La vuelta al mundo en la Numancia/XVIII

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XVIII

El Chorrillo, la pintoresca playa que al Sur del Callao se extiende, era lugar de recreo y descanso para la sociedad limeña. Allí concurrían ricos y semi-ricos, pobres y semi-pobres en busca del trato expansivo y ameno, de la fresca brisa, de la vida placentera, factor principal de la vida saludable. En aquel campo de la ociosidad, donde crecían lozanas la paz, la higiene, la cortesía graciosa y alegre, no podía faltar la planta viciosa y viciada del juego. Formidables timbas actuaban en garitos elegantes, donde la juventud florida y la vejez verde exponían inmensos caudales de oro a la fatalidad del azar. Allí las fortunas improvisadas con la venta y embarque del guano, pasaban en horas al bolsón de los banqueros del envite. Como en aquel tiempo la riqueza principal del Perú procedía de los yacimientos de las Chinchillas, podía decirse que en las mesas de juego del Chorrillo pasaba de unas manos a otras lo que las aves oceánicas habían depositado durante siglos y siglos. Allí dejó cuanto tenía, y hasta las plumas del tricornio, un altísimo personaje de aquel tiempo, culminante figura militar, política y revolucionaria, que ni en las postrimerías de su edad achacosa pudo curarse del funesto vicio. Los años y su jerarquía social dábanle derecho a una sinceridad chistosa. Cuando le agraciaba la suerte, decía: «hoy he ganado yo». Cuando venía la mala: «hoy ha perdido el Perú».

En ocasiones diferentes obtuvo Fenelón permiso de dos o tres días, que se pasaba tranquilamente en el Chorrillo gozando de aquella excitante vida. Vestido con elegancia y hablando francés, mariposeaba en diferentes casas y familias, sin que nadie sospechara que estaba al servicio de la Marina española. Por vanidad tanto como por vicio dejábase caer en la timba, donde era comúnmente desplumado. Un día que le sonrió la fortuna, se fue a Lima, y en la mejor fotografía de la ciudad compró una colección de retratos de mujeres, que era el más variado y sugestivo muestrario de las hermosuras limeñas. Debe advertirse que en Lima las señoras y señoritas gustaban de ostentar públicamente su belleza en las vitrinas de los fotógrafos. Esta liberal costumbre, que debieran imitar las beldades de otros países, no tenía nada de particular. Lo insólito y raro era que los fotógrafos vendiesen al público los retratos de todo el mujerío de la ciudad, y que nadie se ofendiese por esto. Nuestros Oficiales y Guardias marinas, privados del trato y contemplación viva del bello sexo, se consolaban adquiriendo las preciosas imágenes. Algunos hacían entre sí cambalaches de ellas, y a fuerza de contemplarlas y de discutir y comparar los diferentes tipos de belleza, llegaban a darles personalidad y aun a ponerles nombres: María, Carmen, Gracia, Lolita, etc...

Las cartulinas que llevó Fenelón, como escogidas por su buen gusto, eran primorosas. En su esfera jerárquica, que era la de oficiales y cabos de mar, condestables y mayordomos, enseñó la preciosa colección de niñas bonitas, describiéndolas con acertado criterio estético, y agregando indicación de las cualidades morales, virtudes o defectillos de cada una. De este modo, sin declarar que eran sus conquistas, dejábalo entender; y cuando sobre esto se le interrogaba, se hacía el modesto y el delicado, y a sus amigos pedía que no pusieran a prueba su extremada discreción.

