La virgen de cera
- Para el Dr. Castro Rojas
–El rey...
–¡Siempre cuentos reales!...
–Los reyes son los espléndidos y los generosos. En sus cabezas triunfa el oro cincelado y en sus tronos ríen piedras de África. Ellos hacen magníficas nuestras narraciones. Tienen joyas, mujeres y esclavos. Favoritas del Cairo y lechos de mármol rosa. Ellos compran los cantos a los trovadores sentimentales y las graves máximas a los filósofos; la honorabilidad a los gentiles-hombres, la discreción a las damas y la fina condescendencia a los caballeros.
¡Hablemos de los reyes! Ellos hacen espléndidas nuestras narraciones y llenan de pompa nuestros pensamientos. ¡El oro y los reyes!
... La villa de la señorita Indrah estaba envuelta en una atmósfera de superstición. No había en la aldea quien hubiera atravesado las verjas de los jardines ni el misterio de los aposentos. Unos decían ver salir a la dueña, de noche, rodeada de enormes vampiros que la tenían esclava, y a los que alimentaba con su sangre. Otros decían que robaba los niños de las aldeas para beber su sangre fresca y otros decían verla huir de noche, hacia los bosques de las comarcas vecinas.
Una vez corrió la voz en la aldea de que un peregrino que había llegado a las rejas del castillo vio llorando a la Indrah, tras de unos setos. Más tarde llegó a decirse que la enigmática señorita había salido de noche en procesión por las calles del pueblo; el miedo sobrecogió a los sencillos aldeanos, y, como nadie volvió a salir de noche, las procesiones se multiplicaron.
Entonces principiaron las rogativas y las oraciones públicas. Se ofreció sacrificios de flores en los templos y se quemó cabellos de niños en los hogares; por fin, se guardó aves blancas en los sarcófagos y se pensó ofrecer en holocausto a la virgen más joven. A pesar de eso, un joven gañán, al volver una noche de la reja de su amada, tuvo que ocultarse presuroso. La procesión pasaba...
–¿Iba Indrah?
–Iba entre un grupo de encorvados con aspecto de vampiros negros de los que sólo se veía los ojos. En el centro, casi muriente y apoyada en los brazos de uno de ellos, iba la virgen pálida de cera. Indrah tenía una transparencia opalina y ningún color profanaba la blancura de la joven. Los acompañantes con amplias capas obscuras rumiaban sordamente sonatas incomprensibles.
Al día siguiente fue hallado el gañán, sin conocimiento y víctima de una crispación horrible. Murió describiendo entrecortadamente la procesión de Indrah. Entonces en la aldea, al miedo sucedió el espanto. Los hombres principiaron a preocuparse; los viejos caminaban taciturnos y encorvados como si pensaran en algo sombrío; las mujeres no asomaban por los jardines secos y muertos; los mancebos no iban al campo ya; y los niños, tristes y pálidos, se dormían en los rincones húmedos de sus covachas.
Cada día aparecía un cadáver crispado y aquel pueblo tomó el aspecto de una ciudad muerta. Los viejos callaban siempre, no se amaban los jóvenes, los niños no reían y las mujeres eran víctimas de alucinaciones. Aquella raza comenzó a extinguirse...
–¿Quién era Indrah?...
–Nadie lo sabía. Un aventurero loco, un asesino original, un decepcionado o un ser extraordinario, fue a vivir en las rocas de un país del norte que da al mar y donde no sale el sol. Era el rey Míndor.
Para llegar a su atalaya había que cruzar pampas donde el viento zumbaba siempre, un viento helado que desplegaba los vestidos y agrietaba los labios. En doce jornadas se llegaba al castillo de Míndor. El rey tenía vasallos que traían a los viajeros extraviados, quienes por la generosidad de Míndor, dormían en el castillo, después de ser invitados a cenas extraordinarias en las que los viajeros volvíanse locos de placer, que unos creen y atribuyen a bebidas excitantes. En ese estado de felicidad suprema los viajeros eran trasladados al jardín del castillo donde había el pozo circular con broqueles de ónice. El pozo tenía una escalinata de mármol como la entrada a un palacio subterráneo, que, al girar, arrojaba en sus profundidades al que pisaba la escalinata célebre.
Allí se hacía llevar a los viajeros, ebrios de una felicidad suprema, quienes al caer en el pozo iban a mezclarse con los cadáveres de los desgraciados que les habían precedido en las cenas del castillo. Muchos hombres vivían aún, locos, entre ese pozo que era una boca del infierno. Una vez cada veinte jornadas, al ponerse el sol, se abrían las puertas enormes de ese pozo profundísimo y siniestro. El rey, acodado en el brocal con su copa de oro, miraba presa de un placer febril cuando las compuertas se abrían y se precipitaban las aguas, pujantes y enormes, y arremolinaban los escorzos humanos.
Pronto el elemento salvaje llenaba todo el pozo y entonces se cerraban las compuertas y se dejaba salir el agua nuevamente.
–¿Pero Indrah?
