La vuelta al mundo en la Numancia/XXVI
XXVI
No cesaba el cuitado Ansúrez de voltear en su mente la idea sugerida por Fenelón de que toda la guerra y el combate final eran cosa romántica, como la fuga de Mara con Belisario, como el trasplante al Perú de la prenda de su corazón, y como la fabulosa riqueza y felicidad indudable de la niña en América. Hay, sin duda, romanticismo público y nacional, como lo hay privado y doméstico. Las naciones hacen versos lo mismo que esos vagos que llaman poetas... En la siguiente mañana, las obligaciones de su cargo le llevaron a un acto tristísimo, por su propia tristeza y desolación empapado en idealidad romántica. Encargado del transporte de muertos a la isla de San Lorenzo, donde se les daría cristiana sepultura, salió Diego de la Numancia en la lancha vapora, y fue de barco en barco recogiendo los botes en que ya estaban depositados los cadáveres, y dándoles remolque hasta el desembarcadero.
La solemnidad de dar tierra a las cuarenta y tres víctimas del combate del Callao, dejó en el alma del contramaestre una impresión angustiosa. Desde el amanecer ya estaban en tierra unos veinte hombres cavando las sepulturas de sus compañeros. A los dos guardias marinas, Godínez, muerto en la Villa de Madrid, y Rull, en la Almansa, se les enterró envueltos en la bandera nacional. Los cabos de cañón, condestables y marineros, fueron al hoyo con la misma vestidura, pero ideal, porque para tantos no había banderas. Asistían a la ceremonia un Oficial y un Guardia marina de cada barco, y presidía el Segundo accidental de la Numancia, Teniente de Navío don Emilio Barreda. Los capellanes de todas las fragatas, arrimados a las sepulturas, daban al viento el tristísimo latín de los responsos, más fúnebre cuanto menos entendido. José Binondo, que fue de los primeros en la cava de los hoyos, y en el apañar y soterrar a los pobres difuntos, se multiplicaba como si le nacieran muchos brazos para las operaciones mecánicas y bocas muchas para los rezos en castellano y latín macarrónico que a cada muerto dedicaba. Para rematar dignamente el acto religioso, se puso en mitad del terreno de las sepulturas una cruz de madera pintada de negro, que a toda prisa carpinteó un calafate de la Numancia. Ansúrez habíala llevado en la vapora. Binondo ayudó a clavarla en tierra, afirmando su base con pedruscos.
«Yo te aseguro -dijo a su amigo mientras le ayudaba en la colocación de piedras- que al llorar a nuestros queridos compañeros difuntos, debemos también envidiarlos, porque ellos están ya gozando de Dios, y nosotros aquí quedamos como pobres desterrados, navegando y muriendo, sin morir... Porque ya ves; nuestra vida no es vida, sino más bien muerte, y nuestro comer es ayunar, y nuestras alegrías penas y quebrantos. ¿No valdría más que nos echaran al agua de una vez para que, ya que nosotros no comemos, comieran los pobres peces?... Dios cuida, ya lo sabes, de dar su diario sustento al pajarillo y también al pececillo... y quien dice pececillos, dice ballenas, tiburones y tintoreras... En verdad te digo que debemos envidiar a los muertos, porque, al morir por la bandera, quedaron absueltos de sus culpas, y en la gloria están todos ya, salvo algún renegado a quien echen cuarentena en el lazareto del Purgatorio».
-Si ellos están absueltos y mondos de pecados -dijo Ansúrez-, también nosotros, que sobre lo ya sufrido tenemos lo que aún nos espera en estos malditos mares. Tierra firme paréceme a mí que ya no pisaremos. Y viviendo en el mar, trashijados de hambre, nuestros víveres son las ilusiones y nuestra bebida la poesía, que más emborracha que alimenta.
-Verdad. ¿Pero qué te importa si así eres feliz? Has llegado a creerte que tu hija vive, cuando está más muerta que mi abuela; crees también que nada en plata y oro, cuando ya no puede nadar en cosa alguna, como no sea en la divina misericordia... En verdad te digo que no te salvarás si no te haces amigo de la muerte. Aquí me tienes a mí deseando siempre que me llegue la hora... Vivo muriendo... o como dijo la otra, muero porque no muero.
-Déjame en paz, farsante, y guárdate tus sermones -replicó Diego cogiéndole por el pescuezo-, que entre poesía y poesía, prefiero yo la que me alegra el alma... Y dime ahora: ¿todavía rezarás a Santa Rosa, que nos estuvo abrasando con los cañones de su batería, hasta que Topete y la Virgen del Carmen le metieron en la torre una granada?
-Yo le rezo a la Santa, pero con reservas. Rosa se llamó en el mundo mi querida hija... Yo les rezo a las dos Rosas, y hago mi separación de cañonazos y santidad. A este lado la guerra, al otro las ganas que tengo de salvarme. Nada tiene que ver el Credo con las témporas... Si la Virgen del Carmen mira por los españoles y Santa Rosa por los peruanos, allá ellas. Yo, Pepe Binondo, me pongo todo en mi alma, y al cuerpo mío, que es témpora, le doy un puntapié y le digo: «Muérete, cuerpo asqueroso. Cómante peces o meriéndente gusanos, lo mismo me da. ¡Viva mi alma, y amén!».
