La vieja del cinema: 4

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La vieja del cinema de Vicente Blasco Ibáñez


Capítulo IV[editar]

La noticia empezó á circular después de mediodía, vaga é indecisa.

«¡La paz! ¡Acaba de ajustarse la paz!»

Pero tantas veces se había dicho esto mismo, sin verlo realizado luego, que la vieja no creyó la noticia.

A media tarde todos se convencieron de que era verdad. El gobierno anunciaba un armisticio, solicitado por los enemigos.

La verdulera se encontró de pronto envuelta y arrastrada por una avalancha de gente que parecía rodar hacia el centro de París. Se mostraba frenética de alegría como todos; gritaba como todos.

Hasta la llegada de la noche vivió una existencia de ensueño; creyó seguir las inverosímiles aventuras de una pesadilla. Pero esta pesadilla era agradable y sus delirios no los inspiraba el terror, sino el entusiasmo.

Se vió en la plaza de la Concordia. La muchedumbre, rugiendo cantos patrióticos, hacía rodar los cañones cogidos á los alemanes que estaban expuestos en la gran plaza.

Un grupo de mozalbetes hizo montar á la vieja sobre uno de estos cañones, como si fuese un carro triunfal, arrastrando la pieza de artillería por las calles inmediatas.

Ella, con los blancos cabellos en desorden, elevaba los brazos cantando la Marsellesa. La muchedumbre la saludaba con aplausos. Nadie sabía quién era, pero su paso iba despertando la veneración instintiva que infunde la ancianidad. Algunos creían contemplar la vieja gloria de la Revolución, que despertaba triunfante después de un siglo de letargo.

De pronto se vió á pie y sola. Había desaparecido el cañón y los jóvenes que tiraban de él. Ahora estaban en la rue Royale, frente á los restoranes más elegantes. Los parroquianos de Maxim—gentes ricas que podían permitirse este lujo—regalaban botellas de champaña á la muchedumbre para solemnizar el suceso.

Sin saber cómo, se encontró hablando con un grupo de soldados americanos. Ella adoraba á los americanos. Los reconocía únicamente por su sombrero de fieltro con cuatro hoyos simétricos y terminado en punta. ¡Hermosos muchachos, sanos, fuertes y con aire de buenos! A algunos les encontraba cierto parecido con Alberto.

—¡Vivan los Estados Unidos!

Se entendía con estos soldados por medio de gestos y de guiños, más que por palabras. Pero esto importaba poco.... ¡Cuando hay simpatía y buena voluntad!...

Y ellos, regocijados por la alegría de la vieja, reían como niños grandes, con una carcajada sonora que marcaba bajo la piel la fuerte osamenta de las mandíbulas y dejaba al descubierto el luminoso marfil de unas dentaduras envidiables.

La vieja se levantó la falda para rebuscar en una bolsa de lienzo pendiente sobre las enaguas, donde guardaba el capital de su comercio. Estaba en fondos y podía convidar á sus nuevos amigos.

Los soldados protestaron, riendo. «¿Admitir convites de una mujer?»

El único que hablaba bien el francés de todos ellos replicó con alegre protesta:

—Nosotros somos más ricos que usted. Nosotros cobramos en dólares.

Ella miró el puñado de monedas de cobre que tenía en una mano. Céntimos, nada más; pero ¿qué importaba?...

—Estáis en mi casa, y os invito. Si me decís que no, soy capaz de llorar.

Entraron en un café, y durante media hora los robustos soldados del sombrero puntiagudo bebieron, riendo á carcajadas de las palabras y los gestos de la alegre vieja.

Luego se vió bebiendo con hombres de otros países que vestían distintos uniformes, y hasta con soldados franceses, que, á pesar de la locura general, conservaban un gesto sombrío, como hombres que aún no hubiesen acabado de despertar de una pesadilla horrorosa prolongada durante años y años.

