Las Estaciones: El Invierno
Aquel invierno había sido muy triste y excepcionalmente frío. Las montañas estaban cubiertas de nieve, los campos abandonados y silenciosos, cuando llegó a su pueblo don Mario Peñalver en coche cerrado, envuelto con un gabán de pieles, con el sombrero calado hasta los ojos y cubierto casi por completo el rostro con una bufanda. Como siempre, le acompañaba su sobrino, que había ido a esperarle a la estación.
En la familia no había ocurrido novedad; la esposa disfrutaba como siempre de excelente salud, y los dos pequeños campesinos, Mercedes y Rafael, continuaban sanos y fuertes. No les dejaba salir su madre de la casa más que los días claros, pero algunas veces, cuando la nieve cubría la tierra, ellos pedían permiso para hacer grandes bolas o estatuas, que aunque no resultasen una obra de arte, no carecían de gracia y revelaban no poca habilidad. Les ayudaban en aquella distracción algunos niños de los colonos que eran amigos suyos, cuidando de la elección de éstos los sobrinos del señor de Peñalver.
El coche se detuvo a la puerta de la casa y los niños, aleccionados por su madre, no salieron al jardín a recibir al padrino para que éste pudiera entrar en el zaguán rápidamente. El padre de Mercedes y Rafael ayudó como siempre a su tío a descender del carruaje, le hizo pasar a su vivienda sin detenerse, cerró la puerta, y tomadas todas estas precauciones, el anciano se vio rodeado de los hijos y de los padres, prodigando y recibiendo besos y abrazos.
En la chimenea de la sala ardía un buen fuego y cerca de ella se sentó don Mario en una gran butaca, teniendo enfrente a sus sobrinos, y a sus pies, sobre banquetas de nogal, a sus ahijados con cuyos cabellos jugaba, mientras ellos le acariciaban dulcemente.
-¿Y qué ha pasado por aquí durante mi ausencia? Preguntó el padrino.
-Ha hecho un frío intenso, contestó la sobrina, ha nevado mucho.
-Los lobos hambrientos han llegado hasta el pueblo, añadió Mercedes.
-Y han matado gran número de ovejas, dijo Rafael.
-¿Ha habido desgracias personales? Murmuró el anciano, temeroso de oír una respuesta afirmativa.
-Por un milagro no, contestó Rafael; pero han estado algunos pastores en peligro.
-A ver, contadme eso, dijo don Mario, no siempre he de ser yo el que refiera las cosas.
-Hazlo, tú, Mercedes, dijo el niño a su hermana, sabes contarlo mejor.
-Hablad los dos, replicó el padrino, lo que no recuerde el uno que lo refiera el otro.
-Pues bien, empezó la niña, cuando hubo aquí la gran nevada, hará unos veinte días de esto, los lobos, como ya te he dicho, bajaron al pueblo, donde a la entrada están los pastores guardando los rebaños. Dicen que se oían los aullidos desde las primeras casas del lugar y que nadie se atrevía a salir después que anochecía. Venían furiosos y hambrientos y no tardaron en hacer grandes destrozos entre las pobrecitas ovejas. Un pastor viejo, que era el que estaba más cercano al bosque, tuvo miedo de encontrarse allí tan solo y tan desamparado y fue tan egoísta que encargó a un pobre niño del cuidado de las ovejas con pretexto de que él tenía que marcharse fuera por algunos días. El niño era aquel infeliz que hallamos el otoño pasado en el campo y que dormía en el suelo por no tener ni casa ni familia, según hemos averiguado hace poco, porque antes no habíamos logrado saber nada de él. Iba donde le llamaban, ya en un pueblo, ya en otro, sin más salario que la comida o algunos trapos viejos para vestirse. Este invierno estaba medio muerto de frío, y cuando el pastor, que le conocía, le dijo que se quedara en su lugar cuidando las ovejas, aceptó muy agradecido. Estaba en una mala choza viendo caer la nieve, cuando notó con el mayor espanto la llegada de los lobos. Miró con pena a las ovejitas que balaban tristemente presintiendo el peligro. El perro ladraba con furia, como si quisiera lanzarse contra el enemigo...
-Y los lobos aullaban a lo lejos y después más cerca, interrumpió Rafael.
-Sí, prosiguió Mercedes, el pastorcillo oyó los pasos precipitados de aquellas fieras que se acercaban a la choza para rodearla y luego advirtió que empujaban la puerta y creyó llegada su última hora. El niño llevaba puesto un escapulario de la Virgen del Carmen, que le dio un día nuestro párroco porque cuando podía iba a la iglesia a rezar y a ayudar a misa. Lo cogió entre sus manos que temblaban, lo besó, se puso de rodillas y pidió a la Madre de Dios amparo y protección.
