La vida de Rubén Darío: LVI
De Roma partí para Nápoles, en donde pasé amistosos momentos en compañía de Vittorio Pica, el célebre crítico de arte, autor de tantas exquisitas monografías y director de Emporium, la artística revista de Bergamo. Hice la indispensable visita a Pompeya y retorné a París.
Nunca quise, a pesar de las insinuaciones de Carrillo, relacionarme con los famosos literatos y poetas parisienses. De vista conocí a muchos, y aun oí a algunos, en el «Calisaya» o en el café Napolitain, decir cualquier beocio o filisteo. Al Napolitain iba casi todos los días un grupo de nombres en vedette, entre ellos Catulle Mendes y su mujer, el actor Silvain, Ernest Lajeuneuse, Grenet, Dancourt, Georges Courteline, algunas veces Jean Moreas y otros citaredas de menor fama, Catulle Mendes no era ya el hermoso poeta de cabellos dorados, que antaño llamara tanto la atención por sus gallardías y encantos físicos, sino un viejo barrigón, cabeza de nazareno fatigado, todavía con fuertes pretensiones a las conquistas femeninas, las cuales, en efecto, lograba en el mundo de las máscaras, pues era crítico teatral y personaje dominante entre las gentes de tablas y bambalinas. Una que otra vez se aparecía con su melena negra y sus negros bigotes, el hoy elegido príncipe de los poetas franceses, Paul Fort, y la verdad es que allí no descollaba, pues su influjo principal estaba del otro lado del río, en el país Latino.