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Las fortunas de Diana

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Las fortunas de Diana: Novela (1621)
de Félix Lope de Vega y Carpio

Las fortunas de Diana

A la señora Marcia Leonarda


No he dejado de obedecer a vuestra merced por ingratitud, sino por temor de no acertar a servirla; porque mandarme que escriba una novela ha sido novedad para mí, que aunque es verdad que en el Arcadia y Peregrino hay alguna parte de este género y estilo, más usado de italianos y franceses que de españoles, con todo eso, es grande la diferencia y más humilde el modo.
En tiempo menos discreto que el de ahora, aunque de más hombres sabios, llamaban a las novelas cuentos. Estos se sabían de memoria y nunca, que yo me acuerde, los vi escritos, porque se reducían sus fábulas a una manera de libros que parecían historias y se llamaban en lenguaje puro castellano caballerías, como si dijésemos «hechos grandes de caballeros valerosos». Fueron en esto los españoles ingeniosísimos, porque en la invención ninguna nación del mundo les ha hecho ventaja, como se ve en tantos Esplandianes, Febos, Palmerines, Lisuartes, Florambelos, Esferamundos y el celebrado Amadís, padre de toda esta máquina que compuso una dama portuguesa. El Boyardo, el Ariosto y otros siguieron este género, si bien en verso; y aunque en España también se intenta, por no dejar de intentarlo todo, también hay libros de novelas, de ellas traducidas de italianos y de ellas propias en que no le faltó gracia y estilo a Miguel Cervantes. Confieso que son libros de grande entretenimiento y que podrían ser ejemplares, como algunas de las Historias trágicas del Bandello, pero habían de escribirlos hombres científicos, o por lo menos grandes cortesanos, gente que halla en los desengaños notables sentencias y aforismos.



Yo, que nunca pensé que el novelar entrara en mi pensamiento, me veo embarazado entre su gusto de vuestra merced y mi obediencia; pero por no faltar a la obligación y porque no parezca negligencia, habiendo hallado tantas invenciones para mil comedias, con su buena licencia de los que las escriben, serviré a vuestra merced con esta, que por lo menos yo sé que no la ha oído, ni es traducida de otra lengua, diciendo así:
En la insigne ciudad de Toledo, a quien llaman imperial tan justamente, y lo muestran sus armas, había no ha muchos tiempos dos caballeros de una edad misma, grandes amigos, cual suele suceder a los primeros años por la semejanza de las costumbres. Aquí tomaré licencia de disfrazar sus nombres, porque no será justo ofender algún respeto con los sucesos y accidentes de su fortuna. Llamábase el uno Otavio, y el otro Celio.
Otavio era hijo de una señora viuda, que de él y de una hija que se llamaba Diana, y de quien toma nombre esta novela, estaba tan gloriosa como Latona por Apolo y la Luna. Acudía Lisena, que este fue el nombre de la madre, a las galas y entretenimientos de Otavio liberalmente; y con mano escasa y avara a su hija Diana, vistiéndola honestamente, de que a ella le pesaba mucho, porque es ansia de las doncellas lucir su primera hermosura con la riqueza de las galas; y engáñanse en esto como en otras cosas, porque a la frescura de las rosas por la mañana basta el natural rocío, que cortadas, han menester el artificio del ramillete, donde tan poco duran como después ofenden. No erraba Lisena en componer honestamente su hija, que una doncella en hábito extraordinario de su estado no es mucho que desee cosas extraordinarias y sea más mirada de lo que es justo. Diana mostraba alegría en la obediencia y con discreción notable no excedía un átomo sus preceptos; de suerte que ni en misa ni en fiesta pública fue jamás vista de la curiosidad ociosa de tantos mozos, ni hubo en toda la ciudad quien pudiese decir lo que ahora de muchas, con no poca reprehensión del descuido de sus padres, que les parece que, alabándolas y enseñándolas, se han de vender más presto.



Celio no los tenía, y era dotado de grandes virtudes y gracias naturales; pienso que con esto he dicho que era pobre y no muy estimado de los ricos. Solo Otavio no se hallaba sin él, y era tanta su amistad que, comenzando en otros por envidia, acabó en murmuración y no poco disgusto de sus parientes, que se quejaron a Lisena de que en las conversaciones públicas los dejaba en viendo a Celio, y muchas veces sin despedirse. Lisena, ofendida del desprecio de sus deudos y del amor y estimación de Celio, riñole un día más declaradamente que otras veces, y para daño de todos.
Otavio, sintiendo la aljaba de aquellas flechas, y que con siniestra información deseaban quitársele, honestamente obediente, le dijo que si supiera qué partes tenía Celio para ser amado y estimado, de ninguna suerte le hubiera reprehendido, antes bien expresamente le mandara que no se acompañara con otro; y que habiendo conocido la deslealtad de otros amigos, la poca verdad, la inconstancia, el poco secreto y bajas costumbres, se había reducido a querer tratar y conversar el caballero más noble, más discreto, más fácil, más leal, verdadero, secreto y de mejores costumbres que había en Toledo; y que mirase que, después que andaba con él, no le había dado disgusto ni sacado la espada; porque Celio era pacífico y tan prudente y cuerdo, que componía todos los disgustos que a los demás caballeros se ofrecían, y que con su entendimiento había solicitado tanta autoridad entre ellos, que le tenían envidia de que él le favoreciese y con tan justa razón se le inclinase.



Atenta estuvo Lisena y sin responder a Otavio, porque conoció que era verdad lo que le decía, y jamás había oído cosa en contrario; pero más lo estuvo Diana que, oyendo tantas alabanzas de Celio, sintió una alteración súbita, que blandamente le desmayaba el corazón y le esforzaba la voluntad; quería defender a su hermano y decir algo de lo que había oído de Celio, y por no dar conocimiento de lo que ya le parecía que requería secreto, recogió al corazón las palabras, al alma los deseos y dijo con las colores del rostro lo que calló la lengua.
Pasados algunos días, cierta señora de título, prima suya, y algunas hermosas damas, sus amigas, se fueron a holgar y entretener, más que a visita de cumplimiento, en casa de Lisena, dándoles ocasión la paga y fianza que Diana había hecho a su hermano, que la víspera de la fiesta de su día le habían colgado, uso notable de España, y de tiempos inmemoriales usado en ella.
Rogó Otavio a Celio que se fuese con él aquella tarde a su casa, que bien podrían estar donde aquellas damas no les viesen. Y así, se entraron en una recámara que había sido de su padre, pieza bien apartada de la conversación de aquellas señoras. Pero no lo fue tanto como Otavio había imaginado, porque con el alboroto de los huéspedes y el no fiarse todas las cosas de las criadas, Diana fue a sacar de un camarín algunos vidrios o regalos que para tales ocasiones tienen tales personas. Sintiendo que entraba su hermano, detuvo algo turbada el paso. Detúvose también Celio, y cuando ya Diana salía, Otavio había entrado en la recámara. Quedó atrás Celio, y poniendo ella los ojos en él, sacó todos los deseos del alma a las colores del rostro con tan grande aumento de su hermosura como flaqueza de su ánimo. Celio cuanto pudo se llegó a ella, que fue lo más que pudo con su turbado atrevimiento, y al pasar Diana le dijo:



-¡Qué deseada tenía yo esta vista!
A quien ella respondió con agradable rostro:
-No estáis engañado.
Aquí me acuerdo, señora Leonarda, de aquellas primeras palabras de la tragedia famosa de Celestina, cuando Calisto le dijo: «En esto veo, Melibea, la grandeza de Dios». Y ella responde: «¿En qué, Calisto?» Porque decía un gran cortesano que si Melibea no respondiera entonces «¿en qué, Calisto?», que ni había libro de Celestina, ni los amores de los dos pasaran adelante.
Así, ahora en estas dos palabras de Celio y nuestra turbada Diana se fundan tantos accidentes, tantos amores y peligros, que quisiera ser un Heliodoro para contarlos o el celebrado autor de la Leucipe y el enamorado Clitofonte.
Admirado Celio de la respuesta amorosa, donde la esperaba tan áspera en castigo de su atrevimiento, quedó como fuera de sí, entre la animosa esperanza y la grandeza de la empresa. Entró en la recámara disimulado, y habló con Otavio fingido, alabándole las armas, el aseo y cuidado con que estaban puestas las espadas de diversos maestros, cortes y guarniciones, de que tenía muchas. Hizo Celio armar de la gola al tonelete a Otavio, y él se armó de unas armas negras. Concertaron de ensayarse para un torneo. Notables invenciones tiene amor para hallar lugar a sus esperanzas, pues con ella le tuvo para venir a su casa de Otavio muchas veces, y Diana también para verle y desearle y para que un día, dichoso al parecer de entrambos, pudiese darle un papel con una sortija de un diamante. Diana le recibió con notables muestras de agradecimiento y gusto; y después de haberse escondido de todos, le besó y leyó mil veces, que decía así:



PAPEL DE CELIO A DIANA
Hermosísima Diana, no culpes mi atrevimiento, pues todos los días ves en tu espejo mi disculpa. Yo no sé por qué ventura mía vine a verte; pero te puedo jurar por tus hermosos ojos, que antes de verte te amaba, y que pasando por tus puertas se me turbaba el color del rostro, y me decía el corazón que allí vivía el veneno que había de matarme. ¿Qué haré ahora, después que te vi y que me aseguraste de que agradecías este amor que, por ser tan justo, está a peligro de no ser agradecido? Pero en confianza de aquellas palabras, que apenas creen mis oídos que fueron tuyas, si no las asegurasen los ojos de que te vieron cuando las decías, y el alma de la novedad y ternura que sintió oyéndolas, que me des licencia para hablarte, que no sé si tengo qué decirte; pero, si me la concedes, sabrás que te aseguras de tu honor y que te vengas de mi atrevimiento.
¡Qué poco ha menester la voluntad a quien conciertan las estrellas para corresponder a la que desea! No se puede encarecer con palabras lo que sintió de las que esta carta le dijo a los oídos del alma el enamorado Celio; y así, contenta y enternecida Diana más de la verdad y llaneza que del artificio del papel, le respondió así:



Celio, mi hermano Otavio tuvo la culpa de amaros con los encarecimientos de vuestra persona y partes; perdónese a sí mismo de haberme puesto en obligación de tanto atrevimiento. En lo más, que es amaros como mi estado puede, yo os obedezco; en daros lugar a hablarme, no es posible, porque los aposentos donde duermo caen a los corrales de unas casillas de alguna gente pobre, y por ninguna cosa del mundo me atreveré a dar disgusto a mi madre y hermano, si tan desigual libertad de mis obligaciones llegase a sus oídos.
No le faltó ocasión para dar este papel a Celio, ni él la tuvo en su vida de tanto gusto, porque sabía que en las casillas que le decía vivía el ama que le había criado. Hízole dos o tres visitas, y la última fue rogarle que se fuese a vivir a su casa en mejores aposentos, porque se dolía de que estuviese tan mal acomodada. Ella, pensando que le obligaba el amor del pecho en el conocimiento de mayores años, fue fácil de persuadir y de pasarse. Quedó Celio con la llave de aquellos aposentos, y mostrándosela a Diana le daba a entender por señas que ya estaban por suyas, y ella segura de sus temores.
Vino la noche, y Celio fue a ver si su Sol amanecía, que con no menor cuidado, en sintiendo pasos en los corrales, cuyos ecos se hacían en su alma, abrió una ventana y luego una celosía, poniendo el rostro en el marco, llena de amor y miedo. Reportado Celio de la primera turbación y desmayo, que le había cubierto de dulce sangre el corazón y de alegría los ojos, le dijo tan tiernas, tan suaves, tan enamoradas razones que apenas acertaba Diana a responderle, porque oprimía la lengua la vergüenza y la novedad oscurecía el entendimiento. Allí los halló el alba, que él apenas la esperaba después del sol, y ella como desde alto le miraba.



Pasaron de esta suerte algunos días sin atreverse a más que a encarecimientos de su amor y sentimientos de su soledad en su ausencia. Distaba la ventana del suelo catorce o dieciséis pies, con cuya ocasión Celio le pidió licencia una noche para subir a ella. Diana fingió que se enojaba mucho y, no pesándole de la licencia, le preguntó que cómo había de traer una escalera a una casa en que ya no vivía nadie sin grande escándalo. Celio respondió que como ella le diese licencia, él subiría sin traerla. Concertáronse los dos con pacto que no había de pasar de la ventana. ¡Oh amor, qué de cosas niegas que deseas! ¡Bien haya quien te entiende! Sacó una escala de cuerda Celio, que algunas noches había traído para la que tuviese dicha, y alcanzando un palo, que no sin malicia estaba cerca, ató en él los cabos y, arrojándole a la ventana, después de haberla prevenido, le dijo que le atravesase en ella. Ella, toda turbada, le acomodó temblando; y apenas Celio le halló firme cuando fiando a los pasos portátiles el cuerpo, se halló en las manos de Diana que, con la disculpa de tenerle para que no cayese, se las previno. Besábaselas Celio con la misma del cuidado, agradecido a su salud y vida: que es amor tan cortesano, que lo que hace por necesidad vende por agradecimiento. Miraron por todas partes cuidadosamente, temerosos de que la ventana podía ser vista; y asegurados de que era imposible, o porque ellos deseaban que no se lo pareciese, más cerca se descubrieron las voluntades y los principios de los deseos amorosamente, cual suelen las enamoradas palomas regalar los picos y con arrullos mansos desafiarse. Algunas noches duró en estos amantes la conversación referida secretamente, porque Diana no daba lugar a lo que Celio con eficaces ruegos pretendía y con juramentos exquisitos le aseguraba. Aquí se me acuerdan las líneas del amor escritas de Terencio en su Andria: ya Celio de las cinco tenía las cuatro. Notablemente le atormentaba el deseo. ¡Qué retórico se mostraba, qué ansias fingía, qué promesas, qué encarecimientos buscaba! ¡Qué dulce representante de sus penas variaba la color del rostro y se quejaba en consonancias tiernas! Pidiole, finalmente, un día tan resueltamente licencia para entrar dentro que, habiendo callado Diana, con poca resistencia de su parte estuvo en su aposento y, puesto de rodillas, le pidió con fingidas lágrimas perdón de su atrevimiento. Dígame vuestra merced, señora Leonarda, si esto saben hacer y decir los hombres, ¿por qué después infaman la honestidad de las mujeres? Hácenlas de cera con sus engaños y quiérenlas de piedra con sus desprecios. ¿Qué había de hacer Diana en este atrevimiento? ¿Era Troya Diana, era Cartago o Numancia? ¡Qué bien dijo un poeta:




Tardose Troya en ganar,
pero al fin ganose Troya!


Desmayose la turbada doncella. Celio la recibió en los brazos y puso con respeto y honestidad en su cama, donde sirvieron sus propias lágrimas de agua para el desmayo y de fuego para el corazón. Porque a la manera de los que medio despiertos las noches del invierno sienten que llueve, así Diana, entre el sueño del desmayo y lo despierto de la voluntad, sentía las lágrimas de Celio sobre su rostro. Vuelta de todo punto de este accidente, la volvió a pedir perdón, que no pudo negarle, porque ya le pesaba que se le pidiese; pero rogándole que le cumpliese la palabra que le había dado luego que entró en su aposento, de que se iría sin ofensa de su honor y de su gusto. Celio, que ya ni la podía obedecer, ni creía que la resistencia sería mayor que la ocasión, dispúsose a ser Tarquino de menos fuerte Lucrecia: y entre juramentos y promesas venció su fama, quedando en justa obligación de ser su esposo. Aquí los dos confirmaron de nuevo su amor, no sucediendo a Celio lo que al forzador de la hermosa Tamar, porque creció su deseo la ejecución, y no dejó la hermosura dejar entrar el arrepentimiento.



Luego se conoció en el alegre caballero su buena dicha, pues con su poca hacienda dio librea a sus criados que, cuando amor gana, ni es escaso del barato, ni piensa que puede volver a perder lo que una vez posee. Preguntole a Diana Celio si su madre venía a su aposento algunas veces, y ella le dijo que no; con que tomó licencia de quedarse en él algunos días, y ella de retratarle en su pecho con más espacio, de suerte que ya no pudo dejar de decírselo, y con muchas lágrimas mostraba estar arrepentida, temiendo que Lisena y su hermano conocerían por tan público efecto la infamia de la causa. A esto se le llegaba lo que se diría en toda la ciudad de su recogimiento y apariencias, y entre sus parientas y amigas, que a la hipocresía de su honestidad tenían empeñado el crédito. Celio le proponía los caminos que había para remediar el daño, que el de matar el hijo no cayó en su pensamiento. Pero viendo que pedirla por mujer era enemistarse con Otavio, y que no se la había de dar por ser tan pobre, se determinaba a pedirla por el juez eclesiástico; mas ella resistía a este consejo, con parecerle que lastimaba más su honra, pues descubría amores y conciertos para este efecto. (Si mirasen a estos fines las doncellas nobles, no darían tan desordenados principios a sus desdichas).



Dejó finalmente Celio en manos de Diana su determinación, por no faltar a la amistad de Otavio pidiéndola por mujer, y porque ella no consentía en que la justicia interviniese a su casamiento. Mil veces se maldecía Diana por haber dado lugar a Celio en su deshonra, puesto que le amaba tiernamente y, como dice en su lenguaje el vulgo, veía luz por sus ojos. Él, entre tantas confusiones, ya en una determinación, ya en otra, porque un ánimo dudoso fácilmente se muda de un consejo en otro, como lo dijo Séneca, resolviose a decirle un día que si se resolvía a dejar la casa de su madre, que él la llevaría a las Indias y se casaría con ella. La desesperación de Diana fue tanta, que aceptó el partido y le pidió llorando que la llevase donde no viese los extremos de su madre ni las locuras de su hermano, aunque en el primer monte la matase. Celio, por ventura no menos arrepentido, puso los ojos en el peligro y, aconsejado del temor, dio traza en la partida, porque ya se le conocía a Diana el nuevo huésped del pecho que, como era la casa propia, se iba ensanchando en ella. Tenía Celio dos hermosos caballos, que le servían de rúa y de camino: el uno aderezó de brida, y en el otro hizo poner un rico sillón y, con gran cuidado, dos vestidos de camino de un color y guarnición, uno para él y otro para Diana. Estuvo Celio algunas noches con ella, diciéndole todo lo que prevenía para su partida, de que recibía notable gusto, porque imaginaba que se excusaba de tan graves pesadumbres; y considerando que no había de volver más a su casa y deudos, no quiso dejar de aprovecharse de algunas cosas, así por esto como por lo que podía sucederle, que es varia la fortuna y pocas veces favorece a los amantes fuera de sus patrias. Tomó a Lisena las llaves y sacó de sus cofres las más ricas joyas que tenía, con alguna cantidad de escudos, y así junto lo puso y guardó en un cofrecillo que tenía desde sus tiernos años.



