La vida de Rubén Darío: XXVIII

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Conocí mucho a don Antonio Cánovas del Castillo, a quien fui presentado por don Gaspar Núñez de Arce. Hacía poco que aquel vigoroso viejo que era la mayor potencia política de España, se había casado con doña Joaquina de Osma, bella, inteligente y voluptuosa dama, de origen peruano. Mucho se había hablado de ese matrimonio, por la diferencia de edad; pero es el caso que Cánovas estaba locamente enamorado de su mujer, y su mujer le correspondía con creces. Cánovas adoraba los hombros maravillosos de Joaquina, y por otras partes, en las estatuas de su sérre, o en las que decoraban vestíbulos y salones, se veían como amorosas reproducciones de aquellos hombros y aquellos senos incomparables, revelados por los osados escotes. La conversación de Cánovas, como saben todos los que le trataron de cerca, era llena de brío y de gracia, con su peculiar ceceo andaluz. Su mujer no le iba en zaga como conversadora lista y pronta para la ripposta; y pude presenciar, en una de las comidas a que asistiera en el opulento palacio de la Huerta, en la Guindalera, a una justa de ingenio en que tomaban parte Cánovas, Joaquina, Castelar y el general Riva Palacio.

Cuéntase ahora en Madrid una leyenda, que si no es cierta, está bien inventada como un cuento de antaño o como un romántico poema. Dícese que cuando Cánovas fue asesinado por truculento y fanático anarquista italiano, se repitió en España el episodio de doña Juana la Loca. Y que, una vez que el cuerpo de su marido fue enterrado, después que le hubo acompañado hasta el lugar de su último reposo, sin derramar, como extática, una sola lágrima, la esposa se encerró en su palacio y no volvió a salir más de él. Dícese que apenas hablaba por monosílabos con la servidumbre para dar sus órdenes; que recorría los salones solitarios con sus tocas de viuda; que una noche de invierno se vistió de blanco con su traje de novia; que, por la mañana, los criados la buscaron por todas partes, sin encontrarla; hasta que la hallaron en el jardín, ya muerta; tendida con la cara al cielo y cubierta por la nieve. Ello es lindo y fabuloso; Tennyson, Bécquer o Barbey d'Aureville.