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Las Estaciones: La Primavera

De Wikisource, la biblioteca libre.
Las Estaciones
La Primavera
de Julia de Asensi


Todos los años, a poco de empezar la primavera, hacía su primera visita al pueblo que le vio nacer y en el que tenía hermosas fincas y extensas tierras de labranza don Mario Peñalver, al que retenían numerosas ocupaciones en la capital de España que abandonaba únicamente para cobrar cada tres meses las rentas que le debían sus colonos, introducir algunas mejoras en sus posesiones y descansar, aunque fuera por breve tiempo, de la agitada vida madrileña. Tenía en el lugar como administrador a un sobrino suyo, hombre probo y sencillo que, nacido y criado en el campo, podía y sabía ocuparse con más acierto que su propio dueño de aquellas vastas tierras, secundado por numerosos jornaleros.

Era casado y padre de dos preciosos niños ambos ahijados de don Mario y que llevaban en memoria de antepasados de éste, los nombres de Mercedes y Rafael. Vivían en una bonita casa de campo rodeada de un gran jardín y a ella iba a parar el anciano tío cuando se detenía en el pueblo, ocupando sus principales habitaciones.

Siempre era un día de fiesta para la familia aquel en que llegaba el querido padrino de los niños, y en aquella estación la naturaleza se unía a ellos para festejarle. Estaban las calles de lilas llenas de aromáticas flores, en flor también los almendros, los otros árboles luciendo sus hojas de esmeralda y ostentando las acacias sus blancos racimos. Las rosas de diversas clases y diferentes matices, perfumaban el ambiente, cantaban los pájaros, revoloteaban las mariposas y zumbaban los insectos. El sol iluminaba con sus rayos de oro la escena, el cielo estaba azul y despejado y una brisa suave mecía las plantas en sus tallos.

Un coche tirado por mulas se detuvo a la puerta de la posesión y de él bajó don Mario, al que había ido a esperar a la estación, algo lejana, su sobrino. La mujer de éste abrazó cariñosamente al anciano que cubrió después de besos las sonrosadas mejillas de sus dos ahijados.

La alegría se turbó un tanto al saber que el padrino no permanecería allí más que tres o cuatro días.

Quisieron que entrase en la casa, pero el recién llegado que era fuerte y estaba ágil a pesar de sus años, deseó pasear un poco por sus tierras disfrutando de aquella deliciosa mañana de primavera. Cogió con su mano derecha la izquierda de la niña y con la otra a Rafael.

-¿Qué habéis hecho por aquí desde que no os veo? Les preguntó cariñoso.

-Padrino, le contestó Mercedes, hemos aprendido bien nuestras lecciones para darte gusto, y desde que ha llegado el buen tiempo paseamos mucho y cuidamos cada uno una pequeña parte del jardín. Ya las verás y creo que quedarás contento.

-Además, añadió el niño, tenemos muchos gusanos de seda a los que alimentamos con hojas de morera. Ya empiezan a salir de ellos algunas mariposas que son muy bonitas, pero que mueren apenas han nacido.

-No importa, le respondió don Mario, ellas dejan gérmenes de vida para muchos gusanos. Es esa una distracción que me agrada y que no debéis abandonar. Las mariposas son pasajeras como las ilusiones; la realidad está en el trabajo de los que fabrican la seda, esos gusanillos que cuidáis y que tanto producen... Otros años habéis cogido orugas y recuerdo que de sus crisálidas han salido mariposas bellísimas que habéis soltado al instante en el jardín otorgándoles uno de los bienes más hermosos que hay en el mundo: la libertad.

-Mira, padrino, exclamó de pronto Mercedes, este es mi jardín.

-Es muy bonito, respondió el anciano, y está cuidado con bastante esmero.

-Y este el mío, dijo poco después Rafael.

-También me agrada, profirió don Mario, pero observa una cosa; ese arbolito crece torcido y aún sería tiempo de enderezarlo.

-¿Y qué más da? Preguntó el muchacho.

