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Las calles

De Wikisource, la biblioteca libre.
Las calles. La capilla. El palacio
de Ángel de Saavedra


Romance tercero

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Para quién al día siguiente   
mira la muerte segura,
el declinar de la tarde   
solemnidad tiene mucha.   

En el sol, que va a ponerse,   
y espeso vapor ofusca   
(semejante a un rey que el trono 
a su pesar desocupa,   

y dignidad conservando   
del mundo huye, y se sepulta   
donde los hombres no adviertan   
su dolor y desventuras), 

con honda atención los ojos   
clavó don Álvaro de Luna.   
Así que lo vio transpuesto   
lanzó un suspiro de angustia,   

como el que lanza el amante 
cuando el horizonte oculta   
el bajel en que su amada   
los desiertos mares surca   

para no volver. Ansioso   
lleva sus miradas mudas  
a los montes apartados   
cuyas cumbres aún relumbran;   

a los ya enlutados bosques,   
a las calladas llanuras,   
a los altos campanarios 
que entre nieblas se dibujan;   

retardar el despedirse   
de la perspectiva augusta   
que presenta el Universo,   
parece que sólo busca.   

Y al notar que poco a poco   
la luz menguante y confusa   
del crepúsculo confunde   
la escena que le circunda,   

piensa ya ver de la muerte   
la terrible sombra, en cuya   
oscuridad para siempre   
corre a hundirse, y se atribula.   

Sus pensamientos penetran   
los doctos frailes, y endulzan 
con eternas esperanzas   
su meditación profunda.   


Entre dos luces llegaron   
a Valladolid, y turba   
desordenada en las calles
con sordo rumor circula.   

De Alonso López Vivero   
por la calle y casa cruzan,   
donde viven sus criados,   
donde llora su vïuda.   

Aquéllos, como canalla   
que si al poderoso adula,   
en cuanto le ve caído   
feroz le escarnece y burla,   

de la cabalgada el paso  
atajan con negra furia,   
y con denuestos y voces   
al ilustre preso insultan.   

Éste, furioso (presente   
el tiempo pasado, juzga   
que aún conserva el poderío,   
que aún domina a la fortuna),   

lleva soberbio la mano   
a buscar en su cintura   
la guarnición de la espada...   
Mas, ¡ay! en vano la busca.   

Va preso..., espada no lleva...   
¡Ah!... Lo advierte, y furibunda   
mirada va a dar al cielo;   
mas se anonada y conturba.   

Queda con los ojos fijos,   
parece su faz difunta;   
tiembla, y en sudor helado   
sus miembros todos se inundan.   

Delante se halla un espectro... 
¡Un espectro!... Sí, la mula   
algo ve también; esquiva,   
se recela, empina y bufa.   

¿De Alonso López Vivero   
ha salido de la tumba 
la sombra? De que el maestre   
ante sí la vio, no hay duda.   

En confesión se lo dijo   
aquella noche con muchas   
lágrimas al padre Espina...; 
de Dios la venganza es justa.   

Con el cuento de la lanza   
a palos abre la turba   
Estúñiga denodado,   
y la atropella y asusta,  

y en salvo al ilustre preso   
condujo a la casa suya,   
en que estaba preparada   
una capilla segura,   

donde pasó el condestable  
con la espiritual ayuda   
noche serena, pidiendo   
a Dios perdón de sus culpas.   

Cenó, durmió cortos ratos,   
repitió también algunas   
trovas del famoso Mena   
que pintan como locuras   

las mundanas ambiciones;   
oró con fervor, en suma:   
fue un cristiano, un caballero, 
un hombre de fe y de alcurnia.   


Entre tanto, el que parece   
ser el reo, a quien la dura   
sentencia estaba leída,   
y a quien la cuchilla aguda  

del verdugo amenazaba,   
era el rey... ¡Mísero!, lucha,   
náufrago desventurado,   
en airado mar de angustias.   

Ama a don Álvaro, mira 
su sentencia como injusta;   
de la reina y de los grandes   
se la ha arrancado la furia.   

Que su trono se desploma,   
y hasta su existencia juzga, 
y que al morir el maestre   
abrazadas irán juntas   

el alma de aquel amigo   
y el alma afligida suya.   
¡Grande mal es la flaqueza   
en hombre que cetro empuña!   

Revolcándose en su lecho,   
rasgando sus vestiduras,   
paseándose sin tino   
por la cámara, que alumbra   

una lámpara medrosa   
que en el cortinaje abulta   
vagas sombras..., ¡infelice!   
¡Qué noche pasó!... Que ocupa   

ve un rincón de aquella sala,   
de pie, con la boca muda,   
su físico Fernán Gómez.   
A él se va, las manos juntas,   

y, suplicante, le dice:   
«Si es que mi salud procuras,   
anda a ver al condestable,   
así Dios te dé su ayuda.»   

El bachiller respondióle:   
«Le debo mercedes muchas;   
perdone vueseñoría, 
no oso verle en tal angustia.»   

Conmovido el rey, en llanto   
rompió y en voces confusas,   
que el alma a Gómez partieron,   
según dicen cartas suyas. 


Entró al estruendo la reina   
en la cámara, cual una   
aparición, como maga   
que viene a doblar astuta   

los encantos y conjuros   
con que alto preso asegura,   
y con que la empresa afirma,   
de que pende su fortuna.   

Calló el rey, quedó de mármol   
al verla; ella le pregunta: 
«¿Qué es esto?», y oyendo: «Nada»,   
retiróse muy adusta.   

Largo rato el rey estuvo   
cual ligado por la oculta   
fuerza del prestigio. Luego   
torna a más reñida pugna   

de afectos; la amistad vence,   
llama con voz resoluta   
a Solís, su maestresala,   
dícele: «Al momento busca   

»a Diego Estúñiga, y dile...»   
En su garganta se anuda   
la voz, porque entra la reina   
otra vez..., calla y trasuda.   

La reina a Solís llevóse,   
y el rey abrió con presura   
el balcón, cual si quisiese   
gozar del aura nocturna;   

y el trono, cetro y corona   
maldiciendo en voces mudas,   
ojos de lágrimas llenos   
clavó en la menguante luna.