Las costumbres de Madrid

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Escenas y tipos matritenses de Ramón de Mesonero Romanos
Las costumbres de Madrid

Las costumbres de Madrid

Dificile est proprie communia dicere.

Horat.

Este que llama el vulgo estilo llano,

envuelve tantas fuerzas, que quien osa

tal vez acometerle, suda en vano.

Lupercio de Argensola.



Grave y delicada carga es la de un escritor que se propone atacar en sus discursos los ridículos de la sociedad en que vive. Si no está dotado de un genio observador, de una imaginación viva, de una sutil penetración; si no reúne a estas dotes un gracejo natural, estilo fácil, erudición amena, y sobre todo un estudio continuo del mundo y del país en que vive, en vano se esforzará a interesar a sus lectores; sus cuadros quedarán arrinconados, cual aquellos retratos que, por muy estudiados que estén, no alcanzan la ventaja de parecerse al original.

El transcurso del tiempo y los notables sucesos que han mediado desde los últimos años del siglo anterior, han dado a las costumbres de los pueblos nuevas direcciones, derivadas de las grandes pasiones e intereses que pusieran en lucha las circunstancias. Así que un francés actual, se parece muy poco a otro de la corte de Luis XV, y en todas las naciones se observa la misma proporción.

Los españoles, aunque más afectos en general a los antiguos, no hemos podido menos de participar de esta metamorfosis, que se hace sentir tanto más en la corte por la facilidad de las comunicaciones y el trato con los extranjeros. Añádanse a estas causas las invasiones repetidas dos veces en este siglo, la mayor frecuencia de los viajes exteriores, el conocimiento muy generalizado de la lengua y la literatura francesas, el entusiasmo por sus modas, y más que todo, la falta de una educación sólidamente española, y se conocerá la necesidad de que nuestras costumbres hayan tomado un carácter galo-hispano, peculiar del siglo actual, y que no han trazado ni pudieron prever los rígidos moralistas, o los festivos críticos que describieron a España en los siglos anteriores. Es a la verdad muy cierto que, en medio de esta confusión de ideas, y al través de tal extravagancia de usos, han quedado aún (principalmente en algunas provincias) muchos característicos de la nación, si bien todos en general reciben paulatinamente cierta modificación que tiende a desfigurarlos.

Los franceses, los ingleses, alemanes y demás estranjeros, han intentado describir moralmente la España; pero o bien se han creado un país ideal de romanticismo y quijotismo, o bien desentendiéndose del trascurso del tiempo, la han descrito no como es, sino como pudo ser en tiempo de los Felipes... Y es así como en muchas obras publicadas en el extranjero de algunos años a esta parte con los pomposos títulos de La España, Madrid o las costumbres españolas, El Español, Viaje a España, etc., etc., se ha presentado a los jóvenes de Madrid enamorando con la guitarra; a las mujeres asesinando por celos a sus amantes; a las señoritas bailando el bolero; al trabajador descansando de no hacer nada; así es como se ha hecho de un sereno un héroe de novela; de un salteador de caminos un Gil Blas; de una manola de Lavapiés una amazona; de este modo se ha embellecido la plazuela de Afligidos, la venta del Espíritu Santo, los barberos, el coche de colleras y los romances de los ciegos, dándoles un aire a lo Walter Scott, al mismo tiempo que se deprimen nuestros más notables monumentos, las obras más estimadas del arte; y así en fin los más sagrados deberes, la religiosidad, el valor, la amistad, la franqueza, el amor constante, han sido puestos en ridículo y representados como obstinación, preocupaciones, necedad y pobreza de espíritu.

Pero ¿qué ha de suceder? Viene a España un extranjero (y principalmente uno de vuestros vecinos transpirenaicos) y durante los cuatro días de camino de Bayona a Madrid no cesa de clamar con sus compañeros de diligencia contra los usos y costumbres de la nación que aún no conoce; apéase en una fonda extranjera, donde se reúne con otros compatriotas que se ocupan exclusivamente de la alza o baja de los fondos en París o de las discusiones de las cámaras; visita a todos sus paisanos, atiende con ellos a sus especulaciones mercantiles, y sigue en un todo sus patrios usos.

