Las beldades de mi tiempo/Carta

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LAS BELDADES DE MI TIEMPO

POR

SANTIAGO CALZADILLA



I


 Mi distinguido amigo:

No me ha sorprendido en modo alguno el manuscrito que usted se ha dignado remitirme. Lo que me ha sorprendido es que, al referirse a usted mismo, hable siempre en tiempo pasado, respecto de ciertos motivos que, en mi sentir, le son coetáneos.

Parece que usted quisiera despojarse de lo más caro para un hombre de su temple. Y tengo para mí que pocas veces habla en usted esa timidez a la que las pasiones no tocan sin que el rubor se levante, como le sucedía a Virgilio y a aquel apuesto amigo de Lucilo de quien Séneca decia: adeo illi ex alto suffusus est rubor.

Me permito creer que hay en ello algo de romanticismo convencional. ¿Recuerda usted cómo traducía yo sus impresiones respecto de aquella bellísima limeña cuyos ojos debían iluminar las noches que pasásemos en la cordillera?

Entonces le llamé a usted don Silva. ¿Era elogio? No; era 10 menos que se podía tributar a un corazón de 50 años (oro, como nos dijo aquel diplomático en la mesa de nuestro amigo T.) al que las pasiones estremecen con las palpitaciones de las primeras auroras de la vida.

Vamos al terreno... ¿Quién es Fausto? Un corazón joven que siente la necesidad de perpetuar esta juventud por el amor... ¿Cree usted en la lozanía juvenil del viejo Newton? Yo también. El joven que no crea, que prepare su inteligencia y su corazón para hacer lo que hizo el viejo aquél.

Renán ha puesto en relieve en su doctor Préspero un hecho humano, que se niega por habitud inconsciente, es a saber: el amor no mide el tiempo de los corazones grandes en que se anida; que el céfiro tampoco escoge las flores para dejar sus besos al pasar, aun en el cáliz de las ya marchitas. El amor no ha menester de fe de bautismo. porque no tiene edad, como no tiene color el pampero que embalsama nuestros campos.

¿No ve usted al sublime viejo Whitman cómo describe en bellísimas estrofas el incesante canto de amor que resuena en la creación; y como su corazón lozano so enardece ante los estímulos magnéticos de ese beso colosal de la naturaleza, hasta el punto de estremecerse cuando las hierbas pliegan los nervios a su paso, y de pedir a las aguas que-10 penetren de sus humedades amorosas?...

¡Don Silva!... Ciertos detalles absurdos de la trama de Hernani desaparecen para mí en presencia de la figura majestuosa de ese viejo que tiene los impulsos y los sentimientos de un joven.

El melancólico caer de la tarde de la vida encuentra digna compensación en el corazón grande y lozano de don Silva... Es cuando entre un deliquio supremo, piensa en que una virgen hará florecer sus ilusiones adormecidas en Vida apacible y pura, con un amor que le permita concebir el infinito. . . Dios. . . la eterna felicidad!. . .

Es la juventud que habla por el eco de un idealismo sublime, cuya misteriosa consagración ávido espera, con la conciencia de que el tiempo no ha transcurrido para él, porque siente henchido su corazón del fuego sagrado que lo abrió a las nobles pasiones de los veinte años.

Esta perpetuidad de la juventud por el amor puro; esta especie de transfiguración a impulses de ese soplo divino que hace vibrar todas las ilusiones del pasado como arpegios que por primera vez levantan al alma, es tan remota como la generosidad de la primera mujor que cedió al amor de uno de esos corazones sanos.

Pertenece a la mitología de los griegos, quienes parece la hubiesen escrito en la puerta de su Olimpo para realzar Ia gracia de sus dioses. Ellos hacían decir a sus primeros poetas que “el amor tiene las riendas del imperio del mundo.” Y por los romanos puso Virgilio en boca de Anquises, a los pies de Venus, estas dulces palabras:

“¡O quam memorem. Virgo; namque hauc tii vultus mortalis, nec vox hominem sonat. . ."

Y después. . . después el recuerdo, que acornpaña en las horas leves, en las noches últimas, como armonías gratísimas que iluminan el más allá de la Vida donde vibrarán eternamente!. . .

Es entonces cuando recién se siente Ia fruicién del recuerdo de la antigua llama. El dulce San Agustin llora en sus confesiones ante el Agnosco veteris vestigia flammæ de la infortunada reina de Cartago. Y yo he visto llorar a Sarmiento cuando leía la desesperación amorosa de Dido ante la partida de su inexorable Eneas.

Estoy seguro que su corazón sensible se estremece amablemente ante esta endecha amorosa. de esa reina de corazón grande, que así traduce nuestro don Juan Cruz Varela:

“Me miró, me incendió, y el labio suyo
Trémulo hablando del infausto duelo,
Más volcanes prendió dentro del pecho
Que en el silencio de traidora, noche
Allá en su Troya los rencores griegos."

No trasponga usted, pues, los sentimientos, ni varíe el orden de las cosas, ni use inmoderadamente de pretéritos que, por mucho que valgan, no val-en lo que un presente. Recuerde que en mi presencia le dijo usted a una dama: “Señora, ¿le consta a usted que yo he experimentado mi último amor. . .?”