Al anochecer, la vieja se sintió fatigada. Parecía que toda aquella muchedumbre hubiese marchado sobre ella; creía haber recibido millones de golpes.

El instinto la llevó hacia su barrio, caminando con lentitud, arrastrando casi los pies. Pero á pesar de esta fatiga, juntó su voz á las aclamaciones de todos los grupos que encontraba al paso.

La necesidad de descansar y la costumbre la hicieron meterse en la taberna.

Allí estaba Crainqueville, solitario y silencioso, sentado ante un vaso vacío, cuyo fondo contemplaba tristemente.

—También te convido á ti—dijo la vieja—. Hoy es un gran día. ¡La paz! ¿Qué dices tú de la paz?

Crainqueville levantó los hombros. Luego, animado por la vista del nuevo vaso que le ofrecía su amiga, se dignó hablar.

—Tal vez la humanidad procure ser mejor después de esta prueba terrible; tal vez se regenere y aprenda á vivir por primera vez con un poco de lógica.

Luego sonrió irónicamente, como su maestro. Se sentía invadido por la eterna duda, y continuó:

—Aunque nadie puede afirmar si esta pobre humanidad merece la pena de ser regenerada y que alguien se ocupe de su porvenir....

Mucho más tarde, la vieja sintió la atracción de un nuevo deseo. Se acordó con delicia de la obscura sala del cinema y de sus vistas, que ella consideraba como algo celestial. ¡Qué felicidad estar allá dos horas, en un asiento cómodo, conversando mentalmente con su nieto! El pobre Alberto no debía conocer aún la gran noticia que conmovía á París y al mundo entero. Ella iba á comunicársela.

—Adiós, Crainqueville; mi nieto me espera. Para el pobre no hay fiestas. Esta noche trabajará como todas.

El filósofo ambulante, que había terminado por aceptar la vida ilusoria de su compañera, creyó del caso darle algunos consejos.

—Te estás matando. Apenas comes; bebes demasiado. Gastas tu dinero exageradamente; vas á perder tu capital. Ayer tuviste que tomar la mitad de tu género al fiado.... Además, en una semana parece que hayas vivido varios años.

Pero después de la cuerda reprimenda, volvió á sonreir con su eterna sonrisa de duda.

—En fin, ¡si eso te divierte!... ¡Si encuentras en ello tu felicidad!...

La vieja marchó apresuradamente hacia el cinema, á pesar de sus piernas entumecidas que casi se negaban á sostenerla. Allá, en la sala agradable, descansaría cómodamente.

Las calles estaban obscuras aún, como en las noches de la guerra preñadas de amenazas aéreas. Pero la muchedumbre formaba grupos. Sonaban instrumentos de música y se improvisaban bailes en las encrucijadas.

Al penetrar en el atrio del cinema, el empleado que guardaba la puerta salió á su encuentro alegremente.

—¡Viva la paz, abuela!

Luego añadió, como si recordase algo de escasa importancia:

—Esta noche ya no «trabaja» su nieto.... ¡Se acabó! Todo es nuevo. Pero la representación vale la pena.

-¿Qué?...

La vieja había apoyado la espalda en el muro, intensamente pálida, con los ojos desmesuradamente abiertos. El empleado fué dando explicaciones para contestar á su exclamación angustiosa.

—Han transcurrido siete días. ¡Cambio completo de programa! El público estaba fatigado ya de la historia de la muchacha de Alsacia y del alemán. Ahora, con la paz, habrá que dar otras cosas. ¡Nada de guerra!... Hay que olvidar, hay que alegrarse.... Entre.... Tenemos esta noche una película americana que hace rugir de risa.

La vieja vaciló sobre las piernas, á pesar de que se había desvanecido instantáneamente la dulce turbación de su mansa embriaguez.

—¡No verle más!... ¡no verle más!—gemía.

Luego resumió su desesperación en una frase:

—Me lo han matado por segunda vez.

