La vida de Rubén Darío: XXXVI

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Naturalmente que desde mi llegada me presenté a la redacción de La Nación, donde se me recibió con largueza y cariño. Dirigía el diario el inolvidable Bartolito Mitre. Lo encontré en su despacho fumando su inseparable largo cigarro italiano. Sentí a la inmediata, después de conversar un rato, la verdad de su amistad transparente y eficaz que se conservó hasta su muerte. Me llevó a presentarme a su padre el general, y me dejó allí, ante aquel varón de historia y de gloria, a quien yo no encontraba palabra que decir, después de haber murmurado una salutación emocionada. Me habló el general Mitre de Centro América y de sus historiadores Montufar, Ayón, Fernández; recordó al poeta guatemalteco Batres, autor de El Reloj, habló de otras cosas más. Me hizo algunas preguntas sobre el canal de Nicaragua. Estuvo suave y alentador en su manera seria y como triste, cual de hombre que se sabía ya dueño de la posteridad. Salí contentísimo.

Era administrador de La Nación don Enrique de Vedia. Alto, delgado, aspecto de figura de caballero del Greco. Grave y acerado, tenía una sólida y variada cultura y, un gusto excelente. A pesar de la diferencia de caracteres y de edades, cultivábamos la mejor amistad, y por indicación suya escribí muchos de los mejores artículos que publiqué en esa época en La Nación. Era subdirector del diario Aníbal Latino, esto es, José Ceppi, hombre al parecer un tanto adusto; pero dotado de actividad, de resistencia y de inmejorables condiciones para el puesto que desempeñaba. Secretario de redacción era Julio Piquet, experto catador de elixires intelectuales, escritor de sutiles pensares y de gentilezas de estilo, y que contribuía poderosamente a la confección de aquellos números nutridos de brillante colaboración del gran periódico, que se diría tenían carácter antológico. En la casa traté a crecido número de redactores y colaboradores, de los cuales unos han desaparecido y otros se han alejado, por ley del tiempo y de los cambios de la vida; pero ninguno fue más íntimo compañero mío que Roberto J. Payró, trabajador insigne, cerebro comprendedor e imaginador, que sin abandonar las tareas periodísticas ha podido producir obras de aliento en el teatro y en la novela. Fue asimismo amigo mío el autor de La Bolsa, José Miró, que firmaba con el pseudónimo de Julián Martel y cuya única obra auguraba una rica y aquilatada producción futura. El pobre Miró pasó en trabajosa bohemia y en consuetudinaria escasez, los mejores años de su juventud, y, ¡oh, ironías de la suerte!, después que murió de tuberculosis, se encontró que una parienta millonaria le había dejado en su testamento una fortuna.