La vuelta al mundo en la Numancia/XXI

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XXI

La Numancia permanecería en Caldera hasta que llegasen los transportes de vela Valenzuela Castillo y Vascongada, que del Callao salieron con víveres y carbón. Aún había para rato, por causa de las calmas de aquellos días. Aburridos quedaron los tripulantes de la fragata y como desengañados, pues muchos de ellos creían, al partir del Callao, que iban a una función militar de importancia. Otros veían en la ausencia de su General un vacío melancólico, cual si Méndez Núñez se hubiera llevado consigo toda la grandeza y ardor guerrero del primer barco de la Nación. Mientras allí estuvieran las fragatas, debían custodiar el enorme rebaño de buques apresados que con los transportes formaban una impedimenta fastidiosa y pesadísima. No teniendo España, en la inmensa extensión de la costa debelada, ningún puerto, ni siquiera un islote, para refugio y abrigo de sus operaciones, veíase forzada a conducir consigo la reata de barcos viejos que le servían de carboneras, de almacenes, de talleres, y de enfermería en algún caso. Se comprenderá cuán molesta y embarazosa era esta mochila para el guerrero que allí necesitaba toda su agilidad y desenvoltura.

Las dos fragatas y todas las embarcaciones de vapor tenían siempre encendida sus calderas; la vigilancia era minuciosa; en la lancha de hélice, o en botes, los Guardias marinas bordeaban de día y de noche. Dos tercios de los tripulantes velaban desde la puesta del sol hasta su salida. En la plenitud del verano austral, eran las noches claras, estrelladas, de solemne hermosura. Marineros y oficiales de mar, oficialidad y jefes armaban sus tertulias nocturnas en los sitios correspondientes a cada jerarquía... Los mentideros más animados eran los populares, a proa. Junto al cabrestante formaban un ruedo animadísimo Sacristá, Fenelón, Ansúrez y otros amigos de Máquina y Maestranza. Binondo, que también hocicaba en aquel ruedo, se apartó bruscamente de él y se fue hacia un grupo de marineros que charlaban junto a la borda. «Me vengo aquí -dijo-, huyendo de las conversaciones indecentes de esos perdidos... Me escandalizo de oír los cuentos asquerosos que refiere el francés de las mujeres que ha conocido en Lima, Callao y el Chorrillo. Ningún hombre de buenos principios puede oír tales porquerías. De una dice que tiene el cuerpo blanco como la leche; de otra, que es morenita tostada, y encendida de su fuego natural... Y como el hombre ve que le ríen y alaban estas suciedades, no se para en barras... ni en pechos, y ahora decía que los tiene muy bonitos una que llaman Susana, sobrina de no sé qué General, y prima del señor Arzobispo... Aquí me vengo, porque ese condenado le hace pecar a uno de intención, y en estos casos yo corto por lo sano, quiero decir, corto por las intenciones». Oído esto por los muchachos, dejaron solo a Binondo y se fueron al ruedo.

Las aventuras amorosas acometidas con singular audacia por Fenelón, y consumadas triunfalmente, embelesaban a los pobres mareantes, tan rudos como crédulos. Los más de ellos se tragaban sin chistar las enormes bolas que de su boca fecunda iba soltando el maquinista. El cual, henchido de fatuidad ante el éxito de sus embustes, lanzábase a los mayores atrevimientos de la inspiración y de la fantasía. Terminó su mujeril relato con esta síntesis gallarda: «Yo, que he recorrido las Américas divirtiéndome cuanto he podido, y cursando, por ejemplo, toda la carrera del amor hasta el doctorado, aseguro a ustedes que las mujeres más hermosas de este continente son las costarriqueñas: diosas, estatuas vivas las llamo yo. Las más graciosas y apasionadas, las más seductoras y las más tiranas del hombre, son las del Perú; y en ilustración, a todas ganan las de este país en que ahora estamos, las chilenas, señores, que no por sabias y discretas dejan de ser bonitas... mi palabra. Ocurre que en Valparaíso o en Santiago está usted haciendo el amor a una señorita, y a lo mejor la señorita, contestando con gracia, le habla a usted de Kant o de otro filósofo muy nombrado...». Los contramaestres y cabos de mar oían estas cosas con la boca abierta; y aunque no sabían quién fuese aquel Kant, celebraban la ocurrencia y enaltecían al orador.