El público que iba á entrar en el cinema se agolpó en torno de esta mujer desfalleciente, próxima á caer al suelo. El empleado, por conmiseración y por evitar aglomeraciones en la puerta, intentó alegrar á la vieja.

—¡Ánimo, abuela!... No va usted á morirse hoy, un día de tanta felicidad, porque hemos cambiado el programa.... Además...además....

Había pedido á la mujer de la taquilla un periódico, y empezó á examinarlo con precipitación, empinándose sobre la punta de los pies para recibir mejor la luz de una lámpara pendiente del techo. Al mismo tiempo hablaba entre dientes.

—Veamos.... Esta estúpida historia de la alsaciana deben darla en alguna parte. Un mal film de ocasión, hecho de recortes. Estará, seguramente, en los cinemas de quinta clase.... Eso es; helo aquí.

Y dirigiéndose á la vieja, le dió el nombre de una calle y el título de un cinematógrafo.

—Un poco lejos, abuela; en Grenelle, al otro lado de París; ¡pero tomando el Metro!... Allí encontrará á su nieto durante una semana.

No se acordó más de ella, para seguir ocupándose del público que entraba y entraba, atraído por el programa nuevo.

La vieja se vió otra vez en la calle. No tenía mas que una idea.

«¡Me lo han matado!—pensaba—. En este día en que todos ríen, me lo han matado por segunda vez.»

Reapareció su enérgica voluntad de luchadora obscura y humilde. Se lo habían matado allí; pero iba á resucitar en otra parte. Debía ir á su encuentro.

Buscó bajo su falda aquella bolsa de tela que contenía sus capitales. Su diestra sólo encontró el vacío. Después de tenaces exploraciones, salieron á luz unas cuantas monedas de cobre sosteniéndose entre sus dedos. Cincuenta céntimos en total.

Sólo disponía de lo preciso para comprar una entrada en aquel cinema desconocido de Grenelle.

No le quedaba dinero para tomar un billete del Metro. Todo lo había gastado en sus ruidosas aventuras de la tarde. Tendría que ir á pie; y era tan lejos.... ¡tan lejos!

Un mal pensamiento contrajo su frente.

—¡Si pidiese limosna!... Hoy es un día de regocijo general. Se apiadarán de mí al verme tan vieja, tan cansada....

Pero á pesar de su cansancio se irguió, con un gesto de altivez ofendida. No había mendigado nunca, y á los setenta años era tarde para empezar.

—Debo verle...necesito verle.

La fatiga le hizo caer en un banco entre dos árboles del bulevar. Brillaban en la penumbra las puertas de cafés y tabernas como bocas de horno. Se confundían en alegre discordancia las diversas músicas. Pasaban parejas amorosas, perdiéndose en la obscuridad; guerreros de remotos países que abarcaban con un brazo el talle de una mujer.

—¡Tan lejos!... ¡tan lejos!—seguía suspirando la vieja.

Vió de pronto un soldado que le sonreía, un soldado todo blanco desde el casco de trinchera hasta los gruesos zapatos. A través de su cuerpo se veían los árboles, el banco cercano, las gentes que pasaban. Parecía de cristal, de humo sutil, de espuma impalpable.

La hizo señas para que la siguiese, y echó á andar al ver que la vieja le obedecía.

—¡Ay, mis piernas!... No podré seguir. Son varios kilómetros. ¡No llegaré nunca!...

Se dejó caer en otro banco y el soldado transparente se detuvo, volviendo hacia ella un rostro sombrío, desesperadamente sombrío.

—No te pongas triste. ¡Si supieras cuán cansada estoy! Pero tu abuela no te abandonará nunca.... Alberto, espérame. ¡Allá voy, pequeño mío!

Y haciendo un esfuerzo supremo, se levantó y siguió marchando en pos del fantasma por las calles interminables, negras, heladas....

Como marchamos todos á través de las asperezas de la vida, guiados por nuestros recuerdos, al encuentro de la Ilusión.