Las grandezas de AlejandroLas grandezas de AlejandroFélix Lope de Vega y CarpioActo III
Acto III
Salen LEÓNIDES y EFESTIÓN.
LEÓNIDES:
Tanta felicidad, tantas victorias,
vinieron a tener tan tristes fines
en la mitad del curso de sus glorias.
EFESTIÓN:
Cuando ya de la tierra los confines
temblaban de Alejandro las hazañas,
y hasta en la mar las locas y delfines,
tras mil naciones bárbaras y extrañas,
vencidas tras de haber pasado el Tauro,
admirando sus ásperas montañas;
cuando le prometía el verde lauro
del Asia el grande imperio, y pretendía
llegar al Ganges desde el blanco Anauro,
llega Alejandro de su muerte el día.
LEÓNIDES:
No lo quieran los dioses que en tres años
le ofrecieron tal alta monarquía.
(Sale LISÍMACO.)
LISÍMACO:
Capitanes, ¿qué llantos tan extraños
son éstos del ejército? ¿Qué es esto?
EFESTIÓN:
Éstos son los mortales desengaños:
mientras fuerte, Lisímaco, del resto
del bagaje te encargas, descendimos
del Tauro a Tarso, en sus extremos puestos,
por quien las cristalinas aguas vimos
del Cidno, un río que en sus faldas gira,
y en cuya amenidad nos detuvimos.
El agua apenas Alejandro mira,
cuando, todo sudado y polvoroso,
desciñe el hierro con que el mundo admira,
desnuda el blanco arnés, y el luminoso
yelmo, de varias plumas coronado,
sirve de flores en el prado hermoso;
el blanco cuerpo, de sudor bañado,
arroja al agua, suenan las riberas,
y rompe con la frente el vidrio helado;
las aguas con mil círculos y esferas,
reciben al señor del Asia en brazos;
que son hasta las aguas lisonjeras.
Lascivo las regala con abrazos,
y dejando envidiosas las arenas,
labra el cristal de diferentes lazos;
pero sus ondas Alejandro apenas
deja, y sale a la margen, cuando helado,
muestra el rigor del agua por las venas,
pierde la voz, y en el ameno prado
deja caer el cuerpo; finalmente,
ya queda de su ejército llorado.
(Sale AMINTA.)
LISÍMACO:
¡Ay, fiero mal!
AMINTA:
¡Oh, médico excelente,
digno de ser, si con la cura sales,
tenido por Apolo en todo oriente!
EFESTIÓN:
Aminta, ¿qué hay?
AMINTA:
Los dioses celestiales
al médico Filipo han inspirado
una bebida para casos tales,
con que se obliga que al primer estado
volverá la salud de nuestro dueño,
porque a tomarla está determinado.
LEÓNIDES:
¿Salió de aquel desmayo?
AMINTA:
Y de aquel sueño
mortal que tuvo prometiendo vida.
LEÓNIDES:
Ya viene.
EFESTIÓN:
¡Lo que rinde un mal pequeño!
(Sale ALEJANDRO con los brazos sobre los hombros de los soldados.)
VITELO:
Filipo fue, señor, por la bebida;
alégrate, que ya la confecciona.
AMINTA:
¿No veis al sol con la color perdida?
ALEJANDRO:
Dadme una silla.
LISÍMACO:
Tu Real persona
guarde el cielo.
ALEJANDRO:
¡Oh, Lisímaco, levanta!
(Siéntase.)
LISÍMACO:
Parmenión, que tu imperial corona
extiende a Capadocia, al indio espanta,
esta carta me envía.
ALEJANDRO:
¡Qué alegría
me has dado con su letra en pena tanta!
LISÍMACO:
Estimo en esto la ventura mía.
(Lee para sí ALEJANDRO.)
VITELO:
Pues, Aminta, ¿cómo fue
con la amazona engañada?
AMINTA:
Triste, confusa, turbada
y corrida la dejé,
pues por más que me regale
y me esfuerce, fui a su pena
como puñado de arena
que por los dedos se sale;
como tesoro de duende
que se le volvió carbón,
o como los sueños son
del bien al que le pretende.