Derivó luego la conversación a un asunto distinto. Desiderio García, cabo de mar andaluz, muy amigo de Ansúrez, excelente hombre, un poco dado a la taciturnidad, fue instigado por sus compañeros a tratar de un tema que a él le trastornaba y a muchos divertía. Debe indicarse que había navegado por el Pacífico en buques mercantes y de guerra, y conocía no pocos lugares de la costa y algunos del interior. Contaba (sin que pueda garantirse su veracidad) que había vivido en una tribu de indios bravos, y recorrido largas extensiones del continente, al otro lado de los Andes. «Pues queréis que hable, hablaré -dijo-. Óiganme y aprendan. Yo sé lo que sé, y de mi saber de este negocio no me arranca nadie. Estamos en Caldera... El monte altísimo que allí vemos, por encima de la ciudad, lejos, lejos, ¿cómo se llama?».

-Es el Bonete -dijo Sacristá-: seis mil metros de altura.

-Más al Sur. ¿Pero no lo sabéis? Tendré yo que deciros que esa altura es Come caballos, y que allí hay una garganta o puerto por donde pasamos a la otra banda y a un río que llaman Bermejo, el cual lleva sus aguas al Paraná. Todos esos territorios he corrido yo, y sé que entre un pueblo que se llama Tinogasta y otro que nombran Copacavana, hay unas peñas en lugar descampado y yermo... y en esas peñas abertura estrecha por donde se entra a una cueva tan grande como cuatro veces la catedral de mi pueblo, que es Córdoba. Pues en esa cueva, guardada en unas al modo de arcas de piedra, hay tal cantidad de plata en barras, que puede calcularse en seis o siete millones de quintales de ese metal...

Pausa, en la cual se oyó un grave murmullo: de asombro era, o de burla mal contenida. Acallado el rumor, prosiguió Desiderio, y dijo que él había visto el tesoro; que conocía su existencia por un indio viejo, patriarca en la tribu, llamado Zapirangui, padre del famoso Cuarapelendi, indio guerrero. El tesoro allí estaba muerto de risa, como quien dice, y no faltaba más que ir a cogerlo y transportarlo a un puerto de mar, empresa que requería grande y costoso convoy de acémilas y un mediano ejército para custodiarlo. Declaraba el Cabo de mar, con la más pura convicción y seriedad, que ofrecía la mitad del tesoro a quien concurriese con él a extraerlo del escondido antro en que yacía desde el tiempo de los señores Incas. No quería comunicar el secreto al Gobierno de Chile. Como buen español aguardaba las victorias de España y la ocupación de toda la América del Sur por los españoles, para tratar con el Jefe de la Escuadra de la forma y modo de traer la plata a la costa, llevándola después a España en dos mitades: una para el descubridor, y otra para Isabel II.

Refería estos disparates el Cabo de mar con tanto aplomo, que los incrédulos y guasones, que eran los menos, no se atrevían a contradecirle. Temían su furor, pues era hombre que súbitamente se encendía cuando alguien negaba o tomaba en solfa el depósito de plata. Como no le tocaran este asunto, no había hombre más pacífico y razonable. Ansúrez, que al principio había tenido con su compañero agarradas tremendas por el tesoro de Copacavana, ya empezaba a creer en él, como primer paciente del mal de soñación, que suele atacar a los navegantes en las travesías dilatadas. «Mayor simpleza que lo del tesoro -se decía el buen Ansúrez con sinceridad candorosa- es creer que tengo aquí a mi adorado nietecillo Carmelo, y que le acuesto en mi coy, le visto y le arreglo, y le saco en brazos a pasearle por la cubierta. Cierto que esto es una sinrazón, lo reconozco... pero momentos hay en que a ojos cerrados lo creo, por el consuelo que me da la mentira... En esta soledad chicha, sin ningún cariño a nuestro lado, nos moriríamos de pena si no encendiéramos las calderas del pensar, y no navegáramos a un largo por el mundo de la ilusión... En fin, me voy abajo, quiero estar solo... Solo, piensa uno lo que quiere, y se divierte con su propio engaño».

Todos iban cayendo, como he dicho, en la soñación endémica, y el más atacado era Binondo, que en la ociosidad física cultivaba más que los otros la vida espiritual. Una noche, viendo a Desiderio García asomado a la borda, mirando a tierra con atención alelada, llegose a él y le dijo: «Yo creo en tu tesoro; Dios me da vista bastante larga para ver el lejos de las cosas, y para conocer que el hombre espiritado, como tú lo estás, sabe dónde moran los bienes escondidos... Fíjate, Desiderio, fíjate en la estrella que ahora está sobre Come caballos. ¿La ves? Pues esa estrella tan bonita no sigue la marcha que llevan las otras en el cielo, sino que va dejándose caer, dejándose resbalar por detrás del horizonte... Estas noches me las he pasado observando la rareza de su movimiento, pues cuando todo el cielo deriva, como sabes, de Oriente a Occidente, ella va de vuelta encontrada. No podía yo comprender ni explicarme esta cosa nunca vista... pero al oírle decir lo del tesoro guardado entre peñas montunas a la otra banda de los Andes, he caído, Desiderio, he caído en la verdad... Pienso que será esa estrella un sino con que el Padre, el Hijo, el Espíritu Santo, o verbigracia los tres, nos marcan el lugar del tesoro para que vayamos a cogerlo y regalárselo a nuestra España querida».