–Era la hija del rey. Una tarde los vasallos caballeros dibujaron sus siluetas en las pampas frías y obscuras de la comarca. Poco a poco se fueron precisando las formas y ya a los pies del castillo se vio llegar un nuevo peregrino, un joven rubio, de color encendido, con la tez seca y los labios rajados. Indrah sintió por él un sentimiento que no percibiera jamás por viajero alguno de los que venían de palacio para morir en el pozo. Sólo los veía durante los banquetes y las cenas que Míndor obsequiaba a sus víctimas. Esta vez, Indrah estaba enamorada.
–¿Asistió al banquete?...
–Sí. Con sus ojos de tristeza, al mirar los agasajos sufría horriblemente. Al terminar la cena, cuando Nildo, así se llamaba el mancebo, fue feliz con los vinos dorados y bermejos, los pajes lo llevaron en una silla al jardinillo del pozo. Indrah, que había visto todo, siguió a su padre:
–¡Todavía no, padre!
Míndor no contestó. Los pajes siguieron su camino entre los setos y ya en el broquel instalaron a Nildo, que no se daba cuenta de nada. Y el rey le refería:
–¡Y os falta ver, mancebo rubio, mis palacios encantados. Vais a penetrar al reino más grande y más poderoso. Allí los jardines son eternos, los aromas suaves y enervantes y las mujeres hermosas y pródigas. El Sol de la mañana no se pone nunca, y los que han ido a mis reinos jamás han regresado... ¿Lo queréis ver?...
–¡Sí, magnífico!
–¡Padre! -gritó Indrah en un arranque gutural y salvaje- ¡Padre, éste no!
Nildo sin darse cuenta sonreía pensando en caricias mejores. Los lacayos le hicieron entrar al pozo por una de las escalinatas de mármol que cubrían el horrible secreto. Nildo avanzó tranquilo.
–¡Padre!...
La escala giró. El golpe del hombre sobre el agua produjo un chasquido que sonó lúgubremente en el pozo profundísimo. El rey aplicó el oído, mientras Indrah, alocada, se perdía a través de los setos del jardín. El rey miraba acodado en el broquel con una satisfacción inmensa. Veía, entre la obscuridad del pozo, cómo los hombres hambrientos le mordían los dedos a Nildo, y los otros, locos, reían de la fúnebre aventura, entre el lodo de aquel nido infernal.
–¡Abrid las compuertas! -gritó Míndor- y las aguas enormes y salvajes se precipitaron, ahogando en sus remolinos gritos de dolor y de locura y crispamientos horribles. El pozo se llenó.
–¡Cerrad!... ¡Cerrad más aprisa!...
El agua comenzó a llegar a los bordes del broquel lejos de retirarse. El rey gritó más fuerte aún:
–¡Cerrad, vasallos, cerrad más aprisa!...
En el cuarto de las compuertas nadie respondía. El pozo principió a desbordarse loca y atropelladamente. Parecía que todo el mar se precipitaba furioso por ese vórtice gigantesco. En el fondo hubo un crujir de cadenas y desgarramientos formidables, tembló la tierra que pisaba el monarca y todo se perdió en el avasallador impulso de las olas. Una monstruosa invasión del mar se precipitó en el palacio, inundó los jardines reales vertiginosamente y en pocos momentos aquello era el dominio del mar, que después de profanar las galerías del rey y los salones de oro, invadió la comarca y siguió... siguió muchas jornadas.
–¿Indrah?
Loca y desesperadamente al ver caer a Nildo cogió las llaves de las compuertas, mató al viejo guardián y abrió para siempre las fauces del salvaje elemento. Luego, cuando su padre exclamó:
–¡Cerrad, vasallos, cerrad aprisa las compuertas!
Indrah arrojó las enormes llaves al fondo del mar y huyó enseguida...
Nadie sabe cuándo vino a vivir a la villa de aquel país, donde dicen los aldeanos que sale en las noches a buscar a Nildo.
–¿Pero los encorvados?...
–Peregrinos jóvenes que ella había salvado y que no la abandonaron nunca. En las noches de su paseo, la llevan entre ellos con gran solicitud, y después de pasear la ciudad volvían a la villa antes de salir el sol.
Y en el pueblo se morían las gentes víctimas de crispaciones horribles. Un día se reunió todo el pueblo y acordaron sorprender el palacio de Indrah. Se llamó a los labriegos de las comarcas vecinas y todos, a la hora del crepúsculo, se lanzaron al palacio armados de piedras, picas y azadones.
Atropellaron viejos guardias y penetraron al gran salón obscuro donde creían encontrar a Indrah y a los vampiros. Los antiguos servidores de Indrah huyeron y al huir dejaron caer el cuerpo de la virgen sobre el que se precipitaron los aldeanos.
–¿Era el cadáver de Indrah?
–No. Era una suplantación hecha en cera. Indrah había muerto seguramente y aquellos hombres, en honor a ella, hiciéronla vivir en aquel bloc modelado, que, como a Indrah misma, sacaban de paseo todas las noches, a través de la aldea.
–¿Cuando se hizo la suplantación?...
–Nadie lo sabe aún, mas cuando se viaja por los países del norte, fríos, secos y llenos de atalayas, los viejos refieren esta leyenda de la virgen de cera y el rey Míndor.
Da mucha melancolía viajar por los países del norte. Tienen leyendas muy tristes y -Europa no lo sabe- en las rocas abruptas y abandonadas, viven aún de esos reyes.
Estás triste. ¡No siempre son bellos los cuentos reales!...
- Lima y julio de 1910