Levántase, por ejemplo, al siguiente día, y después de desayunarse con cuarenta y ocho columnas de diarios llegados por la mala, se dirige por el más corto camino a casa de Mr. Monier a tomar un baño; luego a almorzar chez Genieys; después al salón de Petibon, o al obrador de Rouget; desde allí a la embajada, y saliendo a las tres.

-«¡Peste de país! no hay nadie en las calles.»-Con lo cual se baja al Prado, donde no deja de hallar a aquella hora a algún ciego que baila los monos delante de los muchachos, otro que enseña el tutili-mondi al son del tambor o un calesín que va a los toros con dos manolas gallardamente escoltadas por un picador y un chulo. -«Vamos a los toros...» -gritos, silbidos, expresiones obscenas... -«¡Oh le vilain pais!» -Embiste el toro, cae el picador, derriba a los chulos, estropea el caballo; saca su libro de memoria y anota -«En la corrida de toros murieron siete hombres, y el público reía grandemente.» -Sale de allí y baja al Prado al anochecer; hay mucha gente, pero ya no se ve. -«Las jóvenes personas (anota) van al Prado tan tapadas que no se las ve.» -Súbese por la calle de la Reina, come en Genieys, donde el Champagne y el Bordeaux le entretienen tanto que llega al teatro cuando se ha empezado el sainete: «Las pequeñas piezas en España son pitoyables.» -No le parece tanto otra pieza que se distingue en la primer fila de la cazuela; espérala a su descenso, y viéndola cabalmente sin compañía se ofrece caballerescamente a hacérsela; acepta ella como era de esperar, y desde el momento le habla con la mayor marcialidad: «Las mujeres en España son extremadamente amables» -dice, sin meterse a averiguar más respecto a su compañera. -Luego va a una soirée, donde al instante todos empiezan bien o mal a hablarle en francés, y para diferenciar le invitan a jugar al ecarté o a bailar la galope con lo cual vase luego a su casa y emplea el resto de la noche en extender sus memorias sobre las costumbres españolas, y pintar los románticos amores de don Gómez con donna Matilda, o donna Paquita con don Fernández. -Pasan así quince días, vuelve rápidamente a Bayona, y a poco tiempo «Tableau moral et politique de l'Espagne, par un observateur» -y pillando un trozo de Lesage, no duda en adoptar por epígrafe el: «Suivez moi, je vous ferai connaitre Madrid.» Y por cierto que el Madrid que ellos pintan no lo conocería Lesage ni el autor del Manual.

No pudiendo permanecer tranquilo espectador de tanta falsedad, y deseando ensayar un género que en otros países han ennoblecido las elegantes plumas de Adisson, Jouy y otros, me propuse, aunque siguiendo de lejos aquellos modelos y adorando sus huellas, presentar al público español cuadros que ofrezcan escenas de costumbres propias de nuestra nación, y más particularmente de Madrid, que como corte y centro de ella, es el foco en que se reflejan las de las lejanas provincias. No dejo de conocer que los respetables nombres que acabo de escribir, y las cualidades que senté al principio de este discurso, y que reconozco indispensables para llenar con perfección esta tarea, son otros tantos cargos contra mí, y que acriminan la presunción de mi intento; pero por otro lado, sea que nuestro gusto no esté tan refinado, ni exija tanta perfección como en aquellos países, sea que marche por un campo virgen, donde a poco esfuerzo pueden recogerse flores y matizar con ellas mis descoloridos cuadros, sea en fin, fortuna mía, he conseguido hasta ahora que el público que ha reído con la Comedia casera, la Calle de Toledo, el Retrato y las Visitas, se haya mostrado juez indulgente con quien le divierte a su costa.

