La vuelta deseada
Apariencia
I Entre aquellos olivares que Torreblanca domina y ciñen de un lado y otro el camino de Sevilla, por un atajo atraviesa, para llegar más de prisa, una carretela verde con una gran baca encima; toda cubierta de barro, tableros, muelles y viga, de barro seco y reciente y de tierras muy distintas. Cuatro andaluces caballos, que en torno lodo salpican, en humo y sudor envueltos de ella presurosos tiran; y del postillón las voces con que los nombra y anima, del látigo los chasquidos que los acosan y hostigan, el son de los cascabeles, y el de las ruedas que giran rápidas, tras sí dejando dos huellas no interrumpidas, forman estruendo confuso, y que viene posta avisan a los carros y arrïeros, que hacia un lado se desvían. Dentro de la carretela un hombre aún joven camina, que revuelve a todos lados la desencajada vista. Es Vargas: alegre torna de su patria a las delicias después de vagar seis años emigrado en otros climas. Antiguos amigos halla en cuantos objetos mira, y en árboles, tapias, lindes, dulces memorias antiguas: lo pasado y lo presente anudando va, y delira entre esperanzas risueñas y entre ya pasadas dichas. Trastornos, persecuciones, desventuras, injusticias, en sus más floridos años lo arrancaron de Sevilla, abandonando riquezas, honores, nombre y familia, y dejándose allí el alma en el pecho de Jacinta. Jacinta, encanto y adorno de toda la Andalucía; y por sus luengas pestañas, por su apacible sonrisa, por los graciosos hoyuelos que avaloran sus mejillas, por su cuerpo primoroso y por sus formas divinas, por su gracia y su talento y su modestia expresiva, el hechizo de los hombres, de las mujeres la envidia. Diez y seis años contaba cuando Vargas, ¡alta dicha!, logró conmover su pecho y agitar su alma sencilla, al par que el amable joven ardió en la pasión más viva, al mirar a una doncella tan inocente y tan linda. En sus puros corazones creció desde la hora misma, y el trato y correspondencia acrecentó en pocos días, un primer amor de aquellos que las estrellas combinan, amor que de dos personas el Destino eterno fija. En los lazos de himeneo a unirse dichosos iban, con el aplauso felice de sus contentas familias, cuando se alzó tronadora la borrasca embravecida, que, ¡infelices!, confundiolos del infortunio en la sima. Seis años, ¡oh cuán eternos!, Vargas por tierras distintas huyó infelice, luchando del Destino con las iras, sin encontrar de consuelo ni de esperanza mezquina, un solo sueño de noche, un solo rayo de día. Las extranjeras beldades estatuas le parecían; las ciudades opulentas que el orbe orgulloso admira, desiertos... ¡Ay!, pero puede feliz llamarse en sus cuitas, venturoso en su destierro, fortunado en sus desdichas. Creció el amor con la ausencia en el pecho de Jacinta, que la distancia y el tiempo al que es verdadero afirman. De cuando en cuando se cruzan papeles que lo acreditan, cartas trazadas con llanto, cartas con el alma escritas. II Todo en el mundo es mudable, ni el bien ni el mal son eternos: La apacible primavera sigue al rigoroso invierno; a la oscura noche el día, y a la borrasca, que al cielo empañó con densas nubes y asustó con rudos truenos, la calma serena y pura. Así suelen a los tiempos de desventuras y llantos, seguir de paz y consuelo. Del Rhin en la orilla helada, abrumado de sí mesmo, Vargas proscripto gemía, su fortuna maldiciendo, cuando noticias recibe de que la patria le ha abierto las puertas... Júzgalo absorto ilusión de su deseo; mas Jacinta se lo escribe, y cuanto ella dice, es cierto. Otra carta... de la madre de Jacinta... que al momento vuele a Sevilla, le ruega, en donde dará Himeneo, el día de su llegada, a tan constante amor premio. No la paloma, que presa llora en doloroso encierro, si acaso un resquicio mira, tiende apresurado el vuelo hacia el palomar y nido, en donde vio el sol primero; ni el torrente, a quien contuvo el malecón interpuesto, en cuanto lo encuentra roto, se arroja a su antiguo lecho, y por él se precipita hacia la mar, que es su centro, tan veloces como Vargas; corre, sin tomar resuello, a Sevilla: los instantes son para él siglos eternos. Montes, llanuras, ciudades, ríos, Estados diversos atrás deja, y los caballos de tardos acusa y lentos. Ya salva las altas cumbres del nevado Pirineo, y entra en España; ya escucha la lengua de sus abuelos... ¿Qué importa? Ni un solo instante retarda su raudo vuelo. Halla a cada paso amigos, halla intereses y deudos: No se para, corre, corre, que tiene en Sevilla puesto su afán, y hasta que descubra la Giralda, no hay sosiego. Apenas ha quince días que en las márgenes del Reno de su Jacinta la carta leyó, juzgándolo sueño, y los caños de Carmona ve a su siniestra creciendo, y al frente la antigua puerta, para él la puerta del cielo. Cualquiera mujer que mira en mantilla y de paseo, que es Jacinta que le espera, juzga, y le palpita el pecho. Al llegar se desengaña, y en otra que ve más lejos... Jacinta fuera de casa está, sí; sale a su encuentro. Era en punto mediodía: Entra por fin, y molestos los guardas el carruaje detienen corto momento. Los maldice y les da oro, porque le detengan menos: «Corre», al postillón le grita, y torna a marchar de nuevo. Por las retorcidas calles echa pestes y reniegos a cada lenta carreta, a cada corro interpuesto, que a templar el paso obliga de los caballos ligeros, y anheloso a verse llega de la ciudad en el centro. Oye de fúnebres cantos el triste son desde lejos, se aproxima, y por la calle que va a tomar, un entierro pasa. Con hachas de cera, pobres, vestidos de negro, van de dos en dos; los siguen las cofradías; a lento paso un féretro se acerca con una palma y corona de un blanco paño cubierto, de blancas flores... ¡Agüero terrible!, que es de doncella principal y de respeto el funeral le parece... Hierve taciturno el pueblo en derredor. Manda Vargas, turbado con tal encuentro, que tome por otra calle, al postillón. Revolviendo este los caballos, torna por un callejón estrecho, y a la calle ansiada llega después de corto rodeo. Mucha gente en los balcones está, mostrando en sus gestos sorpresa de que en tal día llegue a la casa un viajero. Párase la carretela; la puerta está abierta, yermos el ancho portal y el patio; reina en la casa el silencio. De un salto Vargas se apea, corre a la escalera presto, de ella por un lado y otro de cera advierte un reguero reciente. Veloz la sube, abre la mampara... ¡Cielos! Colgada está la antesala en redor con paños negros. Enlutada una gran mesa mira colocada en medio, y en sus cuatro ángulos arden, sobre cuatro candeleros de plata, cándidas velas consumidas casi: el suelo cubren deshojadas flores, siemprevivas y romero. ¡Dios!... ¡Pobre Vargas! Absorto, sin voz, sin alma, y en hielo convertido, ni respira. Ojos cual los de un espectro gira en derredor; se ahoga sin respiración su pecho. Volviendo en sí un corto instante, oye llorar allá dentro; cuando se abre lentamente una puerta que al momento se cierra, y un sacerdote que por ella sale, lleno de lágrimas el semblante (de dar en vano consuelo viene a una madre infelice), queda inmoble a Vargas viendo. Vargas lo mira, y no alienta; mas tras de breve silencio rompe al cabo, y le pregunta con un angustiado esfuerzo: «¿Dónde está?» Quedose helada su lengua. Fáltale aliento al turbado sacerdote, y con agitado aspecto alza el rostro, y levantando la diestra, señala al cielo. Vargas le comprende; arroja un alarido de infierno; huye veloz, la escalera baja delirante, ciego, nada ve, corre cual loco por las calles, y muy presto desaparece. En Sevilla la noticia cunde luego de su llegada; le buscan sus amigos y sus deudos. Todo, todo en vano; algunos dan señas de que le vieron junto a la Torre del Oro, cuando el sol ya estaba puesto. En un remanso, que forma el Guadalquivir, no lejos de Guelves, a las dos noches unos pescadores vieron, a la luz de escasa luna, de un joven ahogado el cuerpo, vestido aún. Procuraron compasivos recogerlo; pero al llegar con la barca, y al agitar con los remos el agua, veloz corriente llevó el cadáver. Suspensos siguiéronlo un corto rato con los ojos, y muy presto fue leve punto en las aguas, y de vista lo perdieron.