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Las Estaciones: El otoño

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Las Estaciones – El otoño
de Julia de Asensi


Los árboles empezaban a despojarse de su follaje espléndido y las calles estaban cubiertas de hojas formando una capa bastante espesa. Las lluvias se habían iniciado y el cielo no ostentaba aquel azul purísimo que tanto encantaba a don Mario. Tuvo, sin embargo, la suerte de que a los dos días de su llegada al pueblo el tiempo mejorase mucho, y como el otoño cuando es bueno es una estación deliciosa que tiene mil encantos, pudo salir con los niños a pasear por la posesión después de comer, esto es, a las dos de la tarde.

Se acordó enseguida de aquellos hijos de los guardas que habían castigado las madres por sus malos instintos y preguntó a sus ahijados si se había cumplido lo que él indicara.

-Ciertamente, padrino, le contestó Mercedes; León fue llevado al instante a un colegio que creo que tú pagas...

-Sí, interrumpió don Mario, y dije que pusieran el importe a mi cuenta y ya lo habrá abonado tu padre.

-En el colegio, continuó la niña, han tratado con dulzura a León y aseguran que el chico no parece el mismo que antes. Cuentan que algunas veces, vigilándole de lejos, le han dejado bajar solo al jardín y que no ha vuelto a coger a los pajaritos en los nidos para matarlos ni a destruir los hormigueros. Al contrario, les ha echado migas de pan y se ha complacido viendo cómo los padres de los pajarillos se llevaban las más grandes en sus picos para dárselas a sus crías y cómo las más pequeñas las metían en sus casas las hormigas.

-¿Y el otro niño? Preguntó el anciano.

-Jacinto, respondió Rafael, es ya amigo nuestro, se ha vuelto muy bueno y llora cuando recuerda el daño que hizo en otro tiempo a los animales y el destrozo que causó en las plantas.

-Nosotros no queremos que hable de eso, objetó Mercedes.

-Pero él se empeña en hacerlo para castigarse, añadió Rafael.

Y no se trató más de este asunto.

Siguieron su paseo, entreteniéndose los niños en pisar las hojas secas. A cada instante encontraban, con cargas de leña, hombres que les daban las buenas tardes y proseguían su camino con la tranquilidad de conciencia del que sabe que está autorizado a llevar a su hogar pobre y frío lo que ha de prestarle bienestar y calor.

El anciano permitía a los infelices campesinos que lo hicieran y eran muchas las bendiciones que sobre él caían por tan singular beneficio.

Al pie de un montecillo encontraron a un niño de diez a doce años que rendido sin duda por una larga caminata y no pudiendo resistir el peso de la leña, había dejado caer ésta en el suelo y apoyando en ella la cabeza, hermosa y curtida por los rayos del sol y el aire, dormía profundamente. Había algo de triste y amargo en la expresión de aquel rostro, algo impropio de su corta edad, como si tuviera prematuros pesares o viviese aislado en el mundo.

Mercedes y Rafael no le conocían apenas, no era hijo de ningún colono y únicamente habían oído decir que vivía ya en un pueblo, ya en otro de lo que le proporcionaba la caridad.

-Pero, padrino, dijo Rafael, ¿cómo podrá dormir este chico sobre una almohada tan dura?

-La costumbre, hijo mío, le contestó el anciano; acaso no haya conocido otra cama que el suelo, ¡y tiene el sueño bien cogido! Dejémosle descansar que quizá sea feliz ahora y despierto sufra los rigores de un destino que no merece. Si lo necesita lo sabremos, pues ya le volveremos a hallar. Vosotros quedáis encargados, si yo no le viera en estos días, de buscarle y socorrerle. Vuestro padre os entregará en nombre mío el dinero que para ello haga falta. Ahora daremos la vuelta hacia casa para que merendéis.

-¿A que no aciertas lo que nos gusta tomar ahora por las tardes, alternando con las frutas de otoño?

-No lo sé, niños míos.

-Pues, miel y pan, no mucha porque dice nuestra madre que nos haría daño.