De su tercera visita a las timbas del Chorrillo volvió Fenelón con la bolsa limpia como patena; mas del percance se consolaba con su filosofía parda y la gramática del mismo color, asegurando que era rico con la ilusión de un próximo desquite. Días antes de la catástrofe había hecho corta provisión de vino blanco, parecido a Jerez de poco cuerpo, con lo que podría remediarse hasta que vinieran tiempos mejores. Convidó a Sacristá y a Diego a que lo probasen, y estando en ello se dejó caer por allí Binondo, encorvado y tétrico. Antes de que rompiera en místicas declamaciones y en el elogio de los santos, le taparon sus amigos la boca. Invitáronle a probar el vino; defendió con remilgos sus propósitos de abstinencia; al fin cedió a los ruegos insistentes, y copa tras copa, llegó a la cuarta, donde hizo punto con extremado escándalo de su conciencia. Fenelón y Sacristá le tranquilizaron, diciéndole que porque llegase borracho al Cielo, no habrían de recibirle con menos agasajo del que merecía.

Ansúrez bebió doble que Binondo, y cuando estaba en la cuarta copa, le dijo Fenelón poniéndose muy serio y tomando una actitud parlamentaria: «Tengo que comunicarte un suceso de los que deben ser celebrados entre amigos con toda solemnidad... He querido haceros beber antes de la noticia, para que con lo que después se beba quede la noticia entre dos luces espléndidas... Veo a todos con la boca abierta, y a Diego con los ojos saltones y cortada la respiración. Lo diré de una vez... Bebamos a la salud del Oficial de mar y de su ilustre parentela incaica... Ansúrez, abrázame: ya eres abuelo... Tu hija...».

-¡Ajo!... ¿pero es verdad?

-Mara ha dado sucesión a la regia familia de los Chacones... ¿No te alegras?

-¡Sí me alegro, ajo! -exclamó Ansúrez con llanto y risa que se peleaban en su rostro-. Es que la sorpresa me ha dejado lelo... Me vuelvo criatura, como si fuera yo nieto de mí mismo. ¿Con que un hijo... y varón? ¡Jesús, qué lindo será... y además poeta por parte de padre!... ¿Y mi hija, está bien? En el trance apretado, se portó como buena española. Me atrevo a sostener que apretó los dientes para no chillar... ¡Valiente como ella sola! ¡Hija del alma!... ¿Qué dices a esto, Binondo?

-Digo que no es verdad -replicó el malayo-. Yo lo he soñado de otro modo, al modo triste, que siempre es el más verdadero. Verdaderas son siempre en sueños las visiones del morir; las del nacer no lo son. No creas, Diego, el cuento de este señor, y ten por seguro que no tienes hija, ni tampoco nieto, porque antes que ella pudiera dar el ser al ser del chiquitín, ambos seres dejaron de ser.

Montó en cólera el buen celtíbero al oír esta disparatada sutileza, y sin poder reprimirse cerró el puño y alzó el brazo con tal violencia y furia, que si los amigos no atajaran el movimiento, aplastado quedaría el cráneo de Binondo. «Repórtate -dijo este-; sé buen cristiano, Diego; aprende la humildad, la resignación, y hazte más amigo de la tristeza que de la alegría, más del padecer que del gozar».

-Cállate, fealdad; vete con tus músicas negras a otra parte -gritó Diego-, y déjanos a los que consolamos nuestras almas con algún rayito de alegría que Dios manda... En fin, no quiero incomodarme... hoy es día de paz, de bailar de gusto y de echar la casa por la ventana. Venga otra copa. Bebe a mi salud, José, y que Dios te conceda pronto la muerte que deseas.

Bebió Binondo, limpiándose con la mano la boca en toda su longitud monstruosa; dijo amén, y agarrándose a los mamparos salió con la lentitud que le imponía su dolencia cardiaca. Apenas desapareció el malayo, Ansúrez, que no cabía en sí de gozo, pidió a Fenelón pormenores del fausto suceso. Díjole el francés que la noticia era tan cierta, por ejemplo, como la luz del sol; que el alumbramiento había sido felicísimo; que el chiquillo era una preciosidad, la madre un portento, y que doña Celia y don Belisario estaban a punto de enloquecer de júbilo.

