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La vida de Rubén Darío: XX

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Al llegar a Guatemala, supe que la guerra estaba por estallar entre este país y El Salvador. Menéndez: había mantenido las mejores relaciones con el presidente guatemalteco Barillas, y éste tenía sus razones para creer que Ezeta le sería contrario, y aprovechara para prestigiarse de la antipatía tradicional entre salvadoreños y guatemaltecos. No bien hube llegado al hotel, cuando un oficial se presentó a decirme que el presidente general Barillas me esperaba inmediatamente. La capital estaba conmovida y se hablaba de la seguridad de la guerra. Me dirigí a la casa presidencial, acompañado del oficial que había ido a buscarme. Penetré entre los numerosos soldados de la guardia de honor y se me hizo pasar a un salón. Al llegar, vi que el presidente estaba rodeado de muchos notables de la ciudad. Se hallaba agitadísimo y cuando yo entré pronunciaba estas palabras: -«Porque, señores, el que quiera comer pescado que se moje él...». Yo me senté tímidamente en una silla, fuera del círculo, pero el presidente me miró y me preguntó: «¿Es usted el señor Rubén Darío?». -«Sí, señor», le contesté. Me hizo entonces avanzar y me señaló un asiento cercano a él. -«Vamos a ver», me dijo, «¿es usted también de los que andan diciendo que el general Menéndez no ha sido asesinado?». -«Señor Presidente», le contesté, «yo acabo de llegar, no he hablado aún con nadie, pero puedo asegurarle que el presidente Menéndez no ha sido asesinado». En los ojos de Barillas brilló la cólera. -«¿Y no sabe usted que tengo en la Penitenciaría a muchos propaladores de esa falsa noticia?». -«Señor», insistí, «esa noticia no es falsa. El general Menéndez ha muerto de un ataque cardíaco al parecer; pero si no ha sido asesinado con bala o con puñal, le ha dado muerte la ingratitud, la infamia del general Ezeta, que ha cometido, se puede decir, un verdadero parricidio». Y me extendí sobre el particular. El presidente me escuchó sin inmutarse. «Está bien», me dijo, cuando hube concluido. «Vaya en seguida y escriba eso. Que aparezca mañana mismo. Y véase con el Ministro de Relaciones Exteriores y con el Ministro de Hacienda». Me fui rápidamente a mi hotel y escribí la narración de los sucesos del 22 de junio, con el título de Historia negra, que en ocasión oportuna reprodujo La Nación, de Buenos Aires.

Mi escrito causó gran impresión, y supe después que Carlos Ezeta, así como su hermano Antonio, aseguraban que si alguna vez caía en sus manos no saldría vivo de ellas. -«Y pensar», decía algún tiempo más tarde el presidente Ezeta al ministro de España, don julio de Arellano y Arróspide -después Marqués de Casa Arellano, y cuya esposa fuera madrina de mi hijo, en San José de Costa Rica- «¡y pensar que yo hubiera hecho rico a Rubén si no comete el disparate de ponerse en contra mía!». La verdad es que yo estaba satisfecho de mi conducta, pues Menéndez había sido mi benefactor, y sentía repugnancia de adherirme al círculo de los traidores. ¡Será ello quizás un poco romántico y poco práctico; pero qué le vamos a hacer!