto. El hidalgo vizcaíno Juan de Urbieta, que cubierto de tosco arnés, en un potro escaramuzaba suelto, pasa y ve bajo el caballo tan lucido caballero, que por levantarse pugna con inútiles esfuerzos. No sospechando quién era le pone el lanzón al pecho, y «Ríndete al punto -grita- o quedarás aquí muerto.» Respóndele el derribado: «Soy el rey de Francia, quedo a tu emperador rendido, y heme ya tu prisionero.» Retira Urbieta la lanza con el debido respeto, y con tan rara fortuna pasmado queda y suspenso. Animado el rey prosigue: «Que al punto bajes te ruego, que este maldito caballo me revienta con su peso.» Iba el noble vizcaíno a darle socorro presto, y ya para echarse a tierra soltó el estribo derecho, cuando del puente a la boca ve de franceses en medio su estandarte, y que el alférez solo le está defendiendo. Y el honor de su estandarte, y la fe del juramento, más que ansia de vanagloria en su alma ilustre pudieron. «Ya, señor -al rey le dice-, socorro daros no puedo, que es mi estandarte ante todo, y está mi estandarte en riesgo. »Confesad que os he rendido, y pues que prenda no llevo, porque podáis conocerme si a vuestra presencia vuelvo, »miradme, que soy mellado». Y alzando del tosco yelmo la visera, en un instante le mostró dos dientes menos. Y revolviendo el caballo al puente voló ligero, con el lanzón en el ristre, de honra y de lealtad modelo. III - Un rey prisionero Mientras el bizarro Urbieta va a libertar su estandarte, dejando la alta fortuna que le plugo al cielo darle, al rey Francisco, impedido de moverse y levantarse, porque le sujeta en tierra de su caballo el cadáver, Diego Ávila, el granadino, también hombre de armas, vase, y que se rinda le grita decidido y arrogante. Respóndele el rey: «Rendido a otro español estoy antes, y que soy el rey de Francia para tu gobierno sabe.» Sorprendido el granadino de aventura tan notable, «¿A ese español -le pregunta- habéis dado prenda o gaje?» «Le di solo mi palabra, que mi palabra es bastante -contesta el rey-; si quieres, toma mi espada y mi guante, »y sácame del caballo y ayúdame a levantarme, que la visera me ahoga y esta pierna se me parte.» Ávila toma las prendas destilando fresca sangre, echa pie a tierra, y ayuda al rey con trabajo grande, y levántalo, y el yelmo le desencaja al instante para que le dé en el rostro, que lo ha menester, el aire. Hita, soldado gallego, tosco y de toscos modales, con su sangrienta alabarda y desharrapado traje, llega, y con poco respeto, ya resuelto a despojarle, de la insignia se apodera del más elevado arcángel. De San Miguel el collar échase al cuello el salvaje, con su tosquedad y harapos haciendo extraño contraste. El rey le dijo: «Valiente, por él te doy de rescate seis mil ducados de oro, y más, si en más lo estimares.» Y contestole el gallego: «Guardarele, que colgarle de mi emperador al cuello podré yo, temprano o tarde.» En esto llegaban otros soldados sin capitanes, con la victoria embriagados, cebados con el pillaje, y en su sagrada persona ponen sus manos rapaces; la veste del rey desgarran, sus preseas se reparten, y le arrebatan del yelmo la bandereta y plumajes, que la codicia villana no guarda respeto a nadie. Ávila, Hita y Urbieta (que ya en salvo su estandarte dejó), con vanos esfuerzos por defenderle combaten. Cuando llegaron a punto varios nobles personajes, que tan feroz soldadesca obligan a reportarse, enseñándoles valientes a que respeten y acaten a la majestad augusta, que aunque vencida es muy grande. De estar el rey prisionero cunde la nueva al instante, por el uno y otro campo con efectos desiguales. Los franceses caballeros de más valor y linaje, tornan a correr la suerte que a su rey Dios quiso darle. Y los jefes y caudillos de las tropas imperiales