Llegó la noche en que habían de partirse, y Celio se vistió aquel día muy galán, de negro, para mayor seguridad de Otavio; pero, como si le hubieran dicho su intento, no se apartó de él un punto, aunque le dijo dos o tres veces que tenía que hacer cosas forzosas. Ya eran las nueve, y Otavio no se apartaba del lado de Celio, y queriendo por fuerza irse, con notable y extraordinaria importunación, le llevó consigo. Entraron en una casa de juego, de estas donde acude la ociosa juventud: unos juegan, otros murmuran y otros se olvidan de los cuidados de sus casas que, con la seguridad de que no han de venir, no suelen estar solas. Celio, cercado de un temor triste (porque si le dejaba había de enviar algún paje para saber dónde iba, y si le esperaba había de perder la ocasión de sacar a Diana), resolviose a la paciencia y disposición de la fortuna, pareciéndole también que sería bastante disculpa para Diana el no haberse podido apartar de Otavio.
Diana, que no estaba descuidada de lo que había de hacer ni de lo que había de llevar, vistiose las nuevas galas y, tomando las llaves secretamente, se puso a esperar a Celio a un balcón que sobre la puerta había. Dieron las doce, hora en que siempre venía su hermano de jugar o de otros pasatiempos juveniles, y estando llena de mortales sospechas y congojas vio con la claridad de la luna venir un hombre de buen talle y disposición, con un sombrero de tafetán de falda grande, pluma blanca y alguna cosa de oro que como trancelín de diamantes a su parecer resplandecía; y así en esto como en lo demás le pareció a Celio. Pasó el hombre sin advertir en nada y ella, temerosa y ciega, le ceceó dos veces. Volvió el hombre el rostro y, viendo tan buena traza de mujer y en casa tan principal, acercose a ella sin hablarla, con miedo de lo que podía sucederle. Diana le dijo entonces:



-¿Es ya hora?
Y él respondió:
-Cualquiera es buena.
Entonces, sin advertir en su voz con la engañada imaginación de la que esperaba, le dio el cofre, diciendo:
-Aguardad a la puerta.
El hombre, conociendo que el recado no venía para él y que la mujer aguardaba a otro, ciego de la codicia, se fue huyendo, temeroso de que si ella se desengañaba daría voces. Diana, sin hacer ruido, llegó a la puerta, abriola con gran recato y, no viendo a Celio, pareciole que por más seguridad se había ido la calle arriba. Y siguiendo su engaño, salió fuera de la ciudad, donde viendo tan solos los campos y los árboles se quiso volver mil veces; pero temiendo que ya en su casa estaría su hermano, y que con haber hallado la puerta abierta toda sería confusión y alboroto, no creyendo que Celio, caballero tan principal, tan enamorado y tan obligado, se infamaría en la codicia de aquellas joyas, viendo que ya daban las dos de la iglesia mayor, pasó el puente de Alcántara y comenzó a caminar por la aspereza de aquellas peñas, aunque cubierta de un sudor mortal y de mil pensamientos y sospechas, apartándose lo más que podía del camino real hasta llegar a un monte, donde mil veces estuvo por quitarse la vida, si no lo impidiera el justo temor de perder el alma.



Los caballeros que jugaban en esto y algunos disgustos, que nunca al juego faltan, estuvieron hasta las tres de la noche divertidos. A esta hora se fue Otavio a su casa, y le acompañó Celio, procurando al despedirse que le oyese Diana para que aquello fuese disculpa de su tardanza. Admirado Otavio de que su puerta no estuviese cerrada a tales horas, satisfizo a sus voces un criado que por agradarle y haberle sentido estaba abierta. El criado buscó las llaves y, no habiéndolas hallado, se estuvo en vela hasta que con el mismo se levantó Otavio primero que la mañana; y habiéndole hallado despierto le respondió que el no haber tenido con qué cerrar la puerta le tenía allí, porque del lugar en que solían estar siempre le faltaban las llaves. Receloso Otavio del criado, hizo llamar en el aposento de una dueña, mujer de virtud y confianza, y preguntándole por las llaves, y ella, medio dormida, admirándose, dieron causa a que el resto de la casa se alborotase y una doncella entrase en su aposento de Diana, que no hallándola en él, y la cama compuesta, por alguna sospecha que traía, dijo llorando:
-¡Ay, mi señora y mi bien! ¿Por qué no llevasteis con vos a vuestra desdichada Florinda?
La madre y el hermano entraron a estas voces, y conociendo que faltaba Diana de su casa y de su honra, Lisena cayó en tierra y Otavio sin color, con turbadas razones, examinaba a los criados, mirando a todas partes como loco. Florinda sólo dijo que tres o cuatro días la había visto llorar tan tiernamente que, aunque estaba tratando de otras cosas, se le caían de los ojos las lágrimas con entrañables suspiros y congojas.



Ya estaba declarado el día y el daño, cuando enviaron a dos monasterios donde tenía Diana dos religiosas tías; en todos respondieron que no sabían de ella, y asimismo todas las parientas y amigas, de quien en un instante toda la casa estaba llena. De este rumor, de estas voces y de estas diligencias salió la fama por la ciudad, y los envidiosos amigos, si hay amigos envidiosos, comenzaron a decir que Celio se la había llevado, y aún otros a afirmar que la habían visto.
Feniso, criado de Celio, oyó esto en los corrillos del Ayuntamiento y en la nave que llaman de San Cristóbal y, siendo hombre de buena opinión, osó decir que mentía cualquiera que hubiese dicho que Celio había hecho semejante traición a Otavio; y volviendo las espaldas a los murmuradores, iba diciendo: «A las tres de la noche se apartaron Celio y Otavio; y yo dejo a Celio durmiendo, que vendrá presto a volver por su honra.»
Despertó Feniso a Celio, que oyendo lo que pasaba, quedó fuera de sí por largo espacio y, conociendo cuánto le convenía volver por su persona, se vistió aprisa y con turbados pasos y descolorido rostro pasó por todas las partes donde Feniso le dijo que le culpaban, de cuya vista quedaron los que le murmuraban corridos, atribuyendo su tristeza a la amistad que tenía con Otavio, tan conocida de todos.
Hallole Celio en el portal de su casa, y mirándose los dos estuvieron así parados sin hablarse, sintiendo cada uno su dolor, que aunque era grande en Otavio, era mayor en Celio. Esforzose cuanto pudo y, tomándole las manos a Otavio, que le temblaban, convertidas en hielo, le dijo:
-¿Qué me pudiera haber sucedido que me diera tanta pena, aunque hubiera perdido la honra? ¡Ay, Otavio, que vuestro dolor me tiene traspasada el alma!



Otavio, aunque valiente caballero, se desmayó en sus brazos, enternecido de verle con lágrimas en los ojos. Lleváronle a su aposento, donde a los sentimientos de Celio, volvió en su primer acuerdo. Aquí, fingido el culpado, le preguntaba eficazmente las diligencias que se habían hecho. Todo lo refirió Otavio por extenso, y Celio dijo que, pues en la ciudad no estaba, sería bien acudir por todos los caminos a buscarla, y que él sería el primero. Y esforzando a Otavio, le dio la palabra de no volver a Toledo sin ella o saber que hubiese parecido; y dándole los brazos se fue a su casa donde, como estaba apercibido, halló fácilmente en qué partirse, y siendo ya de noche, con solo su criado Feniso, salió de la ciudad llorando y pidiendo al cielo que le guiase a la parte donde Diana estaba, con tales suspiros, enamoradas ansias y congojas, que enternecía las peñas y los árboles, y entre los altos montes por donde corre el Tajo respondían los ecos.
Diana amaneció en un valle cortado por varias partes de un arroyo que, entre juncos y espadañas, mostraba pedazos de agua, como si se hubiera quebrado algún espejo. Sentose un poco, y habiendo bebido y refrescado el pecho de las congojas de tan afligida noche, mientras se descalzaba para pasarle, dijo así:
-¡Ay vanos contentos, con qué verdades os pagáis de las mentiras que nos fingís! ¡Cómo engañáis con tan dulces principios, para cobrar tan breves gustos con tan tristes fines! ¡Ay Celio! ¿Quién pensara que me engañaras? Mira lo que paso por ti, pues he llegado, por haberte querido hasta aborrecerme; pues no hay cosa ahora más cansada para mí que esta vida que tú amabas. Pero bien creo que, si me vieras, te lastimara el alma lo que paso por ti.
Miró a este tiempo sus mismos pies y, acordándose cuán estimados eran de Celio, enternecida, no pasó el arroyo y llorando se quedó un rato medio dormida al son del agua y de la voz de un pastor que, no lejos de donde ella estaba, cantó así:

 



Entre dos álamos verdes
que forman juntos un arco,
por no despertar las aves,
pasaba callando el Tajo.
Juntar los troncos querían
los enamorados brazos,
pero el envidioso río
no deja llegar los ramos.
Atento los mira Silvio
desde un pintado peñasco,
sombra de sus aguas dulces,
torre de sus verdes campos.
Esparcidas las ovejas
en el agua y en el prado,
unas beben y otras pacen
y otras le están escuchando.
Quejoso vive el pastor
de las envidias de Lauso,
más rico de oro que el río,
más necio en ser porfiado.
Así le aparta de Elisa,
como a los olmos el Tajo,
fuerte en dividir los cuerpos,
mas no las almas de entrambos.
Tomó Silvio el instrumento,
y, a las quejas de su agravio,
los ruiseñores del bosque
le respondieron cantando:

«Juntaréis vuestras ramas,
álamos altos,
en menguando las aguas
del claro Tajo;
pero si hay desdichas
que vencen años,
crecerán con los tiempos
penas y agravios».




Vuelta en sí Diana y temerosa, pareciéndole o que la seguía su hermano, o que aquel que cantaba le diría por dónde iba, siguió descalza la margen del arroyo, y cuando le pareció que estaba más segura, y que ya no se veía el agua, porque a la falda de un montecillo se dividía, volviendo a cubrir sus pies caminó poco a poco, sin más sustento que el agua que por la mañana le dio el arroyo, hasta que la oscuridad de la noche le cerró el paso. Cayose desmayada entre unos hinojos y, como no tenía quién la consolase ni ayudase, en el mismo desmayo se durmió y reposó algún espacio, y con más acuerdo esperó el día, atónita del temor que le causaban cerca las voces de algunos animales, y el descompuesto ruido de algunas fuentes que bajaban de aquellas peñas, siempre mayor en el silencio de la noche.
Doliose de su temor el alba o, envidiosa de sus lágrimas, salió más presto; con la cual, esforzando la femenil flaqueza y sólo deseando morir, caminó por donde le parecía que a un desesperado fin llegaría más presto.
Ya estaba el sol en la mitad del día, cuando pareciéndole que ofendía más al cielo en dejarse morir, entre unos verdes árboles halló una fuente, y en su guarnición algunas yerbas que comió con lágrimas; y rogada de la fuente templó el ardor del corazón y volviole el agua por los ojos.