Lloró, comenzó a poner
mil culpas a haber venido,
porque pensó hallar marido,
y, en efecto, halló mujer.
Mas como mujer no pudo
ser para más que su ser,
dejóme para mujer
y acogióse.
VITELO:
No lo dudo;
mas ¿no me dirás quién fue
el que el agravio deshizo?
AMINTA:
Leónides.
VITELO:
Elección hizo
de buen gusto.
AMINTA:
En él se ve.
¿Cómo te fue con la tuya?
VITELO:
Que hoy o mañana se irá.
AMINTA:
Pues ¿por qué?
VITELO:
Preñada está,
y es ésta costumbre suya;
que como animales son
aunque están enamoradas,
porque, en estando preñadas,
no admiten conversación.
ALEJANDRO:
¡Válgame Júpiter santo!
Cuando para darme vida
quiero tomar la bebida
de un hombre que estimo en tanto,
me escribe Parmenión
que con Darío ha concertado
matarme; mas ha llegado
la carta a buena ocasión.
Aquí dice que le ofrece
una hija por mujer:
¿traidor, veneno a beber
a quien te honra y engrandece?
No la tomaré ¡por Dios!
Mas ¿por qué tengo recelo,
Filipo, de tu buen celo
y del amor de los dos?
Sin duda que han engañado
a Parmenión; yo quiero
tomar la bebida; hoy muero
de amigo y de confiado.
¡Vive Dios! de no temer,
cosa vil de buen amigo,
conciertos con mi enemigo,
¿puede ser? Bien puede ser;
mas ¿cómo temo? ¿No soy
Alejandro? Pues ya tarda.
(Sale FILIPO, médico, con un vaso y toalla.)
FILIPO:
Aquí la bebida aguarda.
ALEJANDRO:
Mientras que bebiendo estoy,
lee esa carta, Filipo.
FILIPO:
Toma el vaso, cuyo efeto
es tu vida.
ALEJANDRO:
¡Qué indiscreto!
¡Cielos, mi muerte anticipo!
(Mientras bebe ALEJANDRO, lee FILIPO así:)
FILIPO:
«Una hija le ha ofrecido,
y una ciudad en que viva,
Darío a Filipo, que priva
contigo...»
FILIPO:
¡Ay, cielo ofendido! (Lee.)
«porque en la ocasión primera
te mate: guárdate de él.»
ALEJANDRO:
¿Cuál a cuál fue más fiel?
¿Cuál será justo que muera:
yo, que de ti me fié
mientras el veneno hiciste,
o tú, que aquí me le diste
contra la debida fe?
Juzga, Filipo, tu causa;
juzga la mía, y muramos
los dos, pues los dos llegamos
a quien la muerte nos causa.
Yo, fiel amigo a ti,
por tu mano moriré;
tú, enemigo, tú, sin fe,
morirás también por mí.
Que sin tomarle ha de ser
tu veneno el que me has dado:
muero, y moriré vengado;
y aquí podrás conocer
mi rara naturaleza,
pues hoy a morir me obligo
sólo por hacer contigo
esta notable grandeza.
EFESTIÓN:
¡Veneno! ¡Oh perro!
FILIPO:
Tened,
capitanes, las espadas,
y a las de Darío, doradas,
sangrientas las ofreced.
Escribe Parmenión
que su hija me ha ofrecido
el persa; verdad ha sido,
pero no lo es mi traición;
porque yo le respondí
como era justo al tirano,
y el testigo está en la mano,
que es el vaso que te di.
¿Cómo te sientes?
ALEJANDRO:
Mejor;
los brazos extiendo ya.
FILIPO:
Capitanes, bueno está
vuestro divino señor;
dadme luego el galardón
de haberle dado salud.
ALEJANDRO:
Yo siento ya la virtud
de mi ardiente corazón.
TODOS:
¡Viva Filipo!
FILIPO:
Decid
que viva Alejandro.
TODOS:
¡Viva!
Premio Filipo reciba.
