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Las aventuras de Tom Sawyer: Capítulo XXIV

De Wikisource, la biblioteca libre.
Las aventuras de Tom Sawyer
de Mark Twain
Capítulo XXIV



Una vez más volvía Tom a ser un héroe ilustre, mimado de los viejos, envidiado de los jóvenes. Hasta recibió su nombre la inmortalidad de la letra de imprenta, pues el periódico de la localidad magnificó su hazaña. Había quien auguraba que llegaría a ser Presidente si se libraba de que lo ahorcasen.

Como sucede siempre, el mundo, tornadizo e ilógico, estrujó a Muff Potter contra su pecho y lo halagó y festejó con la misma prodigalidad con que antes lo había maltratado. Pero tal conducta es, al fin y al cabo, digna de elogio; no hay, por consiguiente, que meterse a poner faltas.

Aquellos fueron días de esplendor y ventura para Tom; pero las noches eran intervalos de horror; Joe el Indio turbaba todos sus sueños, y siempre con algo de fatídico en su mirada. No había tentación que le hiciera asomar la nariz fuera de casa en cuanto oscurecía. El pobre Huck estaba en el mismo predicamento de angustia y pánico, pues Tom había contado todo al abogado la noche antes del día de la declaración, y temía que su participación en el asunto llegara a saberse, aunque la fuga de Joe el Indio le había evitado a él el tormento de dar testimonio ante el tribunal. El cuitado había conseguido que el abogado le prometiese guardar el secreto; pero ¿qué adelantaba con eso? Desde que los escrúpulos de conciencia de Tom le arrastraron de noche a casa del defensor y arrancaron la tremenda historia de unos labios sellados por los más macabros y formidables juramentos, la confianza de Huck en el género humano se había casi evaporado. Cada día la gratitud de Potter hacía alegrarse a Tom de haber hablado; pero cada noche se arrepentía de no haber seguido con la lengua queda. La mitad del tiempo temía que jamás se llegase a capturar a Joe el Indio, y la otra mitad temía que llegasen a echarle mano. Estaba seguro de que no volvería ya a respirar tranquilo hasta que aquel hombre muriera y él viese el cadáver.

Se habían ofrecido recompensas por la captura, se había rebuscado por todo el país; pero Joe el Indio no aparecía. Una de esas omniscientes y pasmosas maravillas, un detective, vino de San Luis; olisqueó por todas partes, sacudió la cabeza, meditó cejijunto, y consiguió uno de esos asombrosos éxitos que los miembros de tal profesión acostumbran a alcanzar. Quiere esto decir que «descubrió una pista». Pero no es posible ahorcar a una pista por asesinato, y así es que cuando el detective acabó la tarea y se fue a su casa Tom se sintió exactamente tan inseguro como antes.

Los días se fueron deslizando perezosamente y cada uno iba dejando detrás, un poco aligerado, el peso de esas preocupaciones.


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