Mi intento es merecer su benevolencia, si no por la brillantez de las imágenes, al menos por la verdad de ellas; si no por la ostentación de una pedantesca ciencia, por el interés de una narración sencilla; y finalmente, si no por el punzante aguijón de la sátira, por el festivo lenguaje de la crítica. Las costumbres de la que en el idioma moderno se llama buena sociedad, las de la medianía, y las del común del pueblo, tendrán alternativamente lugar en estos cuadros, donde ya figurará un drama llorón, ya un alegre sainete. Empero nadie podrá quejarse de ser el objeto directo de mis discursos, pues deben tener entendido que cuando pinto, no retrato.

Esto supuesto, y entre tanto que otros artículos preparo, saldrán a lucir sin formalidad ni cumplimiento Los cómicos en Cuaresma, La empleo-manía, El día 30 del mes, El Patio del correo, El pleito, La sala y la cocina, El teatro, La comida de campo, La vuelta de París, y otros muchos ya borrajeados, ya in pectore, donde vayan encontrando su respectivo lugar todas las virtudes, todos los vicios y todos los ridículos que forman en el día nuestra sociedad; donde los usos generales, los dichos familiares, caractericen el pueblo actual, llevando en su veracidad la fecha del escrito, y donde al mismo tiempo que se ataque al ridículo, se vengue al carácter nacional de los desmedidos insultos, de las extravagantes caricaturas en que le han presentado sus antagonistas. ¡Ojalá que guiado por una luz diáfana acierte a llenar mi propósito, y ojalá que el público al leer estos artículos diga con Terencio: «Sic nunc sunt mores». -«¡Tales con nuestras actuales costumbres!»

(Abril de 1832.)

Nota

Las costumbres de Madrid. -Este artículo y los demás que siguen hasta el de El campo Santo, inclusive, fueron escritos por el autor y publicados durante el año de 1832, en la única revista literaria y periódica que aparecía a la sazón, y era la titulada Cartas Españolas. Dirigía esta publicación el ameno y conocido literato D. José María de Carnerero, hoy difunto, el cual por suposición y relaciones en la corte, pudo obtener del celoso y suspicaz gobierno de aquella época el privilegio especial de publicar un periódico literario. -En él se encargaron de un género de escritos absolutamente nuevo en nuestro país el señor don Serafín E. Calderón (el Solitario) y el Curioso Parlante; aquél en sus bellísimos cuadros o Escenas de Andalucía, y éste con los que llevan por título Escenas Matritenses. -Ambas obras, reimpresas después por separado, alcanzan hoy mucha popularidad, y la presente edición es la quinta de las Matritenses. -Pues ahora bien; como dato curiosísimo de la época a que se refieren, baste decir aquí que el periódico o revista en que se publicaron ambas por primera vez, alternadas además con otros muchos artículos serios y festivos de ciencias, literatura y artes, por los colaboradores a dicho periódico, sólo llegó a alcanzar el número de 500 suscriptores; y eso que era la única publicación literaria periódica de la época y con el Correo Mercantil, propiedad del señor Jiménez Haro, tenía el privilegio exclusivo de hablar en letras de molde a los aficionados a la literatura.

A pesar de tan marcada indiferencia de parte del público, y luchando además con los inconvenientes de una censura no la más ilustrada, los autores de las Escenas Andaluzas y de las Matritenses, jóvenes ambos, ambos estudiosos y entusiastas por las cosas patrias, no retrocedieron en la tarea que se habían voluntariamente impuesto, y con la mayor espontaneidad, sin interés alguno, y aun sin la natural satisfacción de ser leídos, prosiguieron alternando en sus cuadros respectivos, con una constancia que no deja de ser laudable.