ALEJANDRO:
Ya le doy el premio, oid:
en mi asiento y carro de oro
laureado le llevad,
y con el mismo le dad
la mitad de mi tesoro.
Hoy es día de mercedes;
pedid.
SEVERIO:
Yo pido, señor,
para una hija favor;
Rey eres, casarla puedes.
ALEJANDRO:
Severio, en dote le doy
una ciudad.
SEVERIO:
Mira bien,
que es mucho el don.
ALEJANDRO:
Yo también
soy mucho, que soy quien soy.
Escribe luego a Lisandro,
de lo mejor de mi imperio;
tú pides como Severio,
y yo doy como Alejandro.
AMINTA:
Hazme mercedes.
ALEJANDRO:
¿Yo a ti,
Aminta? ¿Qué es lo quieres?
AMINTA:
Que dejes esas mujeres
y me quieras sola a mí.
ALEJANDRO:
¡Qué bien tu intento acomodas!
No las puedo despedir.
AMINTA:
Pues ¿qué harás?
ALEJANDRO:
Sólo decir
que te quiero más que a todas.
VITELO:
Vitelo llega a tus pies.
ALEJANDRO:
Pide, honor de mis soldados.
VITELO:
Que de treinta mil ducados
me pagues el interés.
ALEJANDRO:
Confieso que te los debo;
mas fue concierto pagarte
en Grecia.
VITELO:
Pensé obligarte,
y hasme engañado de nuevo;
que, según entrando vas
por Asia, no volveremos
a Grecia.
ALEJANDRO:
Pues ya daremos
un medio.
VITELO:
¿Qué medio das?
ALEJANDRO:
Que te pague ¡oh buen Vitelo!
cuando acabe de ganar
el mundo.
VITELO:
¡Buen esperar!
ALEJANDRO:
¿Es mucho?
VITELO:
¡Guárdete el cielo!
Pero ¿cuándo acabarás
de ganarle?
ALEJANDRO:
¡Vive Dios!
Antes de un año.
VITELO:
Por dos
lo tomo.
ALEJANDRO:
Dudoso estás;
pues éste el concierto sea:
que si yo el mundo ganare,
no te pague; y si llegare
a que le gane y posea,
tú me pagues otro tanto.
VITELO:
¿Con eso sales ahora?
No estaré en tu campo un hora,
¡por todo Júpiter santo!
Si no me das luego aquí
mi dinero.
ALEJANDRO:
Pues ¿por qué?
VITELO:
Porque cuando le fié
y para Grecia le di,
eras Rey de un reino solo;
pero si me has de pagar
cuando vengas a ganar
el mundo de polo a polo,
serás señor, bien lo fundo,
del dinero que te fío,
pues ¿qué pediré por mío
a quien es señor del mundo?
ALEJANDRO:
Enséñante los cuidados
¡oh Vitelo! a ser sutil;
mientras doy los treinta mil,
le daréis cien mil ducados.
VITELO:
¿Qué dices? ¡Pagar no puedes
treinta mil, y cien mil das!
ALEJANDRO:
Treinta de deuda son más
que treinta mil de mercedes.
LEÓNIDES:
Ya, ¿qué te queda que dar?
ALEJANDRO:
Leónides, siempre me queda.
LEÓNIDES:
Tu Majestad me conceda
aquel peto y espaldar
que te envió el Rey de Epiro.
ALEJANDRO:
Dadle cien arneses luego.
LISANDRA:
También a pedirte llego.
ALEJANDRO:
Con buenos ojos te miro.
LISANDRA:
Esos quizá te pidiera
si no fuera atrevimiento.
ALEJANDRO:
Como te dieran contento,
los sacara y te los diera.
LISANDRA:
Mirar bien, es dar los ojos;
eso pido que me des.
ALEJANDRO:
No me ganes por cortés,
que recibo de eso enojos.
No ha de haber hombre nacido
que se me pueda alabar,
que en cortesía y en dar
haya a Alejandro vencido:
dente el collar de Menón,
que era todo de diamantes.