-Y entonces, añadió Rafael, se oyeron algunos tiros y después todo quedó en silencio.
-A la mañana siguiente, continuó Mercedes con voz conmovida, se vieron fuera de la choza dos lobos enormes muertos, atravesado cada uno por un balazo, sin que haya podido averiguarse quién los mató. Y las demás fieras huyeron para no volver. El pastorcito estuvo enfermo del susto que pasó. Por el pueblo se contó el milagro y el señor cura se llevó a su casa al niño para no separarse más de él. Es monaguillo de la parroquia y con las limosnas que le han dado, y que el párroco le ha puesto en la Caja de Ahorros, le han formado un pequeño capital. Rafael y yo le hemos entregado todo lo que teníamos en nuestras huchas.
-Y yo añadiré en vuestro nombre una buena cantidad, exclamó don Mario entusiasmado por la excelente acción de sus ahijados.
Después se habló de otras cosas, y apenas hubieron acabado de comer, paseó el anciano un poco por una galería cubierta en la que los niños tenían una pajarera con muchos canarios.
-Algunos días, dijo Mercedes a su padrino, dejamos abiertos los cristales de las ventanas y entran aquí los pájaros de fuera para comerse lo que los nuestros tiran...
-Y saben tanto, interrumpió Rafael, que éstos echan al suelo los cañamones que les damos para regalárselos a los forasteros.
-Eso me recuerda una fábula que leí no hace mucho, les dijo don Mario.
-¿Te acuerdas de ella, padrino?
-Si nos la repitieras...
-Lo procuraré, pero no me pidáis ya más apólogos; el repertorio se me ha acabado.
El anciano se detuvo a pensar breves momentos y luego les dijo la composición siguiente:
Cierto día de invierno, hermoso, claro, en el balcón de una elegante casa, se veía un canario en jaula de oro que alegres trinos sin cesar lanzaba. Dorado alpiste, obscuros cañamones, fresca escarola y cristalina agua abundante tenía diariamente, ¿qué más para vivir necesitaba? Un gorrión celoso de su dicha, con precauciones se acercó a la jaula, comió lo desechado por el otro y le dijo por fin estas palabras: -Que vives bien, no hay duda, que tranquilo estás, cosa es sabida y que se calla, ¿pero qué valen todas esas dichas cuando la dulce libertad te falta? Yo no cambio mi suerte por la tuya, cruzo el espacio de zafiro y grana, en los arroyos bebo y mi alimento busco en estío en las espigas altas. Tengo mi nido oculto entre las tejas de una segura y elevada tapia. Cuando puedas huir, deja tus hierros, que nunca una prisión ha sido grata. Quedó meditabundo el pajarillo, peso todas las contras y ventajas, y fijos sus ojuelos en el otro contestó sin enojos y con calma: -Tú por ser libre, sufres los inviernos el rigor de la lluvia y de la escarcha, yo prisionero, mientras hiela hallo calor artificial en mi morada. Aquí del cazador no temo el plomo, ni de enemigos la funesta saña, veo el sol como tú, veo el espacio, sus caricias me da mi dueña amada. No huyo del hombre que mi canto escucha mientras agito de placer mis alas. Quiero mi esclavitud en jaula de oro más que esa libertad que me decantas. No anhelo buscar trigo con zozobra, pues también ese trigo al fin se acaba; no será tu festín muy codiciable cuando buscas del mío las migajas.
-Y eso es, dijo el padrino para terminar, lo que hacen esos gorriones que se acercan a vuestra pajarera para ver lo que tiran fuera de ella vuestros canarios; la fábula parece haber sido escrita para ellos.
Bien notaba don Mario que ya no estaba él para aquel continuo viajar. Aunque no se encontrase achacoso, advertía cierto cansancio y cada vez se apegaba más a su familia, particularmente a aquellos encantadores niños. Así es que les prometió que volvería para la primavera con la intención de quedarse allí para siempre, dejando sus asuntos de Madrid al cuidado de un administrador de confianza.
La noticia fue escuchada con inmenso júbilo por todos. Aquella sería la última vez en que estaría en el lugar por tan poco tiempo.
Antes de partir, como hiciera en las demás estaciones, refirió el padrino a Mercedes y a Rafael los tres cuentos del invierno que publicamos a continuación.