Las castañas (Baró)

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Cuentos del hogar
Las castañas​
 de Teodoro Baró


La familia de Juan Honrado estaba reunida alrededor del hogar donde se levantaba una hermosa llama y chisporroteaban, gimiendo antes al soltar los restos de savia, gruesos tizones que en abundancia proporcionaba el bosque. Juan era hombre de cincuenta años, fornido y robusto, que se dedicaba al cultivo de la tierra y a la felicidad de su familia, compuesta de su esposa, de nombre Concepción; de Perico, hermoso niño de doce años, y de Pablito, no menos bello, que contaba diez. Después de cenar en paz y gracia de Dios, habían rezado el rosario y luego comido unas cuantas castañas que se asaban en el rescoldo, alegrando a los niños su ¡pim! ¡pum! con que anunciaban que pronto estarían a punto, al mismo tiempo que hacían saltar la ceniza que las cubría, no sin que a veces molestara a Chelín, perro de caza que dormitaba apoyado el hocico en ambas patas, quien, en este caso, se limitaba a levantar una para sacudirse la ceniza de las narices, al mismo tiempo que abría un ojo para enterarse de lo que pasaba, volviendo a quedar a los pocos momentos cerrados los dos y él dormido.

El viento entraba por el cañón de la chimenea murmurando débilmente y se oía en el exterior un ruido pausado, que era el producido por una gran nevada; rumor que convidaba a extender las manos hacia la llama y a restregárselas después con fruición. Los niños, más que en el frío, pensaban en las castañas; y mientras las comían hubieran deseado adelantar el tiempo y que ya hubiese salido el sol del siguiente día, porque estaban en vísperas de Reyes, tenían preparados los zapatitos y anhelaban saber en qué consistirían los presentes de aquel año. Perico esperaba hallar un caballo de madera muy bonito, con cola y crines muy largas, y un carrito al que pudiese engancharlo; y no se atrevía a esperar más, porque sabía que es muy conveniente ser moderado hasta en el deseo por no sufrir después tristes desengaños. Su hermanito contaba hallar una pareja de bueyes de cartón y una carreta; además una escopeta de esas que disparan bolitas de papel a manera de balas; un trompo y otras cosas. Como Perico sabía que los presentes de los Santos Reyes Magos corresponden a la conducta de los niños, se daba por muy satisfecho con el caballito y el carrito, pues recordaba que alguna que otra vez, si no había hecho enfadar a sus padres, en cambio no había sido todo lo diligente que debía en el cumplimiento de sus órdenes; pero Pablito, que era muy perezoso y bastante testarudo, defectos ambos muy malos, les había dado más de un motivo de disgusto; lo que no era obstáculo para que se creyera mejor que su hermano y esperara hallar más juguetes al lado de su zapatito. Perico era compasivo, y cuando se le presentaba ocasión partía el pan de su almuerzo o merienda con los pobres; Pablito también era compasivo, pero esta cualidad estaba bastante deslucida por el egoísmo; y al dar a los pobres les escatimaba su parte, y, la verdad sea dicha, hubiera preferido comérsela.

Mientras uno y otro estaban pensando en la aurora del siguiente día, se oyeron como débil eco, muy débil, campanadas del reloj de la iglesia del pueblo, que estaba algo distante. Levantose Juan Honrado, encendió un candil y dijo:

-Son las nueve, hijos míos. A la cama y que Dios nos conceda una buena noche.

-Buenas noches, contestaron todos.

Ocho castañas sobraron, y Perico y Pablito se las repartieron, si bien el segundo quedose las más gordas. Al subir los niños, acompañados de su madre, el primer peldaño de la escalera que conducía a su cuarto de dormir:

¡Pam! ¡Pam! ¡Pam! resonaron tres golpes en la puerta.

-¿Quién será a esta hora y con este tiempo? preguntó Juan.

Dirigiose a la puerta, y después de haber mirado a través de una rendija para reconocer al que llamaba, abriola y penetró en la casa un hombre alto, pero algo encorvado, apoyado en un nudoso bastón que tenía en su extremo inferior una gruesa punta de hierro. Parecioles a los niños que al entrar aquel hombre despedía algunos brillantes fulgores, pero luego creyeron que era efecto de la nevada. El recién llegado dijo:

-¡La paz de Dios sea en esta casa!

-Y contigo, contestaron todos.

-¿Queréis darme hospitalidad?

-Acércate a la lumbre, pues el frío te tendrá aterido.

Aquel hombre sonrió; sacudiose la nieve que cubría sus vestidos y se aproximó al hogar tomando asiento en un taburete. Entonces los niños pudieron mirarle a su sabor, pues se quitó el capuchón adherido a un capote de pieles de carnero y apareció su cabeza cubierta de cabellos muy largos, muy rizados, y tan blancos que lo eran más que la nieve. Del mismo color eran sus cejas y la barba que le llegaba hasta la cintura. Su aspecto era el de un hombre viejo, muy viejo, pero al mismo tiempo tan fuerte que parecía hallarse en todo el vigor de su juventud. Los niños no se cansaban de mirarle y él les preguntó sonriendo:

-¿Sois buenos?

-Sí, señor, contestó Pablito.

-No del todo, dijo Perico.

El anciano volvió a sonreír, y a Perico pareciole que nunca labios humanos habían sonreído como los de aquel hombre.

-¿De dónde vienes? le preguntó Juan Honrado.

-De donde nace el sol.

-¿Adónde vas?

-Recorro el mundo entero.

-¿A pie?

-Jamás me canso.

-¡Cuántas veces te habrás extraviado en el camino!

-Nunca, porque tengo por guía una estrella.