EFESTIÓN:
Con dádivas semejantes,
¿qué dejas a Efestión?
ALEJANDRO:
A ti, yo no te doy nada.
EFESTIÓN:
¿Por qué?
ALEJANDRO:
Porque eres mi amigo;
que no he de partir contigo
lo que es tuyo.
LEÓNIDES:
¡Honra extremada!
ALEJANDRO:
Por eso nada te di;
cuanto tengo, considera
que es de la misma manera
de mi amigo que de mí.
LISANDRA:
Aquí está un embajador
de Darío.
ALEJANDRO:
Llegue.
(Sale TEBANDRO, embajador, y criados con una caja.)
TEBANDRO:
Un presente
y carta del Rey de Oriente
te traigo, invicto señor.
ALEJANDRO:
¿Presente? Muéstrale a ver.
TEBANDRO:
Abre la caja.
EFESTIÓN:
Éstas son
unas riendas.
ALEJANDRO:
¿Qué razón
le pudo a Darío mover?
EFESTIÓN:
Aquí hay más: una pelota
y una bolsa con dinero:
¡presente extraño!
ALEJANDRO:
Leer quiero.
TEBANDRO:
El Macedón se alborota. (Lee.)
«El Rey de los reyes, Darío,
y de los dioses pariente,
a Alejandro, mi criado,
le mando y digo que en breve
a sus deudos, mis esclavos,
se vuelva, y que se recueste
de su madre en el regazo,
donde, para que le enseñen,
a ser hombre, envió esas riendas,
que al cuello aplicarle pueden;
esa pelota, con quien
con otros muchachos juegue;
y ese dinero, que pierda,
y con que pueda volverse;
y si luego que ésta vea
no se fuere, inobediente,
enviaré mis capitanes
que azotado me lo entreguen.»
¿Hay soberbia semejante?
¿Dónde queda este insolente?
TEBANDRO:
¿Así hablas?
ALEJANDRO:
¿Y tú, loco,
por embajador te atreves
a decir que yo hablo así?
¿Dónde queda?
TEBANDRO:
Donde puedes
vengarte de su arrogancia,
pues ésta te lo parece,
de quien trescientos mil hombres
trae de a pie, que guarnecen
cien mil de a caballo, y todos
mozos robustos y fuertes.
ALEJANDRO:
Dile a Darío, embajador,
que Alejandro, Rey de reyes,
se espanta de que así trate
a quien presto servir debe,
y que tomo por agüero
las tres cosas que me ofrece:
las riendas, que pienso echar
a la libertad de Oriente;
la pelota, porque al mundo
que voy a ganar parece;
y el oro, como a señor
de todo el oro que tiene;
veinte mil hombres le he muerto
de a pie, y de a caballo siete;
los demás vi por la espalda,
no sé el número que fuesen;
sí por cuatrocientos mil
que trae arrogante viene,
le aseguro que no aguarde,
que me busque, aunque él lo piense,
porque le pienso alcanzar
tan presto, que apenas llegues
a dar nuevas de que voy.
TEBANDRO:
Tu vida el cielo prospere.
(Vase.)
ALEJANDRO:
¡Ea, soldados, al arma!
Esta ocasión nos ofrece
todo el imperio del Asia.
¡Muera Darío!
EFESTIÓN:
¡Vive, y vence!
(Vanse, y salen DARÍO y ARSACES.)
DARÍO:
Esto le escribí.
ARSACES:
Bien haces,
en poner al Macedón
freno.
DARÍO:
No pienses, Arsaces,
que después de esta ocasión
haré con los griegos paces.
¡Vive Júpiter! Si pasa
a Tarso y su campo abrasa,
que un freno de oro he de hacer,
donde le vengan a ver
con las fieras de mi casa.
ARSACES:
Volveráse a Europa luego
que vea, señor, tu carta.
DARÍO:
Eso le mando y le ruego;
que sólo que al mar se parta,
le ha de librar de mi fuego.
ARSACES:
Tus hijas vienen aquí.
(Salen DEYANIRA y POLIDORA.)
DARÍO:
¡Deyanira, Polidora!
