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La vida de Rubén Darío: L

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Llegué a Barcelona y mi impresión fue lo más optimista posible. Celebré la vitalidad, el trabajo, lo bullicioso y pintoresco, el orgullo de las gentes de empresa y conquista, la energía del alma catalana, tanto en el soñador que siempre es un poco práctico, como en el menestral que siempre es un poco soñador. Noté lo arraigado del regionalismo intransigente y la sorda agitación del movimiento social, que más tarde habría de estallar en rojas explosiones. Hablé de las fábricas y de las artes; de los ricos burgueses y de los intelectuales, del leonardismo, de Santiago Rusiñol y de la fuerza de Ángel Guimerá, de ciertos rincones montmartrescos, de las alegres ramblas y de las voluptuosas mujeres.

Llegué a Madrid, que ya conocía, y hablé de su sabrosa pereza, de sus capas y de sus cafés. Escribía: «He buscado en el horizonte español las cimas que dejara no hace mucho tiempo, en todas las manifestaciones del alma nacional; Cánovas, muerto; Ruiz Zorrilla, muerto; Castelar, desilusionado y enfermo; Valera, ciego; Campoamor, mudo; Menéndez Pelayo... No está, por cierto, España para literaturas, amputada, doliente, vencida; pero los políticos del día parece que para nada se diesen cuenta del menoscabo sufrido, y agotan sus energías en chicanas interiores, en batallas de grupos aislados, en asuntos parciales de partidos, sin preocuparse de la suerte común, sin buscar el remedio del daño general, de las heridas en carne de la nación. No se sabe lo que puede venir. La hermana Ana no divisa nada desde la torre». Envié mis juicios al periódico, que formaron después un volumen.

Frecuenté la legación argentina, cuyo jefe era entonces un escritor eminente, el doctor Vicente G. Quesada. Intimé con el pintor Moreno Carbonero, con periodistas como el Marqués de Valdeiglesias, Moya, López Ballesteros, Ricardo Fuentes, Castrovido, mi compañero en La Nación Ladevese, Mariano de Cavia, y tantos otros. Volví a ver a Castelar, enfermo, decaído, entristecido, una ruina, en víspera de su muerte... Me juntaba siempre con antiguos camaradas como Alejandro Sawa, y con otros nuevos, como el charmeur Jacinto Benavente, el robusto vasco Baroja, otro vasco fuerte, Ramiro de Maeztu, Ruiz Contreras, Matheu y otros cuantos más; y un núcleo de jóvenes que debían adquirir más tarde un brillante nombre, los hermanos Machado, Antonio Palomero, renombrado como poeta humorístico bajo el nombre de «Gil Parado», los hermanos González Blanco, Cristóbal de Castro, Candamo, dos líricos admirables cada cual según su manera; Francisco Villaespesa y Juan R. Jiménez, «Caramanchel», Nilo Fabra, sutil poeta de sentimiento y de arte, el hoy triunfador Marquina y tantos más.

Iba algunas noches al camarín de los llamados, por antonomasia, Fernando y María, esto es, los señores Díaz de Mendoza, condes de Balazote, grandes de España y príncipes del teatro a quienes escribí sonoros alejandrinos cuando pusieron en escena el Cyrano, de Rostand.