La vida de Rubén Darío: XXXIV

De Wikisource, la biblioteca libre.

Entre los verdaderos amigos de Verlaine, había uno que era un excelente poeta, Maurice Duplessis. Éste era un muchacho gallardo, que vestía elegante y extravagantemente, y que con Charles Maurras, que es hoy uno de los principales sostenedores del partido Orleanista, y con Ernesto Reynaud que es comisario de policía, formaban lo que se llamaba la escuela Romana, de que Moreas era el sumo Pontífice. A Duplessis, que fue desde entonces muy mi amigo, le he vuelto a ver recientemente pasando horas amargas y angustiosas, de las cuales le librara alguna vez y ocasionalmente la generosidad de un gran poeta argentino.

Yendo en una ocasión por los bulevares, oí que alguien me llamaba. Me encontré con un antiguo amigo chileno, Julio Bañados Espinosa, que había sido ministro principal de Balmaceda. Se ocupaba en escribir la historia de la administración de aquel infortunado presidente. Nos vimos repetidas veces. Me invitó a comer en un círculo de Esgrima y Artes, que no era otra cosa, en realidad, sino una casa de juego, como son muchos círculos de París. Allá me presentó al famoso Aurelien Scholl, ya viejo y siempre monoculizado. Se decía que el juego no era perseguido en ese club, porque la influencia de Scholl... pero no deseo repetir aquí murmuraciones bulevarderas.

Comía yo generalmente en el café Larue, situado enfrente de la Magdalena. Allí me inicié en aventuras de alta y fácil galantería. Ello no tiene importancia; mas he de recordar a quien me diese la primera ilusión de costoso amor parisién. Y vaya una grata memoria a la gallarda Marión Delorme, de victorhuguesco nombre, de guerra, y que habitaba entonces en la avenida Víctor Hugo. Era la cortesana de los más bellos hombros. Hoy vive en su casa de campo y da de comer a sus finas aves de corral. Los cafés y restaurants del bosque no tuvieron secretos para mí. Los días que pasé en la capital de las capitales, pude muy bien no olvidar a ningún irreflexivo rastaquouere. Pero los rollos de águilas iban mermando y era preciso disponer la partida a Buenos Aires. Así lo hice, no sin que mi codicioso hotelero, viendo que se le escapaba esa pera, como dicen los franceses, quisiese quedarse con el resto de mis oros, de lo cual me libró la intervención de un cónsul, y de mi buen amigo Tible Machado, que residía, también con cargo consular, en el puerto del Havre.