De esta manera caminó tres días al fin de los cuales, saliendo de una espesura a un campo raso, perdió las fuerzas y, arrimada a un árbol, vio lejos un mancebo pastor que hablando con una serrana parece que venía hacia donde ella estaba. Allí le pareció a Diana que ya todo el mundo sabía la causa por que había dejado la casa de sus padres, y que hasta aquellos pastores venían a reñirla y afearla los amores de Celio. Dejose caer al tronco sobre los verdes céspedes y con mortales y traspasados ojos perdió la vista. El mancebo, que más reparaba en agradar su villana y en pensar que no le oían en aquel sitio más que las aves que le acompañaban, comenzó a cantar así (y vuestra merced, señora Leonarda, si tiene más deseo de saber las fortunas de Diana que de oír cantar a Fabio, podrá pasar los versos de este romance sin leerlos; o si estuviere más de espacio su entendimiento, saber qué dicen estos pensamientos quejosos a poco menos enamora da causa):

 


   ¡Ay verdades, que en amor
siempre fuisteis desdichadas!
buen ejemplo son las mías,
pues con mentiras se pagan.
Cuando traté con engaño
tu verdad, Filis ingrata,
¡qué de quejas vi en tu boca,
qué de perlas en tu cara!
¡Oh cuántas noches que dije,
cuando a mi puerta llamabas:
«en vano llama a la puerta
quien no ha llamado en el alma!»
Mis pastores te decían:
«no está Fabio en la cabaña»
y estaba diciendo yo:
«¿para qué busca quien cansa?»
A tus quejas solamente
daban respuesta las aguas,
porque murmuraban, Filis,
que no porque te escuchaban.
Acuérdome que una noche
me dijiste con mil ansias:
«déjate, Fabio, querer,
pues que no te cuesta nada.
»No quiero yo que me quieras;
que como el amor es alma,
nunca vi mujer discreta
que la quisiese forzada».
En el umbral de tu puerta
reñíamos hasta el alba,
tú porque había de entrar,
yo por no entrar en tu casa.
«Castiguen, Fabio, los cielos»,
dijiste desesperada,
«el fuego con que me hielas,
el hielo con que me abrasas».

 


    Porfiaste, hermosa Filis;
todo el porfiar lo acaba;
que quien piensa que no quiere
el ser querido le engaña.
En el trato y en el tiempo
nadie tenga confianza,
porque pasan sin sentir
y se sienten cuando faltan.
Tanto te vine a querer,
que juntos nos envidiaban,
la luna al bajar la noche,
el sol al subir el alba.
Los prados, montes y selvas
de oírnos se enamoraban;
verdes lazos aprendían
las hiedras enamoradas.
Mas bajando en este tiempo
de las heladas montañas
Silvio, tu antiguo pastor,
trajo de allá tu mudanza.
No perdiste la ocasión,
pues cuando yo te adoraba,
de mis pasados desdenes
quisiste tomar venganza.
Filis, yo muero por ti;
confieso que se me pasan
en tus umbrales las noches,
los días en tus ventanas.
No llamo, porque imagino
que has de responder airada:
«¿para qué llama a la puerta
quien no ha llamado en el alma?»
Si finjo que no te miro,
es invención de quien ama;
que cuando tú no me miras
hago espejo de tu cara.


 


        Prendas que me dabas, Filis,
y de que yo me enfadaba,
ahora las visto y pongo
sobre los ojos y el alma.
No te encarezco mis penas,
por no dar gloria a la causa;
basta que yo las padezca
sin que tú tomes venganza.
No quieras más de que son
mis locuras de amor tantas,
que vengo a poner la boca
adonde los pies estampas.
Mas, con todo lo que digo,
no pienso hablarte palabra,
que en celos que se averiguan
las amistades se acaban.

Decía Fabio muy bien porque, después de celos averiguados, es infamia amar, con el ejemplo de tantos animales como escriben Plinio y Aristóteles; aunque hay hombres que antes de los agravios no aman, sirviéndoles de apetito lo que a otros de aborrecimiento. Esto, en fin, cantaba aquel villano a la serrana referida, que no con menos gusto que soberbia le escuchaba.
A los finales de estos versos se hallaron los dos entre los árboles donde Diana estaba fuera de sí, y en su imaginación haciendo varios discursos de sus desdichas; ya culpaba a Celio, ya le parecía imposible que tan principal caballero, tan bien nacido, tan discreto y galán, hubiese faltado a sus obligaciones; ya culpaba su precipitado amor, que con tan fácil pensamiento salió a buscarle. Y entre estas dudas le atormentaba más el pensar si por ventura era de Celio aborrecida que, como imaginara que estaba en su gracia, no estimara sus desdichas ni pensara que lo eran, aunque fueran mayores; si era posible que lo fuesen para una mujer sola y señora, que caminaba tanta tierra por la aspereza de los montes, sin sustento y sin esperanza de hallar el fin de su amor sin el de su vida.



Admirados quedaron los pastores de ver entre aquellas ramas tal prodigio de hermosura, desmayada, descalza y rendida, más a la verdad de la muerte que al sueño que la retrata. Llamola dos o tres veces la pastora y, viendo que no respondía, sentose junto a ella, teniéndola por muerta o que ya le quedaba poca vida. Tomole las manos y, viéndoselas tan frías como blancas, porque tuviesen todas las calidades de la nieve; mirola al rostro y viendo tanta belleza y hermosura en tan mortal desmayo, púsole la cabeza sobre sus faldas, desviándole los cabellos que, ya sin orden, discurrían por él hasta la garganta como libres de quien los ataba y prendía en otro dichoso tiempo: venganza de los ojos a quien habían puesto en su prisión y cárcel. Pues como la cabeza de Diana a una y otra parte se dejase caer tan fácilmente, comenzó la pastora un tierno y lastimoso llanto, creyéndola por muerta. A esta descompostura y el sentimiento del labrador, que amaba a lo cortesano, despertó Diana de todo punto y, aunque no dándoles esperanzas de su vida, los sosegó las quejas y suspendió las lágrimas, si bien con un ¡ay! tan doloroso, que poniéndose las manos sobre el corazón, como que le apretaba, volvió a quedar como primero rendida.
La hermosa Filis entonces, valiéndose del mismo remedio, comenzó a darle lugar con desnudarla, y el villano con traer agua de la fuente que sobre su rostro formaba lágrimas o perlas, pero de tal suerte que las de sus claros ojos parecían finas, y las de la fuente, falsas. Dioles las gracias Diana, y preguntándole ellos la causa de su mal, les dijo que había caminado sin comer tres días. Entonces sacó Filis de su zurrón lo que vuestra merced habrá oído que suelen traer en los libros de pastores; y esforzándose Diana a comer, a su ruego fortificó la flaqueza con templanza y sintió el desmayado cuerpo algún alivio.



Mientras comía Diana, le preguntaba Filis quién era y de dónde venía, y por qué causa, admirándose que los lobos, que venían de las montañas en seguimiento de los ganados hasta la raya de Extremadura, no la hubiesen quitado la vida aquellas noches. Aquí entraron los conceptos de que hasta los animales bárbaros la aborrecían como a veneno, y que de temor de su muerte no se la dieron. Viendo Filis de las razones desesperadas de Diana que se inclinaba al monte y que quería acabar en él la vida, la persuadió que se fuese con ella al cortijo y hacienda de su padre. Y supo persuadirla con tan efectivas razones y muestras de amor tan grandes, que Diana se dio por vencida de su cortesía y voluntad, considerando que sería remedio de lo que llevaba en sus entrañas, a que miraba con atención natural, cuando más aborrecía su vida. Fuese con los pastores y fue bien recibida, aunque al principio Selvagio, padre de Filis y por ventura tan rústico en aquella edad como su nombre, no estuvo gustoso de tenerla en su casa; pero después, obligado de su hermosura y humildad y por gusto de su hija, mostró algún contento.
Celio, desde que salió de la imperial Toledo, sin más camino que su amor, en el primer monte se quejó a gritos; y considerando que por su causa Diana había dejado su casa, madre, hermano, parientes, amigas, descanso y patria, y en los trabajos que por ventura o por desdicha estaba, estuvo cerca de perder la vida. En seis días no entró en poblado, pagando los caballos su tristeza, pues de solas yerbas del campo se mantenían. Vio Feniso de lejos un pueblo, que casi encubrían algunos árboles, a cuyo pesar se mostraban dos altas torres en cuyas pizarras y azulejos el sol resplandecía. Persuadió a Celio que fuesen a él y, llegados, se informaron de las personas que les podían dar razón de la perdida prenda; mas ni en este lugar ni en otros muchos, que a diez y a veinte leguas de Toledo anduvieron por espacio de un mes, fue posible hallar señas. Y viniéndole a la imaginación a Celio que, como eran los conciertos irse a las Indias, pudo Diana haber topado quien la llevase a Sevilla, así presumiendo hallarle, como por alejarse de su tierra, resolviose a ver si en aquella insigne ciudad estaba.



Iba Celio tan desfigurado de no comer y de dormir en los campos, que pudiera seguramente volver a Toledo sin ser conocido. En llegando a Sevilla hizo tales diligencias cuales se pueden presumir de un hombre tan enamorado y con tantas obligaciones. Pero el no hallar a Diana ni quien aun por engaño le diese señas, no le dio tanto enojo como el ver que la flota de Indias era partida, porque presumía Celio que en ella iba Diana, conociendo su amor, valor y ánimo. Quiso su fortuna que hallase solo un navío que un tratante había fletado y que no se había de partir hasta pasados diez o doce días. Hablole Celio y, concertado con él que le pasase, el patrón lo aceptó, y hecha entre los dos grande amistad comió con él algunas veces, preguntándole en las ocasiones que se ofrecían la causa de su tristeza, aunque Celio se excusó siempre diciendo que por no aumentarla con la memoria de algunos tristes sucesos no se la decía. Y así llegado el tiempo de partirse, y siendo próspero el viento, zarpó el navío, y con una pieza de leva sé alargó al mar, alejándose Celio más de Diana cuanto imaginaba que iba más cerca; pero las esperanzas de cobrar el bien, aunque sean engañosas, no dañan, porque entretienen la vida.
Otavio en Toledo pasaba afrentosamente la suya, y con mayor tristeza, porque no sabía de cuantos buscaban a Diana, parientes ni amigos, nueva alguna en que pudiese tenerse la flaqueza de la esperanza; y viendo que Celio no volvía, dio en presumir que había sido concierto de entrambos el salir ella primero y él después con ocasión de buscarla. Pero quitole esta imaginación la fama de alguna gente que discurría por la ciudad, diciendo que le habían visto con Feniso por algunas aldeas solo, buscándola con notable cuidado. Sosegose Otavio, así por esto como porque su madre le disuadía de este pensamiento, temiendo que si le creía los había de perder a entrambos.