Echó Desiderio al malayo una mirada fulgurante, acompañada de temblor de mandíbula, que en el Cabo de mar anunciaba siempre un acceso de cólera. Sobrecogido, Binondo puso en juego toda su astucia y labia persuasiva para despertar confianza en el espíritu del maniático. Entre otras extravagancias, le dijo: «Fíjate bien en la estrella, y verás que tiene rabo, un rabito que apenas ahora se distingue y que va creciendo, creciendo hasta media noche. La estrella baja y se pone a contra-cielo; aún se verá la punta del rabo cuando el alba empiece a comerse las constelaciones. Si no crees en la maravilla, y en que el Eterno, que así decimos, por medio de luces celestes y angélicas con corona o con rabo, y de otras señales y avisos, guía los pasos del hombre, no llegarás a recoger tu tesoro». Tanto y tanto le dijo y arguyó, y tan sutilmente supo enlazar las ideas religiosas con la superstición, que a la media noche Desiderio veía la estrella, su cola y movimiento, tal como el malayo lo describía. Y ambos, en ardiente coloquio, determinando la relación entre los tesoros de la tierra y los del cielo, convinieron en que la fe vivísima es el medio más seguro para llegar a poseer unos y otros.

Todos soñaban; el delirio descendía del cielo transparente y estrellado, para introducirse en las cabezas de los pobres mareantes, que ya llevaban casi un año ausentes de su familia en países enemigos, empeñados en empresa guerrera que hasta entonces les ofrecía más fatigas que gloria, privados de todo cariño y del trato de mujeres, sin pisar tierra o pisándola hostil, resentidos ya de la poca variedad y frescura de los alimentos, esperando la solución bélica que nunca venía, y preguntándola, sin obtener respuesta, al Pacífico inmenso y a la muda esfinge de los Andes.

Todos desvariaban, todos padecían la nostalgia que impele a la construcción de una vida ilusoria para llenar con ella los vacíos del alma. Fenelón evocaba la persona de una dama limeña, a quien había visto en el Chorrillo sin poder cambiar con ella más que cuatro palabras de saludo ceremonioso; a su lado la traía; paseaba con ella del brazo por la cubierta, por el alcázar y la batería; llevábala a su camarote; platicaban de amores, reían, se ponían serios, eran dichosos... Ansúrez se persuadió una noche de que su hija Mara, deslumbrante de hermosura y elegancia, entraba en la fragata por el portalón: hablaban hija y padre tranquilamente, como si nada hubiera pasado, como si se hubieran visto el día anterior; el chiquillo tenía ya seis años; Belisario regalaba a su suegro una vajilla de plata; doña Celia era una señora con muchos moños y lacitos en el pelo gris, cargada de esmeraldas y rubíes, de habla graciosa y dulce, como la de las gaditanas... Sacristá vio a su mujer de cuerpo presente en su casa de Cartagena: las luces macilentas que alumbraban a los mayordomos en el pañol de proa, le dieron esta impresión fúnebre que desechar no pudo en tres o cuatro noches sucesivas... Binondo y Desiderio reducían a formas reales sus teorías de la intervención divina en el descubrimiento de tesoros; y el Cabo de mar, en un minuto de sinceridad efusiva, vació sus pensamientos más recónditos en el oído del malayo, diciéndole: «A ti solo, José, confiaré lo que aún no he querido confiar a nadie, lo más reservado, lo más secreto, y es... escúchame sin miedo: debajo de la cueva de Copacavana, donde están, en arcas de piedra, los miles de millones de barras de plata, hay otro covachón más hondo, con bajada secreta, y en ese segundo sollado subterráneo, no tiembles... hay como unos doscientos bocoyes llenos de pepitas de oro... y no te digo más».

Y por este estilo soñaban todos los demás, en las jerarquías nobles, de Guardias marinas para arriba; sólo que sus delirios tomaban otras formas y caracteres. Eran sueños de guerra, de acciones heroicas. Quién soñaba con el engrandecimiento personal, quién con sacrificios y extremadas virtudes. Unos veían entre brumas gloriosos triunfos de la patria; otros, grandes desventuras y catástrofes.