La vida de Rubén Darío: LII
Volví a ver al rey niño, más crecido y supe de intimidades de palacio; por ejemplo, que su pequeña majestad llamaba a sus hermanitas, las dos infantas hoy yacentes en sus sepulcros del Escorial, a la una «Pitusa» y a la otra «Gorriona». Busqué por todas partes el comunicarme con el alma de España. Frecuenté a pintores y escultores. Asistí al entierro de Castelar, escribí sobre el periodismo español, sobre el teatro, sobre libreros y editores, sobre novelas y novelistas, sobre los académicos, entre los cuales tenía admiradores y abominadores; escribí de poetas y de políticos, recogí las últimas impresiones desilusionadas de Núñez de Arce. Traté al maestro Galdós, tan bueno y tan egregio, estudié la enseñanza, renovó mis coloquios con Menéndez y Pelayo. Hablé de las flamantes inteligencias que brotaban. Relaté mi amistad con la princesa Bonaparte, madame Rattazzi. Di mis opiniones sobre la crítica, sobre la joven aristocracia, sobre las relaciones iberoamericanas, celebré a la mujer española; y sobre todo, ¡gracias sean dadas a Dios!, esparcí entre la juventud los principios de libertad intelectual y de personalismo artístico, que habían sido la base de nuestra vida nueva en el pensamiento y el arte de escribir hispano-americanos y que causaron allá espanto y enojo entre los intransigentes. La juventud vibrante me siguió, y hoy muchos de aquellos jóvenes llevan los primeros nombres de la España literaria. Imposible me sería narrar aquí todas mis peripecias y aventuras de esa época pasada en la coronada villa; ocuparían todo un volumen.