Dos meses había estado Diana en el cortijo de aquellos honrados labradores, bien regalada de Filis, cuando llegó su parto, que fue de un hermoso hijo para que no pudiese quejarse, como en Virgilio la despreciada Dido del fugitivo Eneas:

Si me quedara de ti
un Eneas pequeñuelo,
antes que el airado cielo
te dividiera de mí;
que por mi casa jugara
y tu rostro pareciera,
ni mis engaños sintiera,
ni por tu ausencia llorara.

Aunque de otra manera lo sintió Ovidio en su epístola:

Por ventura me has dejado
parte en mi pecho de ti,
ingrato, que ahora en mí
a muerte condena el hado;
y así, perdiendo la vida
por ti la infelice Dido,
del hijo que no ha nacido
serás padre y homicida.



Pero pienso que el artificio, en que Ovidio fue tan célebre poeta, obligó a Dido a fingir que quedaba preñada de Eneas para obligarle a volver a verla; cosa que no solo fingen las mujeres, pero los mismos partos. No lo era el de Diana si no tan verdadero que había sido causa de sus peregrinaciones y desdichas. Caso extraño, que cuando importa mucho un heredero, por un liviano antojo, que o se calló de vergüenza o no se pudo cumplir por imposible, se pierda el fruto y por ventura el árbol; y que con tan inmensos trabajos, caminos, hambres y desnudos pies llegase al puerto de la vida libre este infeliz niño.
Pasado un mes de su convalecencia, llamó Diana a Filis y le dijo: -A mí me es fuerza partirme de esta tierra; si me pesa de dejarte, Dios lo sabe, y mis grandes obligaciones te lo dicen. Mis entrañas te dejo; prendas son que me obligarán a volver. No tengo de ir en mi hábito, ni en el de mujer, pues en él he sido tan desdichada; y así te suplico me des alguno de estos labradores que sirven a tu padre o que te sirven a ti, porque sea más limpio, que yo tengo de un manteo que traje hechos unos calzones lo mejor que mis desdichas me han enseñado.
Y diciendo esto, comenzó a desnudarse sin que ruegos ni lágrimas de Filis fuesen poderosos a mudar la firmeza de su propósito. Sacó dos joyas de diamantes que traía en el pecho, y dándole la primera y de más valor para que hiciese criar su hijo, con la otra le pagó el hospedaje, que el amor era imposible. Vistiose finalmente de un gabán y, cortándose los cabellos, cubrió con un sombrero rústico lo que antes solían cuidadosos lazos, diamantes y oro. Era Diana bien hecha y de alto y proporcionado cuerpo; no tenía el rostro afeminado, con que pareció luego un hermoso mancebo, un nuevo Apolo cuando guardaba los ganados del Rey Admeto.



Despidiose de Filis y de sus viejos padres, llorando todos, mayormente Laurino que, con pensamientos de ciudad, había puesto en ella los ojos.
Diana se llamaba con disfrazado nombre Lisis, y así Laurino, que se preciaba de músico y poeta, se quejaba algunas veces en estos versos de su ausencia, oyéndole Filis con algunos celos y doblando a Fabio los agravios:

Lisis, después que al Tormes
me llevaste la vida,
celebro tu partida
con lágrimas conformes,
que piensan mis enojos
templar el fuego con llorar los ojos.

¡Cuánto mejor me fuera
que en los tuyos hermosos
con lazos amorosos
el alma despidiera!
que no parece vida
esto que me ha dejado tu partida.

A la forzosa muerte,
Lisis, que ya me alcanza,
detiene la esperanza
para volver a verte,
pues no es justo que muera
quien tiene en ti su vida y verte espera.

 



Si vieses este prado,
lástima te daría
aquel que florecía
tu blanco pie nevado;
tu pie blanco y pequeño,
de tantas almas como flores dueño.

Para que le gozases,
le cultivé, señora,
que no para que ahora
a los dos nos dejases;
que en mí y en estas selvas
no habrá vida ni flor hasta que vuelvas.

En cárceles doradas
prendí los pajarillos,
que pienso que de oírlos
como de mí, te agradas;
que en tus prisiones de oro
al alba canto y a la noche lloro.

Aquí puse una fuente
para que te bañaras,
y más perlas dejaras
que tiene su corriente;
y tú, por darme enojos,
dos me dejaste en mis ausentes ojos.



Llegó la animosa y desdichada Diana, después de haber caminado algunos días a un lugar cerca de Béjar, que no había querido tocar en Plasencia, por temor de algunos deudos que allí tenía. Salió a la plaza y, parada en ella, daba a entender que esperaba dueño. Viola un labrador rico y, admirado de su gentil disposición y hermoso rostro, le pareció cosa fingida, como realmente lo era. Llegose a Diana e hízole algunas preguntas; ella le supo satisfacer, mintiendo su nombre y patria, de suerte que le llevó consigo.
Tenía conocimiento este labrador con el mayoral de los ganados del Duque, y sabía que buscaba un zagal (por ser ya casado el que tenía) para cuidar de la comida y otras cosas necesarias que se llevan al campo donde el ganado es mucho. Dio de comer a Diana y escribió con ella un billete al mayoral referido, poniéndole en el camino con algunas señas y sustento hasta el siguiente día.
No hubo visto el mayoral a Diana cuando comenzó a reírse del billete, del amigo y de ella. Llamó los demás labradores, y entre todos se compuso, al uso de su malicia, una graciosa burla. Preguntole el mayoral que de dónde era natural, y él le dijo que del Andalucía, pero que el no venir tostado, como el hábito requería, causaba el haber estado mucho tiempo en un bosque donde sólo le daba el sol cuando quería. Finalmente, le supo decir tantas cosas y mostrar tanta alegría y brío, defendiéndose de las malicias y donaires de los villanos que, aficionado el mayoral, le recibió en su casa. Y viéndole aquella noche murmurar cantando, mientras sacaba algunos calderos de agua de un pozo para hinchir una pila en que bebiese el ganado doméstico, le preguntó si sabía tañer algún instrumento, como suelen de ordinario los pastores andaluces. Diana dijo que un laúd, con que tal vez aliviaba algunas tristezas a que era sujeta naturalmente. Admirado Lisandro, que así se llamaba el mayoral, de que un pastor tañese un instrumento tan fuera de propósito para el campo, comenzó a mirarle con diferentes ojos, y no menos cuidadosa Silveria, hija suya, que desde que entró en su casa no los había quitado de su rostro.



Paréceme que dice vuestra merced que claro estaba eso, y que, si había hija en esa casa se había de enamorar del disfrazado mozo. Yo no sé que ello haya sido verdad, pero por cumplir con la obligación del cuento, vuestra merced tenga paciencia y sepa que la dicha Silveria tendría hasta diecisiete o dieciocho años, edad que obliga a semejantes pensamientos.
Vivía no lejos un estudiante que la miraba, pasando más en estas imaginaciones el curso de las leyes que había traído de Salamanca que en los Bártulos y Baldos. Aquí envió Lisandro por un instrumento, que aunque no era laúd, supo componerle y acomodarle a su voz, como el estudiante seguirle, que aunque no entró dentro oyó muy bien desde la calle que Diana cantaba así:

Por entre casos injustos
me han traído mis engaños,
donde son los daños daños,
y los gustos no son gustos.

Amores bien empleados,
aunque mal agradecidos,
eso tenéis de perdidos,
que es teneros por ganados.
¿Qué importan gustos pasados,
si los presentes disgustos
son mayores que los gustos,
y que el favor el desdén,
pues he perdido mi bien
por entre casos injustos?

 



Trajéronme posesiones
a tan justas confianzas;
y a tan extrañas mudanzas,
iguales satisfacciones;
mas como las sinrazones
anticipan desengaños
a la verdad de los años,
siento que la culpa soy,
pues al estado en que estoy
me han traído mis engaños.

Discretos sois, pensamientos,
algo tenéis de adivinos,
pues por tan varios caminos
me dijiste mis tormentos.
No daros fe mis intentos
fue trataros como a extraños,
pues no puede haber engaños
que más venzan la razón,
que pensar que no lo son
donde son los daños daños.

Entre dudas y recelos
andaban mis gustos ya,
como quien temiendo está
la tempestad de los cielos.
Cesen mi amor y mis celos;
no quiero gustos injustos,
llenos de tantos disgustos
que en siendo la fe dudosa,
anda el alma temerosa,
y los gustos no son gustos.



Esto cantó Diana, que de todo lo que sabía, ninguna cosa era más a propósito de sus disgustos, con tal artificio, que ni por la voz se conociese que era mujer ni por quererla disfrazar se entendiese que lo disimulaba. Perdida quedó Silveria de ver añadir tal gracia a las que Diana tenía exteriores.
Paréceme que le va pareciendo a vuestra merced este discurso más libro de pastor que novela; pues cierto que he pensado que no por eso perderá el gusto el suceso, ni que puede tener cosa más agradable que su imitación.
Pasados algunos días dio Silveria en solicitar la voluntad de Diana, y en las ocasiones que se le ofrecían hacerle gusto. Hasta que una fiesta por la tarde, que se acertaron a hallar solos en un huertecillo, más de árboles que de flores, al uso de las aldeas, le comenzó a preguntar por su tierra, la causa por qué la había dejado y si habían sido amores, dándole la disculpa en la edad y abonando su error, porque comenzaba a dársela del que pensaba proponerle. A todas estas cosas respondía Diana con mucha discreción y prudencia, fingiendo que el haberse casado su padre la había desterrado de su casa, encareciendo la áspera condición de su madrastra. Vino gente y dividiose la conversación con gran sentimiento de Silveria, que de allí adelante con más declarados ojos la miraba.