vuelan a que cese al punto la mortandad y la sangre. El de Pescara glorioso corre ligero a la parte en que al rey Francisco juzga expuesto a villano ultraje. Llega, del caballo salta, y con respeto admirable, hincadas ambas rodillas, la mano quiere besarle. No lo consiente el monarca, que tiene un consuelo grande en verse ya protegido por hombre que tanto vale. Y obligándole risueño de la tierra a levantarse, «Noble marqués de Pescara, pues que la fortuna os cabe »-le dice- de tal victoria, os pido no se derrame de mis vencidos vasallos la desventurada sangre. »Y espero que en vos encuentren protector, amparo y padre, los franceses que se miren, como yo en tan duro trance.» De lágrimas arrasados los ojos al escucharle Pescara: «Señor -le dice- vuestra súplica es en balde, »pues la nación española, que logra triunfo tan grande, en la victoria es tan noble como brava en el combate.» También el del Vasto llega y el rey lo recibe afable, y con dignidad lo elogia por su apostura y su talle. Y el consuelo se divisa en su abatido semblante, de verse entre caballeros que tratar con reyes saben. Mas imprevisto incidente vino de nuevo a alterarle, y a hacer más terrible y duro su destino deplorable. De Borbón el duque altivo, ¡desacato repugnante!, a su rey vencido quiere sin reparo presentarse. ¿Y cómo? Manchado todo con propia francesa sangre, de un valor mal empleado haciendo insolente alarde. No le conoce Francisco; pero de pronto, al mirarle, dio, por un secreto impulso, de gran enojo señales. Y quién era, preguntando, como el marqués contestase: «Señor, de Borbón el duque», puso un ceño formidable. Y volviendo las espaldas con dignidad, ocultarse quiso entre aquellos guerreros, porque el duque no llegase. Notolo Pescara al punto, y, como discreto, parte a evitar inconvenientes y allanar dificultades. Ruega de Borbón al duque que el sangriento estoque envaine, que quite la sobreveste y que se limpie la sangre. Y con él a pie se acerca, donde el rey, inexorable, no digna volver el rostro, que en ira y en furor arde. La mano el duque le toma de rodillas; arrogante la retira el rey. El duque tiene la audacia de hablarle, y el monarca, levantando los ojos como volcanes al cielo, en voz alta dice: «¡Santo Dios, paciencia dadme!» Oyendo lo cual Pescara, hace que de allí se aparte el de Borbón, y de él libre tornó el rey a sosegarse. IV - Un andaluz Reunidos los generales de las naciones distintas, que el ejército del César ya vencedor componían, acatan al rey cautivo, y le consuelan y animan, conducirlo disponiendo a los muros de Pavía. Danle un corcel generoso, con honrosa comitiva de franceses personajes que rendidos le seguían. Y antes confesando todos, con admirable justicia, que victoria tan insigne, triunfo tan grande y tal dicha, se debe tan solamente a la española milicia, disponen que España sola tenga la prerrogativa de guardar un prisionero de tan importante estima; y que Alarcón el famoso de alcaide y guarda le sirva. En medio, pues, de los tercios españoles, y a su vista, desplegadas las banderas de gloria y laureles ricas, de Alarcón a la derecha el rey de Francia camina, esforzándose orgulloso en dar a su faz sonrisa. Los escuadrones tudescos, que una ladera contigua de aquel camino ocupaban, al pasar la infantería española, entusiasmados le hacen salva, y alta grita levantan hasta las nubes repitiendo: «¡España viva!» Al rey suspende tal muestra dada por las tropas mismas del ejército triunfante, y es novedad que le admira, reconociendo cuán alta la española gloria brilla, pues competencias no admite, y da admiración, no envidia. Afable el rey, conversando con las personas distintas que le cercan, caminaba gallardo sobre la silla. Y al encontrar de franceses prisioneras