-¡Cuánto me gustaría correr mundo! exclamó Perico.

-Hijo mío, contestó el viejo; para los niños el mundo ha de estar concentrado en el hogar y en el cariño de sus padres.

-¿Traerás apetito? le preguntó Juan.

-Casi es hambre.

-¡Pobre hombre! exclamó Perico: yo tengo cuatro castañas. Tómalas.

El anciano las aceptó y principió a comerlas, y cuando hubo terminado, dijo mirando a Pablito.

-He de confesar que comería más.

Pablito vaciló un instante; metiose la mano en el bolsillo y sacó una castaña que presentó al viejo, diciéndole:

-Toma ésta.

-Me parece que no me la das sin disgusto.

El niño se ruborizó y balbuceó:

-No tengo otra.

-La mentira es un grave defecto, añadió el viejo.

Pablito volvió a meterse la castaña en el bolsillo, y en vez de confesar su falta se fue a un rincón, muy enfadado con el viejo, cuando debía estarlo consigo mismo por haber mentido. Concepción, entre tanto, había preparado algunos manjares, que el anciano comió con apetito. Cuando hubo terminado la cena, se levantó; cogió el palo, echose el capuchón y dijo:

-Dios te pague la hospitalidad que me has dado, Juan.

-¿Te vas? La noche está muy mala.

-Quédate, añadió Perico; yo dormiré con mi hermano y te cederé mi cama.

El viejo tocó la cara del niño y a Perico pareciole que aquella mano era muy blanda y muy fina. Pablito no se movió del rincón en que estaba porque aún le guardaba rencor al desconocido. Salió el anciano, y en cuanto estuvo fuera todos pegaron el rostro a los vidrios de la ventana atraídos por la curiosidad, y le vieron andar por encima de la nieve y a través del bosque con mucha rapidez, porque a cada paso adelantaba más terreno que un hombre con veinte. También vieron que al llegar delante de las chozas se detenía, miraba a través de las ventanas y volvía a andar, hasta que le perdieron de vista. Entonces fuéronse todos a la cama. Mientras subían la escalera, Perico metiose la mano en el bolsillo buscando las castañas, y como no las hallara recordó que las había dado al viejo, y lejos de pesarle estuvo muy contento, pues había contribuido a apagar su hambre. Otro tanto hizo Pablito, y al hallar las suyas, mucha fue su alegría por estar las cuatro y haberse guardado la que, con poco deseo de que fuese aceptada, había ofrecido. Rezaron sus oraciones, se acostaron, durmiéronse y soñaron que de los zapatitos salían bueyes, caballos, carretas, trompos y mil otros juguetes; y en cuanto amaneció despertaron, se vistieron precipitadamente y corrieron al punto donde aquéllos estaban. Dentro de cada uno de ellos hallaron cuatro castañas. Los niños se miraron sorprendidos y poco satisfechos. Perico cogió una castaña y exclamó:

-¡Cuánto pesa!

-Pues ésta no pesa nada.

La castaña que tenía en la mano Perico se abrió y de ella salieron dos caballitos pequeños como pulgas, que fueron creciendo hasta llegar al tamaño de perros chiquitines, con cola y crines muy largas y rizadas; pero no eran de cartón, sino de carne y hueso y se movieron haciendo mil monadas. En la cáscara de la castaña había escrito: «Modestia.» Pablito se apresuró a abrir la suya y dentro sólo halló un papel con estas letras: «Testarudo.» La segunda castaña que había en el zapatito de Pablito se abrió a su vez y apareció un carrito pintado de amarillo y encarnado, cuyo tamaño fue aumentando hasta ser proporcionado al de los caballitos; de la tercera saltó un trompo dorado que se puso a dar vueltas, y a cada vuelta que daba salían de él muchos juguetes que hacían lanzar exclamaciones de júbilo al niño; de la cuarta salieron cuatro castañas, que fueron creciendo hasta ser tan grandes como melones, y tan hermosas que nada que a ellas se asemejase había visto; y en la cáscara tenían escrito en letras de oro: «Caritativo.» Cuando Perico se volvió hacia su hermanito para que participara de su alegría, le halló con los puños en los ojos llorando a lágrima viva, porque también había encontrado vacías las otras tres castañas, pero con estas letras: «Mentiroso.» Perico procuró consolarle y le ofreció la mitad de sus juguetes.

-No los merezco, sollozó Pablito; aquel hombre de ayer noche lo ha contado todo a los Santos Reyes.

Los padres se echaron a discurrir quién sería aquel viejo. Después de haber tomado el desayuno fuéronse todos a misa y encontraron en el sendero otros niños, que también llevaban muy contentos sus juguetes, si bien alguno tenía los ojos encendidos de haber llorado, pues por malo sólo había recibido carbón como presente. Al salir de la iglesia les detuvo el guardabosque, quien dijo a Juan:

-Yo sé a quién diste ayer hospitalidad en tu casa.

-Díme, ¿quién era aquel viejo?

-Uno de los criados de los Santos Reyes Magos, que todos los años los envían la víspera a enterarse de cómo se han portado los niños para ponerles en el zapatito juguetes si son buenos, y carbón si son malos.

-Ya decía yo, pensó Pablito, que aquel hombre había ido a contárselo a los Santos Reyes.

Pero Pablito aprovechó la lección, dejó de ser testarudo, perdió el defecto del egoísmo, fue muy obediente, y al año siguiente halló el zapato lleno de juguetes, lo mismo que su hermano. La víspera el criado de los Reyes Magos no estuvo en su casa, como la otra vez, pero el guardabosque afirmó que al pasar le había visto detenerse y mirar al través de la ventana para enterarse de cómo se habían portado los niños durante el año.