Murmuraban los labradores el encogimiento de Diana; y ella, por no ser entendida, dio en hacer del galán con las villanas que venían a visitar a su ama. Y como por ser casa grande y de mucha gente de servicio luego se inventasen bailes, Diana dio en salir a ellos y despejarse, con que no desagradaba las labradoras, mayormente una hermana del estudiante referido, que era bachillera y hermosa, y picaba en leer libros de caballerías y amores; pero desagradaba a Silveria que, abrasada de celos, le comenzó a decir una tarde con algunas lágrimas que cómo había sido tan desdichada, que no había negociado su inclinación como las demás labradoras, y que supiese que no era justo que, ya que no la quisiese, por ser ella más desdichada, la matase de celos con su vecina.
Sintió tanto Diana el ver apasionada a su señora, que mil veces estuvo determinada de decirle que era mujer como ella; pero temiendo que se había de descubrir quién era, de que le había de resultar tanto daño, mostrose agradecida y asegurole los celos con decir que se atrevía a las otras y a ella no por el debido respeto de ser su dueño, mas que de allí adelante se enmendaría en todo, de cuyas esperanzas quedó Silveria contenta y engañada. Tomole la mano y, aunque Diana la resistía, se la besó dos veces, templando con su nieve el fuego del corazón, si lo que aumentaba los dos se puede llamar templanza.
Ya el amor de Silveria se comenzaba a echar de ver en casa, que amor, dinero y cuidado dicen que es imposible disimularse: el amor, porque habla con los ojos; el dinero, porque sale al lucimiento de su dueño, y el cuidado, porque se escribe en el semblante del rostro. Diana, temerosa, andaba buscando ocasión para despedirse, y era tanto el amor que todos la tenían, que estimaba en más el no ser ingrata que el peligro de su vida.



Pero sucedió a sus fortunas mejor de lo que esperaba y de lo que solía, tan hecha estaba a que le fuese adversa. Pues andando el duque de Béjar a caza por su tierra, vino a ser huésped una noche en casa del mayoral de sus ganados, que por su mayordomo conocía, y porque el viejo le solía llevar algunos presentes, de que el Duque se tenía por bien servido, que suele agradar a los príncipes la hacienda de los campos más que la riqueza y abundancia de sus palacios. Deseando el mayoral entretenerle, claro está que había de llamar a Diana, y ella parecerle bien al Duque y asimismo mandarle que cantase. Aquí fue menester que el estudiante trajese su instrumento de mala gana, porque de celos de Diana y Silveria perdía el juicio; ella le acomodó las cuerdas a su voz y, escuchando todos, cantó así:

Selvas y bosques de amor
en cuyos olmos y fresnos
aún viven dulces memorias
del pastor antiguo vuestro;
por lo que os tengo obligados,
os pido que estéis atentos
a mis quejas, y veréis
cuán dulcemente me quejo.
Oíd de vuestro pastor,
en este nuevo instrumento,
más lágrimas que razones
y más suspiros que versos.
Sabed que vengo perdido.
¿Perdido os he dicho? Miento,
que ninguno se ha ganado
tan bien como yo me pierdo.
Ganado vengo y perdido,
que por tan alto sujeto
gano, perdiendo la vida,
la gloria de mis deseos.

 


    En fin, selvas amorosas,
yo vengo muerto y contento:
muerto de amor de unos ojos,
contento de verme en ellos.
Las señas quiero deciros,
pero temo los ajenos,
que aun no me atrevo a mirarlos2,

aunque adorarlos me atrevo.
Quererlos me cuesta el alma,
y con vivir, si los veo,
para mirarlos mil veces
me ha faltado atrevimiento.
Si os digo que negros son,
yo os juro que digan luego:
«los ojos son de Jacinta,
si este se pierde por ellos».
«Pero», diréis, «en el valle,
¿no hay más de unos ojos negros?»;
muchos hay, pero en ningunos
puso tanta gracia el cielo.
Creedme, selvas, a mí,
que de buen gusto me precio,
que si no fueran tan vivos,
no estuviera yo tan muerto.
Árboles, no soy yo solo
quien de esta suerte los quiero,
que jamás miraron vida
que no se fuese tras ellos.
Quien se burlare de mí,
yo le remito a su fuego,
porque para tanto sol
no valen montes de hielo.

 


    Alma de nieve tenía
antes que llegase a verlos,
y ya deshecha en sus rayos,
si ellos dicen que la tengo.
No han sido conmigo ingratos:
piadosamente me dieron
ocasión para perderme;
mi daño les agradezco.
El mal que tengo es saber
que no merezco quererlos,
si bien es, selvas, verdad
que su hermosura merezco.
Y he llegado a tal estado,
entre esperanzas y miedos,
que con saber que me matan,
no puedo vivir sin ellos.
Ausente estoy animoso,
y en llegando a verlos tiemblo,
siendo el primero en el mundo
que tiembla con tanto fuego.
Cosas que se tratan mucho
suelen estimarse en menos;
y yo, mientras más los trato,
más los estimo y respeto.
En los campos de mi aldea
les digo tantos requiebros,
que he visto parar las aguas,
callar las aves y el viento.
Y en llegando a ver sus ojos,
quedar más mudo y suspenso
que a media noche las fuentes
en las prisiones del hielo.

 


    A tanto amor he llegado,
que muchas veces que tengo
tiempo de gozar sus luces,
pierdo temeroso el tiempo.
Cuando menos los amaba,
era más mi atrevimiento;
ahora que más los amo,
es mi atrevimiento menos.
Mas os juro, verdes selvas,
que quiero yo más por ellos
estas penas que las glorias
de cuantos el cielo ha hecho.
Verdad es que entre las mías
celos me quitan el seso,
porque no hay renta de amor
sin pagar pensión de celos.
No sólo de los pastores,
que la miran cerca o lejos,
mas de cuantas cosas mira,
de celos me abraso y muero.
De mí mismo alguna vez
me ha acontecido tenerlos,
porque pienso que soy otro,
si la agradan mis deseos.
Cuando sale de su aldea
la voy mirando y siguiendo,
que lleva en sus pies mis ojos
y el alma en sus pensamientos.
Con estas celosas ansias
la sigo rogando al cielo
que cuantos pastores vea
sean robustos y feos.



    Mil veces he codiciado
hacer pedazos su espejo,
porque hace dos Jacintas
y guardar una no puedo.
Selvas, lastimaos de mí;
mas no lo hagáis, que os prometo
que en sólo verla me paga
cuanto por ella padezco.


Notablemente se agradó el Duque de la persona de Diana, pero mucho más después que vio la gracia, la destreza y la dulce voz con que había cantado los referidos versos. Preguntole todo lo que en esta ocasión se puede imaginar de un señor, que los señores preguntan mucho, y es la causa que de las cosas que pasan entre la gente humilde saben poco. En razón de su patria y padres, que fue en lo que hacía más fuerza, le dijo que la había criado en Sevilla un hombre a quien llamaba padre, y que de dos a dos meses venía a su casa un hombre que le daba dineros y cartas y le encargaba su regalo, de que había tenido sospecha que su padre debía de ser otro más noble y que vivía lejos de Sevilla. Y así, un día, habiéndole hallado de buen humor, le había dicho que le dijese de quién era hijo, pues ya él sabía que no era suyo; pero que ni en aquella ocasión ni en muchas pudo obligarle con grandes servicios y encarecimientos a que se lo dijese, si bien le traía en palabras de un día en otro, jurándole que sin licencia de aquella persona era imposible. Y que en medio de estas esperanzas se le había muerto de mal, que cuando quiso decírselo no pudo. Y que quedando desamparado, no supo aplicarse a ningún oficio, por más que había deseado intentarlo; y que así, había querido elegir el de pastor y hombre del campo, más por vivir en soledad, hallándose tan triste y sin saber quién era, que no porque entendiese que aquel camino podía en ningún tiempo mejorar su fortuna.



-En eso te engañaste -le respondió el Duque-, porque yo te quiero llevar conmigo y estimarte en lo que mereces; que es gran violencia de tus estrellas que con tantas gracias vivas entre gente tan humilde, porque es ingratitud al cielo o emplearlas mal o encubrirlas.
Besó Diana las manos al Duque con las cortesías y ceremonias que había aprendido en mejores paños, y aceptó la merced que le hacía con humildes y discretas razones, que por instantes iban hallando mayor gracia en los ojos de aquel gran señor que, haciéndola acomodar de lo necesario, la llevó consigo. El disgusto de Silveria no hallo con qué poder compararle, sino es, a contrario sentido, con el gusto del estudiante celoso, que de ver que se iba Diana estaba con tanto gusto como Silveria y su hermana tuvieron pena, celebrando con lágrimas su partida.
¿Quién duda, señora Leonarda, que tendrá vuestra merced deseo de saber qué se hizo nuestro Celio, que ha muchos tiempos que se embarcó para las Indias, pareciéndole que se ha descuidado la novela? Pues sepa vuestra merced que muchas veces hace esto mismo Heliodoro con Teágenes, y otras con Clariquea, para mayor gusto del que escucha, en la suspensión de lo que espera. A Celio sucedió tan mal en su viaje que, con una tormenta deshecha, no siendo parte la industria de los marineros, rompiendo cables y amarras y todas las demás jarcias del navío, estuvo a pique de perder la vida en el rigor inexorable de las ondas. Entre la confusión de las voces del «amaina», el «iza», «vira», «zaborda», el acudir por diversas partes a la faena, desatinado el viento y descompuesto el orden de la navegación, Celio, más que el navío, desordenadas las jarcias de los sentidos, sólo atendiendo a perder a Diana, a quien él imaginaba sol del mundo Antártico, decía, casi en imitación de Marcial, un poeta latino por quien a vuestra merced le está mejor no saber su lengua:




Ondas, dejadme pasar
y matadme cuando vuelva.

Y lo imitó el divino Garcilaso:

Ondas, pues, no se excusa que yo muera,
dejadme allá pasar y a la tornada
vuestro furor ejecutá en mi vida.

Y aquí, de paso advierta vuestra merced que a muchos ignorantes que piensan que saben, espanta que con tales vocablos se dé a Garcilaso nombre de príncipe de los poetas en España. «Tornada», y otros vocablos que se ven en sus obras, era lo que se usaba entonces; y así, ninguno de esta edad debe bachillerear tanto que le parezca que si Garcilaso naciera en esta no usara gallardamente de los aumentos de nuestra lengua. Pero a vuestra merced ¿qué le va ni le vi ene en que hablen como quisieren de Garcilaso? Así decía una canción que cantaban un día los músicos de un señor grande:

Las obras de Boscán y Garcilaso
se venden por dos reales,
y no las haréis tales,
aunque os preciéis de aquello del Parnaso.

