La vida de Rubén Darío: V
¿A qué edad escribí los primeros versos? No lo recuerdo precisamente, pero ello fue harto temprano. Por la puerta de mi casa -en las Cuatro Esquinas- pasaban las procesiones de la Semana Santa, una Semana Santa famosa: «Semana Santa en León y Corpus en Guatemala»; -y las calles se adornaban con arcos de ramas verdes, palmas de cocotero, flores de corozo, matas de plátanos o bananos, disecadas aves de colores, papel de China picado con mucha labor; y sobre el suelo se dibujaban alfombras que se coloreaban expresamente, con aserrín de rojo brasil o cedro, o amarillo «mora»; con trigo reventado, con hojas, con flores, con desgranada flor de «coyol». Del centro de uno de los arcos, en la esquina de mi casa, pendía una granada dorada. Cuando pasaba la procesión del Señor del Triunfo, el domingo de Ramos, la granada se abría y caía una lluvia de versos. Yo era el autor de ellos. No he podido recordar ninguno... pero sí sé que eran versos, versos brotados instintivamente. Yo nunca aprendí a hacer versos. Ello fue en mi orgánico, natural, nacido. Acontecía que se usaba entonces -y creo que aun persiste- la costumbre de imprimir y repartir, en los entierros, «epitafios», en que los deudos lamentaban los fallecimientos, en verso por lo general. Los que sabían mi rítmico don, llegaban a encargarme pusiese su duelo en estrofas.
A todo esto, el recuerdo de mi madre había desaparecido. Mi madre era aquella señora que me había acogido. Mi «padre» había muerto, el coronel Ramírez. A tal sazón llegó a vivir con nosotros y a criarse junto conmigo, una lejana prima, rubia, bastante bella, de quien he hablado en mi cuento Palomas blancas y garzas morenas. Ella fue quien despertara en mí los primeros deseos sensuales. Por cierto que, muchos años después, madre y posiblemente abuela, me hizo cargos: «¿Por qué has dado a entender que llegamos a cosas de amor, si eso no es verdad?». -«¡Ay!, le contesté, ¡es cierto! Eso no es verdad, ¡y lo siento! ¿No hubiera sido mejor que fuera verdad y que ambos nos hubiéramos encontrado en el mejor de los despertamientos, en la más ardiente de las adolescencias y en las primaveras del más encendido de los trópicos?...».
Mi familia se componía entonces de mi tía doña Rita Darío de Alvarado, a quien su hermano Manuel García, esto es Manuel Darío, único que tenía en tal ocasión dinero, había hecho donación de sus bienes ¡ah, malhaya! para que se casase con el cónsul de Costa Rica; mi tía Josefa, vivaz, parlera, muy amante de la crinolina, medio tocada, quien una vez -el día de la muerte de su madre- apareció calzada con zapatos rojos, y a las observaciones y reproches que se le hicieron, contestó que, «Las perdices y las palomitas de Castilla...». ¡Cuando digo que era medio tocada! Mi tía Sara, casada con un norteamericano, muy hermosa, y cuya hija mayor. ¡Oh Eros! un día, por sorpresa, en un aposento a donde yo entrara descuidado, me dio la ilusión de una Anadiómena... Y «mi tío Manuel». Porque don Manuel Darío figuraba como mi tío. Y mi verdadero padre, para mí, y tal como se me había enseñado, era el otro, el que me había criado desde los primeros años, el que había muerto, el coronel Ramírez. No sé por qué, siempre tuve un desapego, una vaga inquietud separadora, con mi «tío Manuel». La voz de la sangre... ¡qué plácida patraña romántica! La paternidad única es la costumbre del cariño y del cuidado. El que sufre, lucha y se desvela por un niño, aunque no lo haya engendrado, ese es su padre.
Mi tía Rita era la adinerada de la familia. Mi padre, que, como he dicho, pasaba como mi tío, vivía en casa de su hermana, la cual era propietaria de haciendas de ganado y de ingenios de caña de azúcar. La vida de mi tía Rita me ha dejado un recuerdo verdaderamente singular e imborrable. Esta señora, que era muy religiosa, casada con don Pedro Alvarado, cónsul de Costa Rica, tenía, como los antiguos reyes, dos bufones, enanos, arrugados, feos, velazquescos, hombre y mujer. Él se llamaba el capitán Vilches, y la mujer era su madre; pero eran iguales completamente, en tamaño, en fealdad, y me inspiraban miedo e inquietud. Hacían retratos de cera, monicacos deformes, y el «capitán», que decía ser también sacerdote, pronuncia sermones que hacían reír, pero que yo oía con gran malestar, como si fuesen cosas de brujos.
Los domingos se daban bailes de niños, y aunque mi primo Pedro, señor de la casa, era el más rico y un excelente pianista en tan corta edad, ya, con mi pobreza y todo, solía ganarme las mejores sonrisas de las muchachas, por el asunto de los versos. ¡Fidelina, Rafaela, Julia, Mercedes, Narcisa, María, Victoria, Gertrudis! recuerdos, recuerdos suaves.
A veces los tíos disponían viajes al campo, a la hacienda. Íbamos en pesadas carretas, tiradas por bueyes, cubiertas con toldo de cuero crudo. En el viaje se cantaban canciones. Y en amontonamiento inocente, íbamos a bañarnos al río de la hacienda, que estaba a poca distancia, todos, muchachos y muchachas, cubiertos con toscos camisones. Otras veces eran los viajes a la orilla del mar, en la costa de Poneloya, en donde estaba la fabulosa peña del Tigre. Íbamos en las mismas carretas de ruedas rechinantes, los hombres mayores a caballo; y al pasar un río, en pleno bosque, se hacía alto, se encendía fuego, se sacaban los pollos asados, los huevos duros, el aguardiente de caña y la bebida nacional, llamada «tiste», hecha de cacao y maíz; y se batía en jícaras con molinillo de madera. Los hombres se alegraban, cantaban al son de la guitarra y disparaban los tiros al aire y daban los gritos usuales, estentóreos y alternativos, muy diferentes del chivateo araucano. Se llegaba al punto terminal y se vivía por algunos días bajo enramadas hechas con hojas, juncos y cañas verdes, para resguardarse del tórrido sol. Iban las mujeres por un lado, los hombres por el otro, a bañarse en el mar, y era corriente el encontrar de súbito, por un recodo, el espectáculo de cien Venus Anadiómenas en las ondas. Las familias se juntaban por las noches y se pasaba el tiempo bajo aquellos cielos profundos, llenos de estrellas prodigiosas, jugando juegos de prendas, corriendo tras los cangrejos, o persiguiendo a las grandes tortugas llamadas «paslamas», cuyos huevos se sacan cavando en los nidos que dejan en la arena.
Yo me apartaba frecuentemente de los regocijos, y me iba, solitario, con mi carácter ya triste y meditabundo desde entonces, a mirar cosas, en el cielo, en el mar. Una vez vi una escena horrible, que me quedó grabada en la memoria. Cerca de una yunta de bueyes, a orillas de un pantano, dos carreteros que se peleaban, echaron mano al machete, pesado y filoso, arma que sirve para partir la caña de azúcar y comenzaron a esgrimirlo; y de pronto vi algo que saltó por el aire. Eran, juntos, el machete y la mano de uno de ellos.
Por las tardes y las noches paseaban, a caballo o a pie vociferando, hombres borrachos. Los soldados, descalzos y vestidos de azul, se los llevaban presos. Cuando la luna iba menguando, retornaban las familias a la ciudad.