Para que Diego se persuadiera de la verdad del caso, y se disiparan las últimas sombras de su duda, aseguró Fenelón que le presentaría dentro de poco una prueba documental irrecusable. ¿Qué prueba, Señor? Pues... Belisario había compuesto una larga y sonora poesía, titulada Al nacimiento de mi primer hijo. Imprimiéndola estaban en Jauja, pues en el Cerro del Pasco no había buenas imprentas. Con la poesía del feliz padre recibiría Fenelón otras muchas en variados metros y estrofas, escritas por los poetas y poetisas de aquella localidad y sus contornos, y dedicadas al venturoso natalicio del nene de Chacón. ¡Extraño y nunca visto caso! Los versos, hijos de la fantasía, venían en auxilio de la razón, y daban testimonio y fianza del hecho real. Los tres amigos alzaron de nuevo las copas; Sacristá puso su mano cariñosa en el hombro de Ansúrez, y en su oído estas nobles palabras: «Lo que tú dices: nuestras bocas gritan guerra, y nuestros corazones gritan paz».

En esto llegó al camarote el Capellán don José Moiron, y antes de tomar la copa que le ofrecían, desembuchó estas graves noticias: «Ya hemos declarado a Chile la guerra... Ya la revolución del Perú está en camino del triunfo». Queriendo poner un comentario a la primera de estas interesantes nuevas, el buen castrense, modoso y encogidito como un Capellán de monjas, echó de su boca esta exclamación pagana: «Séanos propicio el Dios de las batallas». Y Ansúrez, comentando la segunda noticia, dijo: «Pues si como hay Dios de las batallas, hay Dios de las revoluciones, no le arriendo la ganancia al Presidente Pezet».

El caso era que no habiendo podido obtener del Gobierno chileno las satisfacciones pedidas en el ultimátum, Pareja declaró que las pediría con el lenguaje de las armas. Metiéronse por medio los diplomáticos, buscando arreglo; pero la obstinación de los chilenos cerró el camino a toda solución pacífica. El primer acto militar de Pareja fue disponer el bloqueo de los puertos de Chile. A los buques de banderas neutrales se les concedía plazo de diez días para que salieran cargados o en lastre de los puertos de la República. Las fragatas Villa de Madrid, Resolución y la goleta Vencedora, sostenían el bloqueo en Valparaíso; la Berenguela en Coquimbo, y la Blanca en Caldera. Apresaron cuantos buques chilenos andaban por aquellas aguas, casi todos de cabotaje, pues el comercio de altura se hacía principalmente en buques extranjeros.

Llegaron estas noticias por el correo del Sur, y con ellas innumerables periódicos que ponían a los españoles cual no digan dueñas. Con la prosa furibunda se mezclaban los versos: las musas que en aquellos países florecen reventaban de tanto soplar la bélica trompa. Todo esto era muy natural, y nuestro Almirante y Plenipotenciario no debió incomodarse por tal efervescencia del patriotismo y de la versificación, cosas ambas que compiten en lozanía con la flora americana.

«Señores -dijo Ansúrez, en cuyo ser celtíbero resplandecía la equidad-, yo pienso, con perdón, que el señor Pareja no estuvo discreto al mandar a los chilenos el memorial de agravios el mismo día en que celebraban el aniversario de su independencia. Señores, cada país tiene sus cariños y sus memorias alegres o tristes de sucesos pasados. El Jefe de Escuadra... lo digo con todo respeto, en cuanto oyó ruidillo de cohetes y escandalera de patriotismo, debió echarse mar afuera con todos sus barcos, y cruzar un par de días, para volver luego cuando estuvieran ya roncas y cansadas las voces patrioteras... Y entonces era la ocasión de decirles: 'Ea, caballeros, ya ven que les he dejado desahogar los corazones. Ahora vamos a tratar de nuestro asunto, poniéndolo en los términos de la razón'. Y esto y lo otro, y vengan explicaciones, y vaya indulgencia para pedirlas, sin exigir demasiado, con cierto tira y afloja, como hace la madre cariñosa que reprende al hijo calavera, sin olvidar nunca que es madre... Esto me parece a mí que debió hacer nuestro General; y si es disparate, no hagan caso... que yo no soy quién para tratar de estas cosas; pero digo todo lo que me sale del cacumen de mi sentido natural...».