las cuadrillas, los consuela con su ejemplo y con su voz los anima, y a los cabos españoles, que en respeto y cortesía ni un solo punto desdice de lo que a nobles obliga, los recomienda con tanto extremo, afán y caricias, que se arrasaban los ojos de cuantos allí venían. En los altos de la marcha embarazosa y prolija, varios soldados de cuenta a ver al rey acudían. Y el rey demostraba atento, con delicadeza fina, gusto en que le presentasen los de garbo y nombradía. Llegó entre tantos, acaso, Roldán, hijo de Sevilla, llamado el Arcabucero, mote puesto con justicia, pues lo era tan extremado que nunca erró puntería, clavando siempre las balas donde clavaba la vista. Este tal, galán y apuesto, de cara muy expresiva, de talle en extremo airoso, de aguda fisonomía, con aire matón y jaque, calzas de majo y ropilla, con un inmenso chapeo de alas luengas y tendidas, con su cuera y sus mangotes, y sus frascos en la cinta, de recamos adornada y de escarcela provista, se acerca al rey, y apoyado del arcabuz en la horquilla, y zarandeando el cuerpo, cual hombre que nada admira: «Señor -con ceceo dice, y lengua, aunque gorda, viva-: Cuando mi sargento anoche me dijo que combatía »vuestra alteza en este empeño, preparé varias cosillas; los trastos que en tales lances cualquier hombre necesita. »Fundí, señor, doce balas, que al cabo son la comida de esta serpiente -mostrole el arcabuz con sonrisa, »prosiguiendo-; fundí digo, doce balas, las precisas, seis de plomo, destinadas a canalla gabachina; »y las seis, muy a mi gusto cumplieron: ¡Dios las bendiga! Fundí otras cinco de plata para gente de alta guisa; »y en cinco ilustres monsiures se hallarán, no están perdidas, que, ¡vive Dios!, tal acierto no lo he tenido en mi vida. »Y una fundí finalmente, de oro muy puro y sin liga. Aquí está, señor, miradla.» Expuso a la regia vista una gruesa bala de oro que en la escarcela traía, continuando, sin turbarse, con gracejo y con malicia: «Gran señor, fundí esta bala para daros muerte digna, si en el combate de veros se me lograba la dicha. »Y ya que vuestra fortuna no os puso en mi puntería, vuestra debe ser la prenda que siempre vuestra a ser iba. »Tomadla, señor, tomadla; pesa dos onzas cumplidas, y puede que para ayuda de vuestro rescate sirva.» Al rey Francisco tal gracia hizo aquella retahíla del andaluz, y el despejo con que acertara a decirla, que, afable, tomó la bala diciendo: «Amigo, la estima mi aprecio en mucho, y confío que os lo mostraré algún día.» Roldán le hizo reverencia y vuelve a entrar en su fila tan contento de sí mismo, que ni a Carlos Quinto envidia. V - Conclusión Dueño absoluto de Italia fue el insigne emperador, con esta excelsa victoria del alto esfuerzo español. Y cautivo el rey de Francia vino a Madrid y habitó la torre de los Lujanes, con Hernando de Alarcón. En la plaza de la Villa aún dora esta torre el sol, coronada de recuerdos que el tiempo no borra, no. De ella al cabo el rey Francisco rescatándose, tornó a ocupar el rico trono de la francesa nación. Pero su rendida espada, prenda de insigne valor, testigo eterno de un triunfo que el orbe todo admiró, en nuestra regia armería trescientos años brilló, de los franceses desdoro, de nuestras glorias blasón. Hasta que amistad aleve, que ocultaba engaño atroz, con halagos y promesas que ensalzó la adulación, tal prenda de un triunfo nuestro para Francia recobró, como si así de la historia se borrase su baldón. Harto indignado, aunque joven, esta espada escolté yo, cuando a Murat la entregaron en infame procesión, pero si llevó la espada, la gloria eterna quedó, más durable que el acero de la alta fama en la voz. Y en vez de tal prenda, España supo añadir, ¡vive Dios!, al gran nombre de Pavía el de Bailén, que es mayor.