-¿Qué, qué más da? Repitió el padrino; oye una fábula para que lo sepas y saques de ella una útil enseñanza:


«Un campesino ocioso    
a sus hijos ejemplo provechoso    
de laboriosidad nunca les daba,    
porque todo del tiempo lo esperaba.    
Mil veces se reía    
de un honrado vecino que tenía,    
viendo sin complacencia    
que aquel hombre pasaba la existencia    
observando si el árbol que plantaba    
erguido desde luego no se alzaba,    
y apenas se torcía, disgustado,    
le prodigaba todo su cuidado    
no quedando tranquilo y satisfecho    
hasta verlo derecho.    
Los hijos del ocioso campesino,    
que también se burlaban del vecino,    
sus caprichos hacían    
y sin pesares ni temor vivían,    
porque no conocían la influencia    
del cariño filial y la obediencia.    
Faltos de esos afanes que prolijos    
tiene todo buen padre por sus hijos    
no hallaron más placer desde su infancia    
que el engaño, el pillaje y la vagancia.    
El padre, de severo haciendo alarde,    
quiso enmendar los yerros, mas fue tarde.    
Los hijos le escucharon distraídos    
sin quedar de su culpa arrepentidos,    
y el anciano no halló en su edad postrera    
quien su cariño y protección le diera.    
En tanto que el vecino, rico, honrado,    
e vio por todo el mundo respetado.    
Nunca el árbol torcido    
dará sabroso fruto ni buen leño,    
mientras el propietario inadvertido    
no sepa enderezarlo de pequeño.»    


Los niños son como los árboles, si sacan malas inclinaciones, si se tuercen, el deber de los padres y maestros es ponerlos derechos, que las almas infantiles y los árboles pequeños se corrigen al principio, pero luego no hay fuerza humana que los pueda enmendar. ¿Me has comprendido, Rafael?

-Sí, padrino, contestó el muchacho, y te prometo que no encontrarás cuando vuelvas ningún árbol torcido en mi jardín.

Después del paseo entraron en la casa y allí examinó don Mario a los dos niños de cuanto habían aprendido, viendo con satisfacción que estaban bastante adelantados en sus estudios.

Ellos le guardaban sus planas para que las viera, leían en voz alta y respondían a las preguntas que les hacía de catecismo, gramática, aritmética y geografía. Hasta entonces no habían tenido más maestros que sus padres porque en su tierna edad no habían necesitado dedicarse a estudios más profundos. La madre enseñaba también a hacer primorosas labores a Mercedes y eran ya innumerables los pañuelos que la niña había cosido y bordado para su padrino que los recibía con agrado y los premiaba con regalos espléndidos que llevaba igualmente para Rafael, sin que esto influyese en lo más mínimo en el ánimo de aquellas criaturas que querían al anciano con tanta ternura como desinterés.

Se pasó el resto del día entre la conversación amena e instructiva, las alegres comidas, la siesta y otro paseo, y se acostaron a las diez de la noche durmiendo gozosos y tranquilos.

A la mañana siguiente se levantaron temprano haciendo poco más o menos la misma vida. Los niños llevaron a su tío a ver muchos nidos que las golondrinas y otros pájaros habían hecho bajo los aleros de los tejados de la casa que habitaban y en edificios más distantes que había en la posesión, ocupados por los colonos los unos, la vaquería, el gallinero, el palomar y las grandes cuadras y cocheras sobre las que estaba el inmenso desván en el que se encerraba el grano. Las avecillas revoloteaban alrededor de los nidos fabricados por ellas y que eran respetados por todos los habitantes de la finca. Hasta entonces nadie les había hecho el menor daño. Las golondrinas, alejadas de allí desde hacía muchos meses, habían regresado poco antes del país cálido al que habían emigrado a fin de pasar en él los rigores del frío, para buscar sus antiguos nidos y depositar allí los huevos. Las simpáticas avecillas no faltaban ninguna primavera.

Como recordase el padrino que en otras ocasiones había observado que nada agradaba tanto a Mercedes y a Rafael como los cuentos, cuando allá en Madrid en la soledad de su casa preparaba el viaje a su querido pueblo, procuraba grabar en su imaginación aquellas narraciones que aprendió en su infancia o aquellos hechos que escuchó más tarde y que pudieran servir de provechosa enseñanza a los niños para referírselos después de la siesta y que fuesen adecuados a la estación en que se hallaban a fin de que se penetrasen mejor de ellos.

En las tres tardes que permaneció en su casa de campo, Mercedes y Rafael, apenas se enteraban de que el tío Mario se había levantado de la siesta, le esperaban en la salita del piso bajo, que tenía dos ventanas que daban al jardín por las que trepaban rosales y campanillas azules y allí aspirando el aroma de las flores, y embelesados con el gorjeo de los pájaros, se entretenían poco después agradablemente oyendo de los labios del anciano los siguientes cuentos que él les refirió uno cada día hasta emprender su viaje de vuelta a la corte y que escucharon los dos niños con atención profunda, sin pestañear, sintiendo únicamente que el tiempo pasara con tanta rapidez y les privase de aprender más narraciones relatadas por su buen padrino.



La Primavera
Abril