Desgraciadamente solos, o casi solos, en el palenque literario, a causa de la ausencia o silencio de los buenos escritores, consiguieron al fin con sus festivos y originales escritos, despertar algún tanto al público de entonces de su completa indiferencia y estimular a otros jóvenes también, e ingenios privilegiados, a lanzarse a la palestra en que tantos lauros les esperaban. -Entre ellos descolló el malogrado Fígaro (don Mariano J. de Larra) que animado por ambos y sin sombra alguna de miserables rivalidades, emprendió por aquel entonces la publicación de sus preciosas Cartas de un pobrecito hablador. -Hase dicho después por algunos críticos un tanto ligeros, y en son de alabanza de El Curioso Parlante, que era «el más feliz de los imitadores de Fígaro».-Mucho honraría al autor de las Escenas Matritenses semejante comparación, si la verdad del hecho no fuese que precedió a aquél en la tarea y por consecuencia mal podía imitar quien llevaba en el orden del tiempo la delantera. Así lo confiesa el mismo Fígaro en la primera edición de sus artículos, escritos cuando ya se habían publicado gran parte de los del Curioso Parlante. Además, como cada uno dio diferente giro y tendencia a sus escritos, no parece que existen términos de comparación. El intento constante del ingenioso y discreto Fígaro fue (con cortas excepciones) la sátira política, la censura o retrato apasionado de los hombres de la época: el Curioso Parlante se proponía otra misión más modesta y tranquila, cual era la de pintar con risueños, si bien pálidos colores, la sociedad privada, tranquila y bonancible, los ridículos comunes, el bosquejo, en fin, del hombre en general. Tal igualmente era el objeto del filósofo autor de las Escenas Andaluzas, el erudito y castizo Solitario; y ambos miraron sin asombro de celos ni pujos de rivalidad, en las manos de su amigo y compañero Fígaro, la merecida palma de la sátira política, en la que es preciso confesar que ni antes ni después ha tenido entre nosotros digno rival, ni aun siquiera afortunados imitadores.

Si de alguno lo fue Larra, no fue de otro que del ingenioso e incisivo Pablo Luis Courrier, que por los años anteriores había hecho cruda guerra al gobierno francés de la Restauración; pero apropiando su amarga sátira y su finísima observación a nuestro país y a sus circunstancias políticas, muy pronto llegó a abrirse un camino propio y a volar en alas de su alto ingenio hasta una altura superior. -El Curioso Parlante confiesa también que al empezar su tarea se propuso modelos en un género en que se le ofrecían vanos que imitar. -Adisson, en Inglaterra, había, puede decirse, creado este género de escritos, a mediados del pasado siglo en The Espectator. -Jouy, en Francia, los había hecho aún más ligeros, más dramáticos y animados a principios del actual en L' Hermite de la Chausseé d'Antin. -Entre nosotros, aunque la pintura festiva de las costumbres había sido hecha, y admirablemente hecha, en los siglos XVI y XVII por tales ingenios como Cervantes, Quevedo, Vélez de Guevara y Fernando de Rojas, sin embargo, ni el Quijote y las Novelas del primero, ni la Tragicomedia del último, ni los Sueños de Quevedo, ni el Diablo Cojuelo de Guevara, podían para este caso ser otra cosa que admirables modelos de estilo, pero no de forma, siendo éstas como eran excelentes novelas, libros ingeniosos en que se desplega una complicada acción; y aquéllos haber de reducirse a ligeros bosquejos, cuadros de caballete para encontrar colocación en la parte amena de un periódico. -Sin embargo, el autor no puede menos de reconocer que, si algún aprecio ha merecido en sus festivos escritos, lo debe indudablemente a su estudio de aquellos grandes modelos, y que siguiéndoles encantado por la magia de su estilo y por la filosofía de su pensamiento, se olvidó muy pronto de Adisson, Jouy y demás extranjeros, y procuró buscar en los propios algunos de los ricos matices de su admirable paleta, prefiriendo ser mal imitador de Cervantes y Quevedo a triunfar sobre Jouy, Etienne y Balzac. -El Solitario, en sus preciosas Escenas Andaluzas, pensó sin duda del mismo modo, y sin duda también ayudado por su gran talento, exquisita erudición y rica fantasía, ha alcanzado puntos más cercanos de comparación con nuestros célebres hablistas en Pulpete y Balbeja, La Rifa, Egas el escudero, La niña en la feria, y otros encantadores cuadros de la vida de Andalucía; el Curioso Parlante se contenta con haber consignado (aunque sin alcanzarlo) el mismo propósito, en Madre Claudia, El Recién-venido, Los románticos, Las sillas del Prado y El entierro de la Sardina.