II

Antes de presentar a los actores, describe usted el teatro en que actúan, dándole fisonomía peculiar.

¡Aquí de la gran capital del sud!

Un hombre de notorios antecedentes como los suyos, un cultor del arte, empalidecería si no hiciese gasto de fina observación, de sutileza de espíritu y aun de ciertos chispazos de ingenio para dar colorido al escenario por el método experimental. Así habrían procedido Cœlio, Catulo, Curion, Do1abella y Pison, si hubiesen escrito sobre la sociedad romana. de la época de César y Cicerón, de Augusto y de Ovidio. . . ¿Ovidio?. . . Tenga la complacencia de releer a Ovidio y de decirme si no encuentra analogías entre ciertas páginas suyas y las de esie poeta, sobre quien los años cayeron sin hacer ruido, tacitis senescimus annis, y que nunca se mostró mas chispeante que cuando en sus Fastos se prometió ser más serio.

Ahí de la gran capital del sud! Usted mete el escalpelo con mano pirovánica; corta, aparta, quiebra y lo hunde hasta el fondo; asienta los dedos, estimula los nervios, tritura la carne; y cuando ha obtenido el éxito buscado, suelta usted una risa que llega al oído de los operados como los gritos de las arpías que picotearon la comida de los compañeros de Eneas.

Citaré únicamente cierto orden de contornos. En la época a que usted se refiere, Buenos Aires era, en su sentir, una aldea de tejas, cortada por multitud de zanjones, por donde las aguas pluviales arrastraban hasta el sentido común del vecindario que, en general, comía muy mal. Celeste se pintaba el frente de las casas; y en los pasadizos, paisajes con pastoras que parecían furias, en medio de albahacas y bergamotas. Tras la indispensable puerta de reja había uno o dos mastines. Eran los que avisaban la llegada de visitas. Se observaba en los postes, a lo largo de las calzadas, el mismo rigorismo con que los ciudadanos estrenaban ropa negra el jueves santo. Por la calle Florida érales dado a don Francisco Chas y a don Martin Alzaga pasearse en las únicas calesas presentables que había. Tan inseparable como el sombrero era el farolillo, para orientarse por los pasos de bocacalle hasta la tertulia donde daban vueltas el agrio y el mate. Solo era comparable a la influencia política de don Valentin Alsina o de Héctor Varela, la influencia social del señor Infiestas, quien había descubierto recién los guantes de cabritilla. Las bandolas se habían refundido en las tiendas de Bonorino, de Volar y de D. Pepe el Cabezón, verdaderos tiranos de la elegancia femenina. Nadie se acordaba ya de las tertulias de Da. Joaquina Izquierdo, donde don Juan Cruz Varela, Luca, Rojas y fray Cayetano, leían sus tragedias y poesías en presencia de doña Flora Azcuénaga, Isabel Casamayor, Remedies Escalada, Carmen Quintanilla, Antonia Palacios, etc. En cambio abundaban las comilonas político-pantagruélicas, aderezadas con la lava del Chimborazo que ardía en el meollo de Lacasa, con los rayos de las tempestades de Mármol, y con la elegía de Aniceto el Gallo. Verdad es que Oscar y Amanda, los Amantes de Teruel, Matilde y la trilogía de Los Mosqueteros hacían estragos, más o menos ruidosos, en el romanticismo militante; que las gentes cambiaban su nombre de pila por el de un héroe o heroína de novela, lo cual era más trascendental que decir “los dos fósforos” por “i due Foscari”, o llamar al doctor Vélez Sársfield “el señor Federis Arca”. A la Pretti, la Biscacianti y Vacani, habian reemplazado la Nina, la Medea y Lelmi, como a la Alvara Garcia, Culebras y Rosquellas reemplazaron la Duclós, Fragoso y Enamorado. La Reina de Chipre era la delicia de la grave aristocracia en el teatro de la Victoria. Lo más selecto acudía al teatro Argentino a llorar convenientemente en Espinas de una flor, arrojando pañuelos húmedos y conciencias blandas a los pies de Matilde Larrosa. En las noches de baño, en la playa junto al muelle, las ondas sonoras llevaban las endechas de Lola y de don Diego, que acompasadamente los aficionados repetían entre bocados de un asado de cordero y de una empanada saboreada con los dos dedos con que se toma la narigada. . .

III

Al introducir al lector en esa escena, tiene usted la originalidad de dividir las beldades que la llenan en tres grandes grupos o familias que escaparon a Linneo. "Para evitarme a mi mismo confusiones y desengaños a las veces irremediables,— dice usted—he partido siempre de la base de que en el trato social debía ajustarme a las exigencias que derivan del género de belleza respectiva que luce la mujer. En mi sentir ésta puede dividirse en belleza imponente, familiar o presentida, y primitiva. Puede haber mas categorías, pero con las mencionadas ya hay a que atenerse."

Estos capítulos valen un libro. Solo que, por un anacronismo romántico, presenta usted tipos modernisimos que, a fuer de conocidos, nos permiten ver la exactitud de algunas de sus conclusiones.