Ni Sacristá ni el Cura apreciaron en lo que valía esta opinión sesuda, que sólo fue apoyada por el francés maquinista. Ello es que los españoles necesitaban de una fuerza grande de virtud para no dejarse inflamar por el rencoroso fuego que contra ellos enviaban los americanos. El correo del Sur traía, con las noticias de la declaración de guerra y el fárrago de versos patrióticos, un clamor inmenso y unánime que pedía la coalición del Perú y Chile contra el maldito godo; clamor que más bien iba buscando el convencimiento fácil del partido revolucionario que el del Gobierno del Presidente Pezet. Casi juntamente con las noticias del furor chileno, llegó a bordo de la Numancia la del desembarco de cinco mil insurrectos en Pisco, al mando del Vicepresidente y General Canseco, y del Coronel Prado. Se situaron en Paracas, disponiéndose a marchar sobre Lima, distante cuarenta leguas. Pronto se supo que Pezet reunía un ejército de diez mil hombres, y salía de la capital y tomaba posiciones en los llanos de Lurín. Arrojados quedaban ya los dados.

Mala la hubisteis, españoles, con aquellas trifulcas de vuestros parientes americanos, y malísima la hubo también el bonísimo Ansúrez, que apenas acarició las dulces esperanzas de comunicarse con su hija, viose nuevamente defraudado y a punto de volverse loco, porque el Comandante no permitía bajar a tierra, temeroso de conflictos y choques, provocados por la turbamulta de Lima y el Callao. Valiéndose de los rancheros y de su amigo Mendaro, envió Diego a tierra una carta que debía confiarse a los buenos oficios del señor Canterac, para quien dio el maquinista una esquela de recomendación. Pero la epístola volvió a bordo con el recado triste de que el señor Canterac no estaba en Lima: había ido al bateo del herederito de los Chacones, y se ignoraba cuándo volvería.

Y ya tenemos otra vez a nuestro buen amigo dedicado a la imitación santa del Patriarca Job, de quien se creía discípulo en paciencia, aunque casi casi iba ya para maestro. Sirviole de solaz y consuelo en aquellos tristes días la mediana carga de versos que le dio Fenelón, y fue remitida por una amiga de este. Era el Florilegio del Natalicio, y en él figuraba como pieza mayor la composición de Belisario, en silva; seguían innumerables octavas, décimas, quintillas, romances, cantatas y otras formas de poesía, que ensalzaban con entusiasmo ardiente el familiar suceso, subiéndolo hasta las mismas barbas de la Historia. Aunque Ansúrez no entendía ni palotada de poesía, ni en su vida las había visto más gordas, todo lo leyó y releyó sin perder sílaba, gozando en la frase sutil, en el número y cadencia, en el sonsonete de las rimas. La exuberancia de los ripios, a gloria le supo. Admiraba los privilegiados caletres que daban de sí tan bellos pensamientos, y los reducían a un lenguaje que era sin duda el idioma vulgar de los serafines. Los renglones largos y cortos de Belisario, en combinación musical, le sonaban como una orquesta que imitara el rumor de la marejada, los golpetazos de la hélice y las caricias de un Nordeste frescachón. Los otros versos también eran bonitos. ¡Qué comparaciones, qué galanas frases y qué melindres cariñosos!... ¡Y qué cosas le decían a la hermosa Mara! ¡Ajo, vaya una lluvia de flores!... La perla española..., la flor de Castilla..., la paloma emigrante, que en alas del amor... En fin, que había hecho su nido a la sombra de los Andes.