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La vida de Rubén Darío: XXV

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Era el alma de las delegaciones hispanoamericanas al general don Juan Riva Palacio, ministro de Méjico, varón activo, culto y simpático. En la corte española el hombre tenía todos los merecimientos; imponía su buen humor y su actitud siempre laboriosa era por todos alabada. El general Riva Palacio había tenido una gran actuación en su país como militar y como publicista, y ya en sus últimos años fue enviado a Madrid, en donde vivía con esplendor, rodeado de amigos, principalmente funcionarios y hombres de letras. Se cuenta que algún incidente hubo en una fiesta de Palacio, con la reina regente doña María Cristina, pues ella no podía olvidar que el general Riva Palacio había sido de los militares que tomaron parte en el juzgamiento de su pariente, el emperador Maximiliano; pero todo se arregló, según parece, por la habilidad de Cánovas del Castillo, de quien el mejicano era íntimo amigo.

Tenía don Vicente, en la calle de Serrano, un palacete lleno de obras de arte y antigüedades, en donde solía reunir a sus amigos de letras, a quienes encantaba con su conversación chispeante y la narración de interesantes anécdotas. Era muy aficionado a las zarzuelas del género chico y frecuentaba, envuelto en su capa clásica, los teatros en donde había tiples buenas mozas. Llegó a ser un hombre popular en Madrid, y cuando murió, su desaparición fue sentida.

Fui amigo de Castelar. La primera vez que llegué a casa del gran hombre, iba con la emoción que Heine sintió al llegar a la casa de Goethe. Cierto que la figura de Castelar tenía, sobre todo para nosotros los hispano-americanos, proporciones gigantescas, y yo creía, al visitarle, entrar en la morada de un semidiós. El orador ilustre me recibió muy sencilla y afablemente en su casa de la calle Serrano. Pocos días después me dio un almuerzo, el célebre político Abarzuza y el banquero don Adolfo Calzado. Alguna vez he escrito detalladamente sobre este almuerzo, en el cual la conversación inagotable de Castelar fue un deleite para mis oídos y para mi espíritu. Tengo presente que me habló de diferentes cosas referentes a América, de la futura influencia de los Estados Unidos sobre nuestras Repúblicas, del general Mitre, a quien había conocido en Madrid, de La Nación, diario en donde había colaborado; y de otros tantos temas en que se expedía su verbo de colorido profuso y armonioso. En ese almuerzo nos hizo comer unas riquísimas perdices que le había enviado su amiga la duquesa de Medinaceli. Hay que recordar que Castelar era un gourmet de primer orden y que sus amigos, conociéndole este flaco, le colmaban de presentes gratos a Meser Gaster. Después tuve ocasión de oír a Castelar en sus discursos. Le oí en Toledo y le oí en Madrid. En verdad era una voz de la naturaleza, era un fenómeno singular como el de los grandes tenores, o los grandes ejecutantes. Su oratoria tenía del prodigio, del milagro; y creo difícil, sobre todo ahora que la apreciación sobre la oratoria ha cambiado tanto, que se repita dicho fenómeno, aunque hayan aparecido, tanto en España como en la Argentina por ejemplo en Belisario Roldán, casos parecidos.

He recordado alguna vez, cómo en casa de doña Emilia Pardo Bazán y en un círculo de admiradores, Castelar nos dio a conocer la manera de perorar de varios oradores célebres que él había escuchado, y luego la manera suya, recitándonos un fragmento del famoso discurso-réplica al cardenal Manterola. Castelar era en ese tiempo, sin duda alguna, la más alta figura de España y su nombre estaba rodeado de la más completa gloria.