Atrévome a vuestra merced con lo que se me viene a la pluma, porque sé que, como no ha estudiado retórica, no sabrá cuánto en ella se reprehenden las digresiones largas.



Llegó Celio derrotado con su nave, después de tan larga tormenta, a una isla en las partes de África, donde algunos navíos suelen hacer agua, aunque es menester salir por ella mucha gente con buenas armas y no menos cuidado, porque la guardaban moros, por los daños que les solían hacer las galeras y navíos de España. La de Celio venía tan maltratada de la tormenta, que no pudiendo pasar adelante se determinaron a aderezarla. Salieron en tierra los pasajeros y el patrón, y no de mala gana, que al hombre siempre le fue madre la tierra y madrastra el agua. Comieron sobre unas yerbas que les servían de manteles, y en el fin de la más descansada comida que había tenido el viaje, porque tenía la mesa más firme, el patrón, conociendo la tristeza de Celio, le rogó que le dijese la causa. Él, movido de su piadoso ánimo, le contó quién era, lo que le había sucedido y lo que buscaba, a la traza que suelen ser las narraciones de las comedias, que hay poeta cómico que se lleva de un aliento tres pliegos de un romance.
-En esa tierra -dijo el patrón-, tengo yo un tío, cuya es la mayor parte de la hacienda que llevo en este navío donde, una noche que yo venía de darle cuenta de las ganancias de la flota pasada, viniendo ya despedido, con orden de lo que había de hacer, casi al filo de la media noche, por una calle arriba, me llamó desde un balcón una dama y me preguntó si era hora, a quien yo respondí que cualquiera era buena; y entonces me dio un cofrecillo lleno de joyas y dineros diciéndome que aguardase a la puerta. No sé qué condición pudo moverme a cosa tan mal hecha, que tomando a toda furia la calle, no quise aguardar el suceso, porque hay fábulas que hasta la segunda jornada llegan felizmente y a la tercera se pierden. Empeñé las joyas en Sevilla para cosas que me fueron necesarias, con determinación que, si Dios me volvía con bien del comenzado viaje, volvería las joyas a su dueña.



-Pero si por la relación -añadió el piloto-, que me habéis dado conocéis esta dama, este diamante es suyo; mirad si le conocéis.
Celio, conociendo que con el primer papel se le había dado a Diana, atravesada la garganta de un fuerte nudo, apenas pudo ni supo responderle; y más cuando añadió el piloto que si en Sevilla se lo hubiera dicho, no tenía para qué buscar a Diana, porque él sabía infaliblemente que no iba en la armada. Celio, satisfecho y muerto, le dijo que aquel anillo era la primera cosa que había dado a Diana, y que las joyas no tenía que tratar de volverlas, porque la dama era de calidad y le podría costar la vida, por haber sido hurto; que lo callase y gozase, dándole sólo el anillo, que él no quería otra cosa para consolarse. Pero por diligencias que hizo Celio, por ruegos, por amenazas, jamás pudo acabar con aquel bárbaro que le diese el anillo.
Las palabras suelen ser más dueños de las pendencias que los agravios; de unas en otras vinieron Celio y el patrón a descomponerse, porque el mayor contrario del amor no es la ausencia, los celos, el olvido, el interés, ni la inconstancia de la condición, sino la porfía. Llegó, pues, a tanto extremo que Celio con la daga le dio dos puñaladas de que quedó muerto. La gente de la nave acudió al alboroto, y aunque él desesperadamente intentó defenderse, le prendieron y llevaron al navío que, calafateado y puesto a punto, partió con buen viento y con Celio atado a una cadena, en el lastre, a Cartagena de las Indias, habiendo hecho el escribano del navío una pequeña información a causa de no negar Celio la muerte del piloto, porque decía llanamente que él le había muerto por ladrón de su hacienda, de su vida y de su honra. Depositáronle, finalmente, en la cárcel, porque en la tierra no había gobernador, y estaba, como tan nuevamente conquistada, llena de alborotos y robos, inobediente por remota y varia por ambiciosa; y como dijo el mayor Plinio: «Ningún gobierno es más aborrecido que aquel que más conviene al pueblo».



Servía en estos medios Diana al Duque, a quien por el cuidado de su ropa, limpieza y aseo de sus vestidos, hizo en breve tiempo su camarero, porque en todo tenía buen gusto y le ayudaba el deseo, que nadie sirve bien si no desea agradar a quien sirve.
Determinose el Rey Católico en la conquista del reino de Granada, y envió a llamar los grandes de los cuales no fue el postrero el Duque, pues apenas había recibido la carta, cuando nombró los criados que habían de acompañarle y los vistió y adornó de ricas libreas. No tuvo Diana en sus trabajos otro día de contento, porque imaginó que si Celio la buscaba, en ningún lugar la podía hallar como en la corte; y a todos les dio tan grande, que le daban el parabién de verla alegre, porque la amaban y respetaban todos, porque a todos con mucha discreción llevaba sus condiciones; cosa tan necesaria en palacio que el que pensare lograr la suya sin sufrir y acomodar la de los otros, ni podrá conservar la gracia del señor, ni dejará de perder sus pretensiones por envidia.
En este viaje se acreditó mucho Diana, y le mostró mayor amor el Duque, que los caminos y las cárceles hacen notables amistades y descubren más los entendimientos. Estaban un día haciendo hora para caminar, y mandó el Duque a Diana que le cantase alguna de las «Selvas» que solía. Ella, con graciosa obediencia, comenzó la segunda, diciendo así:

 



Verdes selvas amorosas,
oíd otra vez mis quejas,
que en fe de que fuisteis mudas,
os quiero contar mis penas.
Pues hallo mi compañía
en las soledades vuestras,
no os canse ahora el oírlas,
pues descanso en padecerlas.
Si os pareciere importuno,
sabed, amorosas selvas,
que ha dado el cielo a los males
para quejarse licencia.
Si cuando os conté mis dichas
os alegrasteis con ellas,
haced oficio de amigo
y acompañad mis tristezas.
Aquella aldeana hermosa,
cuya divina belleza
para criar vuestras flores
trajo al sol en dos estrellas;
la que bajaba a matar
fieras por vuestra aspereza,
y mentía, que eran almas
las que ella llamaba fieras;
por celos de una pastora,
selvas, que miraba apenas,
tan fea y tan enfadosa
como si no fuera necia,
se fue del aldea airada,
sólo porque fuese aldea,
porque fue con ella corte,
porque fue cielo con ella.



    ¿Cómo os diré mi dolor,
si no sabéis qué es ausencia?
mas sí sabéis, pues tres meses
aguardáis la primavera.
Otros tantos ha que vive
de esa parte de la sierra,
que quiso pasar sus nieves
por dejar su fuego en ellas.
Hay pastores donde está,
de quien es justo que tema,
no sé si con menos alma,
mas sé que con más riqueza.
Ya sabéis, selvas, sus partes.
¿quién habrá que no la quiera?
¿quién habrá que no me mate?
¿quién habrá que no me ofenda?
Todos pienso que la miran
y que todos la desean;
pues ¿cómo estaré seguro,
cuando por celos me deja?
Con esto muriendo vivo,
porque mis desdichas piensan
que alguno será dichoso
para que yo no lo sea.
Escribile mis enojos
y que no quiero quererla:
¡qué necias tretas de amor,
si estoy muriendo por ella!
Porfío por ver si escribe
alguna palabra tierna,
de donde tome ocasión
para rogarle que vuelva.
Mas como mi loco amor
la tiene tan satisfecha,
sabiendo que he de rogarla,
responde que allá se queda.

 


    Que sus papeles la envíe,
porque no quiere que tenga
por donde, pasado el plazo,
pueda pedirle la deuda.
Con esto, celoso y triste,
fuime a la sierra por verla,
fiándome de la noche
por encubrir mi flaqueza.
Y viéndola en su cabaña,
más que otras veces compuesta,
rogáronme mis desdichas
que creyese sus sospechas.
Selvas, quien ama y se viste
con celos y con ausencia,
no digo que tiene amor,
que amor es todo tristeza.
Pareciome más hermosa,
que los enojos aumentan
la hermosura, porque en fin
ya parece que es ajena.
Volvime y juré vengarme;
mas en estas diferencias,
así me quisiera hablar
como mil almas le diera.



Caminaban todos entretenidos con el donaire y gracia de Diana, que le tenía para todas las cosas; mayormente el Duque, que ya llevaba cuidado de hacerle merced, y se la hubiera hecho si la hubiera visto inclinada a casarse, porque algunas veces lo habían tratado él y la Duquesa, con una criada de su cámara, que era toda su privanza y gusto, de que Diana se guardaba todo lo posible, porque era imposible.
Aposentose el Duque en la corte con la grandeza que a tal príncipe convenía. Iba y venía a palacio, llevando siempre en su coche a Diana, que se convertía en los ojos de Argos para ver si por aquellas calles o en los patios y corredores del alcázar parecía Celio, que con fuertes prisiones estaba en Cartagena de las Indias.
El Rey se ponía muchas veces en un balcón, que sobre la puerta del palacio hacía una hermosa vista, para ver desde los cristales de los marcos entrar los grandes. Quiso la fortuna de Diana, que ya se cansaba de tantos accidentes, que sobre pasar los coches o llegar a la puerta se descomidiese un criado con el Duque; y como los que le acompañaban se embarazasen3, como cortesanos nuevos, Diana, que por donaire solía tomar las espadas negras, con que se entretenían Otavio, su hermano y Celio, con las doncellas de su casa, quitando airosamente el estribo, antes que se afirmasen le dio una gentil cuchillada. La confusión fue grande; el Duque interpuso su autoridad y metió consigo a su camarero hasta la puerta del retrete; habló el Rey al Duque, y como se riese hablándole, el Duque le preguntó que de qué se reía Su Alteza, y él le dijo:
-Del buen aire de aquel gentilhombre vuestro, que dio aquella cuchillada al que se os descomidió tan descortés y atrevido.