Por ejemplo describe usted la sala del teatro de la Victoria en la noche aquella de la batahola entre los partidarios de la Nina y los de la Merea: en el palco donde usted departe hay una dama "cuya fisonomia marmérea, cuya mirada fría, como lamina acerada que penetra hasta el hueso", se le impone a usted a punto que, desde hace tiempo, nota usted que hasta las palabras se le dan vuelta en la garganta. Con un ademán desdeñoso, con un monosílabo seco, casi estridente, ella le hace balbucear vulgaridades, y usted se pregunta si efectivamente lo sugestiona para mantenerlo en su presencia en un estado de cuasi imbecilidad.

No es difícil reconocerla por el retrato que de ella hace usted acentuando un tanto el pincel. Es la misma cuya madre debió usted haber presentado como modelo de amable buen tono. Si yo fuese susceptible de ciertas impresiones, diría que me ha producido impresión análoga. Sólo que al oírla hablar sin que se le mueva un músculo, y ante sus miradas fijas e impregnadas de cierta dureza que da frío, en vez de una lamina acerada, yo veo dos. ¡Pero es bella! Lástima que no tengamos por mano de Gustavo Doré el retrato de Goneril, de Regana y demás mujeres de Shakespeare!

El mismo anacronismo noto en su tipo de belleza familiar o presentida. De éste no tengo duda, porque recuerdo que, sin que atinasen con el motivo, me la indicó usted la, otra noche en el salón del Tigre Hotel.

Llama usted bellezas familiares a aquellas damas que dispensan a uno desde luego cierta cordialidad y bien entendida confianza, y a quienes se antoja que uno conoce desde hace ya mucho tiempo, como si en efecto las hubiese presentido. El tipo que usted presenta es bellísimo. Con razón dice usted que ese rostro tiene su parecido en las miniaturas pintadas en los abanicos antiguos.

“Yo no sé si es ilusión, agrega usted con verdadero entusiasmo, pero me ha sucedido más de una vez encontrar en ciertas flores un singular parecido con el rostro de ciertas mujeres. Al contemplar la más espléndida colección de orquídeas que se puede presentar en Buenos Aires, me detuve ante una en cuyo fondo sonrosado creí ver un rostro iluminado con el fuego del infierno. El rostro de la que sirve de tipo a mis bellezas familiares o presentidas, se retrata en una margarita blanca.”

La categoría de las bellezas primitivas es la más escabrosa. Aquí la emprende con ciertos usos y modas que en su sentir trastornan completamente las ideas respecto de la gracia de la mujer.

“Es preferible, dice usted, la mujer de Cervantes a la mujer de Bentham; la mujer que cose y reza, que se ruboriza, llora y vence con la dulzura, a la mujer que tira al blanco y se desenvuelve a impulso de la vanidad de saber hacer lo que los hombres hacen; que habla de negocios y de fisiología o anatomía y tritura la mano al apretarla entre las callosidades del remo o del trapecio. Hay gentes que creen de buena fe que sus hijas no se desarrollarán convenientemente sino mediante los ejercicios propios del hombre. Siguiendo la escala, hay que deducir que el ideal paternal se logrará cuando sus señoritas alcancen el desenvolvimiento muscular del señor Raffetto (a) 40 onzas! Atroz, atroz, atroz.”

IV

Dedica usted algunos capítulos a las series de contrastes que ofrece nuestra sociedad en vías de transformación, por la acción de las diferentes razas que en ella se van fundiendo.

Y en el parangón que usted hace de hogaño y antaño, su imaginación abarca todo un estudio social cuyos motivos salientes se prestarían a reflexiones un tanto pesimistas, si ellos no proviniesen indistintamente de todas las sociedades. No son males nuestros: son males del siglo que, por fortuna, terminara en breve.

Usted es cartilla abierta, y se hace leer con avidez cuando, para resumir, se detiene en el bien que determina para el hombre la influencia que sobre él ejercita la mujer. A la luz de la sana filosofía hace usted resaltar el contraste que, en general, ofrecen los hombres en sociedad, prosternándose ante otro hombre, sobrellevando sin sonrojos el predominio completo o la tiranía vergonzante, pero resistiendo entretanto la influencia benéfica de una mujer.

“No es sino después de una lucha entre la dulzura y la obcecación, que ceden a esa influencia, dice usted, dando con ello, quizás, la mejor prueba de sentido común. Asimismo pretenden todavía engañarse y engañar, como no lo pretenderán nunca cuando se trata de un tirano, por ejemplo. Y sin embargo, nunca cometen mayor cantidad de tonterías que a partir del momento en que esa influencia llega a faltarles”.

Deseos no faltan de seguir, pero es forzoso detenerse aquí. Su libro será muy leído. Esta escrito con savia juvenil. Y con tal arte se desenvuelven ciertos tópicos que bien podría aplicarse al autor aquello de magister de lapidibus vivis, como llamaba Paul de Saint Victor al autor de la Leyenda de los Siglos.

ADOLFO SALDÍAS.

25 de Enero de 1891.