-Buen tuno estás tú... Acaba pronto y vámonos a bordo -le dijo Ansúrez tirando de él. Embarcados en la lancha vapora, siguieron charlando. Binondo no soltaba el hilo de sus estrafalarias teologías; pero Ansúrez le llevó a un tema más positivo, anunciándole que si se concertaba un armisticio con el Perú, podrían los españoles hacer provisión de comida fresca y abundante; a lo que respondió el malayo, con verdoso fulgor en su mirada de santo budista: «Buena falta hace... En verdad te digo que el comer es necesario hasta para la devoción, pues un estómago vacío trastorna el entendimiento, y si la cabeza no gobierna como es debido, puede uno llegar encandilado a la muerte, y no ver la puerta de la salvación».
Para que no tuvieran aquellos infelices ni un momento de descanso, las reparaciones de los barcos descalabrados en el combate les ocupaba día y noche, sin desatender el trajín de aprovisionamiento de carbón y víveres. Por ser la comida escasa y mala, el repartirla daba mucho que hacer. Lo menos malo era para los heridos, que no bajaban de ochenta, con añadidura de sesenta y tantos contusos. En uno de los barcos del convoy, llamado Mataura, tuvo Ansúrez el gozo de encontrar a su amigo Mendaro. Las desdichas por ambos sufridas les desbordaron en una conversación calurosa, interminable, sobre lo divino y lo humano, sobre lo privado y lo público. Refirió Mendaro que sus parroquianos habían dado en llamarle espía, y su misma esposa, Josefa, le quemaba la sangre a toda hora, hablando pestes de la Reina doña Isabel. Por más que él guardaba la mayor compostura, y no se permitía públicamente decir palabra que sonase mal en oídos peruanos, a cada paso le injuriaban, azuzándole con dicterios soeces. Antes de que le expulsaran se expulsó él a sí mismo, con propósito de regresar a su casa en cuanto los barcos españoles volvieran la espalda, dígase las popas. El hervor del patriotismo peruano pasaría pronto, que en aquella tierra, como en España, no había constancia en el odio, lo que es signo de buen natural.
De estos y otros temas particulares pasaron Mendaro y Diego a los de interés colectivo: se habló largamente del combate del día 2, del coraje y valentía que unos y otros desplegaron, de la catástrofe en la torre de la Merced, del brío y agilidad de las fragatas, terminando en consideraciones y barruntos de lo que sobrevendría. ¿Duraría más tiempo la guerra o se hallaba ya en su conclusión y finiquito? Esto era lo más probable y la opinión corriente en la Escuadra, donde todos sentían la imposibilidad de mayor resistencia. La comida escaseaba y era de la peor calidad. ¿A dónde irían en busca de víveres frescos? Dijo a esto Mendaro que en el tiempo que llevaba en el convoy su constante pensamiento era comer algo más nutritivo y grato; dormía mal, con ensueños de oler y gustar un buen sancochado y un platito de ceviche, que es pescado crudo con zumo de limón.
«Pues yo -dijo Ansúrez- sueño que estoy en Cartagena, comiendo pimientos y aladroque, y al despertar paréceme que conservo en la boca el gusto de aquellos comistrajes tan sabrosos... Yo creo que la guerra se ha concluido, y que vendrán pronto las paces».
Opinó Mendaro que la paz no podían hacerla los españoles allí presentes, sino otros que mandaría después el Gobierno con más papeles que cañones... A este propósito, repitieron lo que en la Escuadra se daba como hecho corriente, divulgado de boca en boca. En sociedad tan estrecha y cordialmente unida como las tripulaciones de los barcos, no había nada secreto, y las disposiciones del Gobierno de Madrid, apenas llegaban al Pacífico, eran conocidas y comentadas en la España flotante y en su vecindario de tres mil almas, algo mermado ya por las bajas de la guerra. El hecho que debe ser puesto aquí, como guión de los que marcan el paso de la Historia, fue el siguiente: Nuestro Gobierno de entonces, ni más cauto ni más animoso que los que le precedieron y después le heredaron, se sintió de súbito aterrado de la prolongación dispendiosa de la campaña del Pacífico. Quizás vio, tarde ya, la locura de haberla emprendido por un impulso de pueril fiereza, cediendo a los estímulos de la moda imperialista (segundo Imperio francés) que a la sazón reinaba, moda que imponía con los miriñaques otras cosas vanas, como la hinchazón de guerras sin sentido común, para deslumbrar y dominar más fácilmente a los pueblos. Conocidos el error y la tontería, no vio el Gobierno más camino de arreglarlo que decretar la terminación de la campaña; y al efecto, mandó al Pacífico al señor Álvarez de Toledo, Alférez de Navío, con pliegos para Méndez Núñez, ordenándole el inmediato regreso de la Escuadra.
Defectuoso y precipitado era este modo de concluir, como fue impensado y calaveresco el modo de empezar. El Enviado español tomó el camino más corto, que era el de Panamá, y en el Callao apareció el 1º de Mayo, cuando ya la Escuadra española estaba haciendo puntería, como si dijéramos, contra las defensas de la plaza. Y véase aquí cómo procede un caudillo valiente que tiene en su mano la bandera de su país y el honor de las armas. Méndez Núñez leyó el papel, y devolviéndolo al mensajero le dijo: «Mañana 2 bombardeo al Callao. Usted no ha llegado todavía; llegará pasado mañana, y en cuanto me comunique la orden del Gobierno, me apresuraré a obedecerla». Así se hizo. ¡Honor a los hombres que, en circunstancias tan solemnes y críticas, saben desobedecer obedeciendo!