-Padrino, dijo Mercedes, hace poco hemos visto sacar la miel de las colmenas. Los hombres tenían que cubrirse con trapos la cara para acercarse a ellas porque si no las abejas les hubieran picado. Había centenares de éstas alrededor de los panales y si algún infeliz se descuidaba le clavaban el aguijón.

-Han sacado mucha miel y mucha cera, prosiguió Rafael, son unos animalitos muy útiles las abejas. En casa hay ya bastantes ollas llenas de miel; la cera se la han llevado para hacer velas.

-Me complace ver cómo os fijáis en todo, les dijo don Mario, así aprendéis insensiblemente las cosas.

Ya cerca de la casa preguntó el niño al anciano:

-¿Esta vez no hay fábula?

-No sé ninguna propia de la estación en que estamos, respondió el padrino. No recuerdo entre las que aprendí ni una sola en que se tratase de las viñas ni de las hojas secas... pero aguardad, voy a deciros algo que se relaciona con ese muchacho que dormía tan profundamente y con tanto agrado sobre su carga de leña. El apólogo se titula «La fuerza de la costumbre» y dice así:


Un caballero ilustre e ilustrado    
fue, por no sé qué causa, desterrado,    
pero antes de emprender largo camino    
quiso unir a su suerte a un campesino    
que mucho conocía al caballero   
y le siguió con gusto al extranjero.    
Como en salir de España algo tardase,    
para ocultar mejor su nombre y clase,    
cedió la buena ropa a su criado    
y la de éste se puso sin cuidado.    
Llegaron a un lugar de poca fama    
pidiendo los viajeros allí cama,    
mas siendo la posada muy pequeña,    
pero tranquila, plácida y risueña,    
y teniendo ya huéspedes los cuartos,    
no queriendo partir, de viajar hartos,    
aceptó el emigrado satisfecho,    
un cuarto con dos camas, sólo un lecho.    
En un montón de paja se convino    
que durmiera el del traje campesino,    
paja que al pie del lecho colocaron    
después que las dos camas arreglaron.    
Acostóse en la paja el caballero    
y en la humilde cama su escudero,    
porque vieron que el huésped que allí estaba    
con oculta intención les observaba.    
Se durmieron los tres; el desterrado    
tardó poco en soñar. Había llegado    
para poner el sitio con presteza    
a una alta inexpugnable fortaleza,    
y cuando tuvo fin aquel asalto,    
desde el montón de paja dando un salto,    
al lecho se subió medio dormido,    
pensando en fiera lucha haber vencido.    
En tanto el campesino que soñaba    
que a un pozo muy profundo se bajaba,    
del lecho se arrojó; mal desvelado    
en el montón de paja quedó echado.    
Y cuando así acostados estuvieron    
los dos tranquilamente se durmieron.    
Al despuntar el alba despertaron    
y ambos con gran sorpresa se miraron.    
Al ponerse de pie rápidamente    
le dijo el caballero a su sirviente:    
-«Quédese cada cual ya con su ropa,    
e iremos más felices, sosegados,    
aunque tengamos que cruzar Europa:    
los papeles no deben ser trocados.    
Que volverá a pasar lo que hoy sucede    
debemos abrigar la certidumbre.    
Los dos hemos probado lo que puede    
la fuerza singular de la costumbre».    


Así terminó el anciano su fábula y Rafael dijo apenas cesó de hablar:

-Eso le pasaba al niño que hemos encontrado, dormía tan bien sobre su dura almohada y nosotros no hubiéramos podido descansar ni un minuto sobre ella.

-Es que el pobrecillo estaría cansado, repuso don Mario. El bosque en el que cogen la leña está lejos y la carga es muy pesada para una criatura de su edad. Es seguro que servirá para calentar a otros mientras él pasará frío. Se ve en su semblante más de una huella de privaciones y sufrimientos. No olvidéis, como os he dicho, averiguar dónde para a fin de que le socorramos si lo necesita, como todo lo hace suponer.

Ya estaban a la puerta de la casa y entraron en el salón donde don Mario solía referir los cuentos a los niños. Allí les sirvieron a todos la merienda y pasado un rato empezó el padrino una de las narraciones referentes al otoño, a la que habían de continuar otras dos en las siguientes tardes como de costumbre.


El otoño