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La vida de Rubén Darío: LXIV

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En el cuerpo diplomático, no sabiendo jugar al bridge y con el sueldo que tiene un secretario de legación de cualquier país presentable, y con lo de la literatura y los versos, hacía yo, entre los de la carrera, un papel suficientemente medianejo... Entre los embajadores, disfruté la grata cortesía del fastuoso britano Sir Maurice Bunsen, y la acogida siempre simpática y afectuosa del Nuncio, monseñor Vico, hoy cardenal. Mi único amigo verdadero era el embajador de Francia, porque era también amigo de las musas, íntimo de Mistral, y autor de páginas muy agradables, lo cual, señores positivos, no obsta para que actualmente sea director de la Banque Otomane en Constantinopla.

A todo esto, el gobierno de Nicaragua, preocupado con sus políticas, se acordaba tanto de su legación en España como un calamar de una máquina de escribir... Y ahí mis apuros... No, no he de callar esto... Después de haber agotado escasas remesas de mis escasos sueldos, que según me ha dicho el general Zelaya, tuvo que poner de su propio peculio, y cuando ya se me debía el pago de muchos meses, La Nación, de Buenos Aires, o, mejor dicho, mis pobres sesos, tuvieron que sostener, mala, pésimamente, pero en fin, sostener, la legación de mi patria nativa, la República de Nicaragua, ante su Majestad el rey de España... En fin, para no tener que hacer las de cierto ministro, a quien los acreedores sitiaban en su casa de la Villa y Corte, trasladé mi residencia a París, en donde ni tenía que aparentar, ni gastar nada, diplomáticamente.