El Duque, viendo que el Rey no estaba enojado, le alabó y encareció las partes, gracias y virtudes de Diana, de suerte que quiso verla, y entró y le besó la mano. El buen talle de Diana, la gala, la discreción y el despejo obligaron al Rey a pedírsele al Duque, y él dijo que, aunque era todo su regalo, desde que le había recibido tenía este pensamiento de ofrecérsele.
Contenta estará vuestra merced, señora Leonarda, de la mejoría de nuestro cuento, pues ya queda Diana en servicio del Rey Católico, y en pocos días tan privado, que en mil cosas que se le ofrecían holgaba de su parecer y, de lance en lance, ya tenía los papeles de más calidad e importancia. Pues prometo a vuestra merced que no lo estaba la pobre dama, porque tenía el alma en dos Celios, y ausentes entrambos, uno en las Indias y otro en tierra de Plasencia: aquel su esposo y este su hijo. Creció tanto el amor del Rey con las gracias y servicios de Diana que, antes que saliese de la corte el Duque, ya le había pagado lo que por ella había hecho, y Su Alteza le había dado, a ruego suyo, la encomienda mayor de Alcántara, y para su hermano segundo seis mil ducados de renta.
La gracia de la voz de Diana no se había encubierto en palacio, pero ya con el nuevo estado y oficio estaba en silencio; error del mundo que, en llegando los estados a la autoridad, pierdan calidad por las gracias, y que si a un hombre le dio el cielo gracia de cantar, tañer o hacer versos, queda inhábil para otros oficios, y se murmura de estas virtudes como si fuesen fealdades. Alejandro tañía y cantaba, Otaviano hacía versos y no por eso dejaron el uno de tener en paz el mundo y el otro de conquistarle. Servía un hijo de un gran señor una dama, y ella deseaba con extremo oír cantar a Diana, cuya persona y entendimiento no debían de desagradarle. Pidió con grande encarecimiento al amante referido que le pidiese que la cantase una noche. Diana, por no disgustarle y creyendo que no importaría que se supiese, cerca de la una de la noche, en el terrero, cantó así:

 




Selvas, en mi vida tuve
más ocasión de hacer versos,
más causa para ser altos,
más amor para ser tiernos.
Hoy sabréis el mal que tuve
y veréis el bien que tengo,
porque viene a ser mi voz
alma de vuestro silencio.
No he querido en el aldea,
selvas, hablar, porque temo
los secretarios de cifra
de pensamientos ajenos.
Hállome bien en vosotras,
porque si algún arroyuelo
murmura de lo que digo,
al fin corre y pasa presto.
En los palacios de Circe
estuvo mi entendimiento
cautivo sin hermosura,
y agradecido sin premio.
En esta transformación
no pude ver sus defectos:
¡mal haya amor que, pasado,
es todo arrepentimiento!
Pero ya, selvas amigas,
soy por mi bien de otro dueño,
tan hermoso que parece
de imaginaciones hecho.
Verdes y pintados son
sus ojos; mirad, os ruego;
si esto se llama pintado,
¿qué será lo verdadero?



    Cuando los miro me admiro,
y que es milagro sospecho
que siendo soles pintados,
despidan rayos de fuego.
En ellos viven dos niñas,
no como los ojos bellos
pintadas, sino pintoras,
pues me retratan en ellos.
Este cielo de sus ojos
permite a dos arcos negros
por amistad hermosura,
que no es poco junto a ellos.
Naturaleza y la diosa
que vuestros prados amenos
visten por abril y mayo,
en su boca compitieron.
Y aunque os dio la primavera
la rosa en honra de Venus,
perdió con la de sus labios
donde yo también me pierdo.
De dos corales la hizo;
mas las perlas que vi dentro
su misma risa las diga,
que yo turbado no acierto.
Sus manos son de marfil,
y flechas de amor sus dedos,
porque a ser de nieve el sol
hubiera rayos de hielo.
Lo demás, aunque es lo más,
no lo digo, porque pienso
que me tendréis por dichoso
y estaré cerca de necio.



    Pero imaginad el alma
que anima su hermoso cuerpo,
y veréis por un cristal
la luz de su entendimiento.
Tres dicen que son las Gracias,
los que las suyas no vieron,
porque las hicieran más,
o fueran las otras menos.
De esta belleza que digo,
seis años anduve huyendo,
pero en un hora de amor
le pago cuanto le debo.
Aquí vivo de mirarla
y como sin verla muero,
siempre digo que me voy,
imaginando que vuelvo.
Estoy contento y celoso:
¿quién vio celoso contento?
mas téngolos de mi dicha,
sin darme ocasión de celos.
¡Ay de mí, si alguna vez
fuese verdad lo que temo!
pero no quiero pensarlo,
por no morir de temerlo.



Esta fue la desdicha o la dicha de Diana, que habiéndola oído algún celoso que no estaba en desgracia del Rey, y lo estaba de esta dama, se lo dijo y afeó notablemente. Él, que lo había oído y disimulado, comenzó a dar orden solicitado de muchos a quien era odiosa su privanza, como cosa sin fundamento de sangre y dignos servicios de paz y guerra. Habiendo sabido que en las Indias había tantos alborotos, y conociendo que a Diana, que siempre se llamó Celio, comenzaba a emprender la envidia, porque no viniese a caer por sus calumnias en su desgracia, le nombró por gobernador y capitán general de todo lo nuevamente conquistado, y para castigar los culpados en la muerte del que lo había sido, de que cada día venían a España quejas y procesos.
No pudo Diana dejar de aceptar el cargo; y besando la mano al Rey, con sus despachos y la gente necesaria, partió de Valladolid a Sevilla donde estaba la armada y se hacía la gente que había de pasar con ella, que a la fama de la inmensa riqueza que aquella tierra producía, era infinita. Pasó por Toledo, su patria; y como allí la novedad moviese las damas y caballeros, salieron todos a ver el nuevo Virrey, cuyo talle y entendimiento en todas las ciudades de Castilla tenía fama. Salió su hermano Otavio, y como ella le viese entre los otros, cubriéndosele el rostro de lágrimas, cerró las cortinas del coche y, echándose en las almohadas, pensó rendir el alma. No quiso parar en Toledo y cuando estaba lejos de ser vista, haciendo descubrir el coche, miraba la ciudad con entrañables suspiros.



Desde Sevilla comenzó la fortuna de Diana a mejorar de intento, y la de la mar le puso con tiempo próspero en la tierra deseada, con grande aplauso de los españoles e indios que, viendo de la suerte que se hacía respetar y temer, lo que castigaba y premiaba, la limpieza de sus manos y la entereza de su justicia, así por esto como porque le imaginaban tan mozo y tan casto, le llamaban el Sol de España. A muchos enviaba a ella con los procesos y averiguaciones, y a muchos hacía dar garrote en secreto y sepultura en el mar, si allí le había.
Llegó últimamente a Cartagena y, visitando los presos, vio a Celio que, aunque estaba flaco y descolorido, le conoció luego, que como amor está en la sangre, vase presto al corazón y da aviso al alma. La alegría de Diana compitió con la disimulación y estuvo cerca de vencerla. Informose de la causa y quisiera librarle, pero dos hermanos del muerto, el uno mercader rico y el otro capitán belicoso, y que hasta entonces le habían guardado en la cárcel y perseguido, daban voces y pedían justicia de suerte que no le fue posible a Diana ponerle en libertad.
Hizo salir de la sala a todos y quiso saber de su boca todo el suceso dándole palabra de caballero, si le decía la verdad, de ayudarle cuanto le fuese posible. Creyendo Celio que el Virrey se le había aficionado, y creyendo la verdad, aunque no la entendía, contola por extenso toda su historia, desde los amores de Toledo, la ausencia de Diana, lo que él había padecido por buscarla y cómo el hombre que había muerto era el que le había hurtado sus joyas, que por no le querer restituir el diamante, y ser la primera prenda de su amor, vino en tanta desesperación y renovado sus desdichas. Diana miraba a Celio y volvía las lágrimas desde los ojos al corazón, llorando sobre él lo que fuera en el rostro a estar más sola. Hizo retirar a Celio, y de secreto a su mayordomo que, con notable cuidado le regalase; y le hablaba todos los días, haciéndole siempre referir su historia, de que Celio se admiraba, viendo que no quería que le tratase de otra cosa.



Acabadas todas las que tenía que hacer en aquella tierra, hechos los castigos y dado a los leales los merecidos premios, como el Rey le mandaba por sus provisiones y despachos, viendo que no había sido posible aplacar con ruegos ni dineros la rigurosa parte del piloto difunto, le embarcó en su capitana y a título de preso llevó consigo, comiendo y jugando con él todo el viaje.
Halló Diana al Rey Católico en Sevilla; fue a besarle la mano con grande acompañamiento, y no sin Celio, que allá le llevó también con la disculpa de algunas guardas.
Pienso, y no debo de engañarme, que vuestra merced me tendrá por desalentado escritor de novelas, viendo que tanto tiempo he pintado a Diana sin descubrirse a Celio después de tantos trabajos y desdichas; pero suplico a vuestra merced me diga, si Diana se declarara y amor ciego se atreviera a los brazos, ¿cómo llegara este gobernador a Sevilla? Pues no ha faltado también quien me ha dicho que, hablándose los dos a solas, los murmuraron y dieron cuenta al Rey, donde le fue forzoso a Diana declararse y ellos quedar corridos. Lo cierto es que, entre las mercedes que pidió a Su Majestad por los servicios de la India y su pacificación, fue el perdón de Celio, y luego que le hiciese cumplir la palabra que le había dado de casarse con ella, de que el Rey y todos sus caballeros quedaron admirados y Celio, conociendo que el gobernador era su hermosa mujer, que tantas lágrimas y desventuras le había costado.



Grandes fueron las mercedes que el Rey les hizo, y grandes las fiestas que se hicieron a sus casamientos, y no menor el contento de ver su hijo, por quien enviaron luego personas de confianza. Trájole la pastora en hábito de grosero zagal, pero con linda cara y melena hasta los hombros.
El contento de estos amantes, cuando descansaron en los brazos de tantas fortunas, vuestra merced, con su grande entendimiento, le figure, pues ya su imaginación se habrá adelantado a exagerársele. Que yo me parto a Toledo a pedir albricias a Lisena y Otavio de que ya hicieron fin las fortunas de la hermosa Diana y el firme Celio.