DEYANIRA:
¿Qué haces, señor, ansí?
DARÍO:
Dicen que Alejandro ahora
huye del Asia y de mí:
¿quieres que vaya tras él?
POLIDORA:
Antes, que te guardes de él;
que lo que dice la fama
es que te provoca y llama
para batalla cruel.
DARÍO:
¿Alejandro?
DEYANIRA:
Sí, señor.
DARÍO:
¿El muchacho?
DEYANIRA:
Ese mancebo.
DARÍO:
Aquí está el embajador.
(Sale TEBANDRO.)
TEBANDRO:
A decirte no me atrevo
del Macedonio el rigor;
que fuera de su respuesta,
arrogante y descompuesta,
marcha tras mí con su gente
tan veloz, que queda enfrente
de tus ejércitos puesta.
En las riendas, significa
yugo a tu gente remota;
el oro, tu hacienda rica
que conquista; y la pelota,
la bola que al mundo aplica;
tomólo por buen agüero,
y en un caballo ligero
con una lanza corrió,
con que su campo animó,
y viene.
DARÍO:
No más; ¿qué espero?
Arsaces, no hay más que hacer;
los carros de oro te encargo,
de mis hijas y mujer.
¿Para qué, Alejandro, alargo
la gloria que he de tener,
y el castigo que he de darte?
¡Ea, valientes persianos,
que os está aguardando Marte
con el laurel en las manos!
ARSACES:
Tus escuadrones reparte;
que hoy le has de quitar la gloria,
y a la fama aquella pluma
con que comienza su historia.
DARÍO:
Hoy haré que se consuma
su nombre con mi victoria.
(Vanse.)
POLIDORA:
¡Ay, Deyanira! ¿Qué pecho
no se turba con el nombre
de Alejandro?
DEYANIRA:
Yo sospecho
que es algún dios, y si es hombre,
de los mismos dioses hecho:
¿qué suceso, qué fortuna,
te prometen sus hazañas?
POLIDORA:
Que, pues fácil o importuna,
de tantas tierras extrañas
no se le escapa ninguna,
debe de querer el cielo
a este mancebo famoso
dar el imperio del suelo.
(Tocan una caja y alguna guerra.)
DEYANIRA:
Ya suena el son belicoso.
POLIDORA:
Toda me ha cubierto un hielo;
aquí, en tanto, Deyanira,
que pasa la guerra fiera,
su estrago sangriento mira.
DEYANIRA:
Ya con la primer bandera
el griego al persa retira.
¿Es, por dicha, aquel mancebo
este Alejandro?
POLIDORA:
Sí, es él.
Héctor, Paris y Deifebo
no se comparen con él.
DEYANIRA:
¡Fiero Marte!
POLIDORA:
¡Aquiles nuevo!
(Vanse, suena la guerra, sale ALEJANDRO.)
ALEJANDRO:
Ea, valientes soldados,
honor y gloria de Europa;
darme el imperio del Asia
está en vuestra mano sola.
Ea, fuertes capitanes;
que fuera de tanta gloria,
de Darío y del mundo, aquí
están las riquezas todas;
yo no las quiero, soldados,
sólo quiero la victoria;
para vosotros serán
el oro, plata y las joyas;
hijo de Júpiter soy,
no temáis; que basta y sobra
para cuatrocientos mil
esta espada o esta sombra.
(Suena la caja, salen TEBANDRO y ROJANE, amazona, acuchillándose.)
ROJANE:
¡Ríndete, persa cruel!
ALEJANDRO:
¡Oh, valerosa amazona,
los fuertes hombres te imitan!
TEBANDRO:
Rendirme es cosa afrentosa;
pero si es a tu hermosura,
sólo con los ojos corta,
tira rayos de la vista.
ROJANE:
¿Requiebros, persiano, agora?
¡Aquí dejarás la vida!
ALEJANDRO:
O peleas, o enamoras:
dale las manos atadas.
TEBANDRO:
¡Cielos, el huir me importa;
que éste es el mismo Alejandro!
(Vase.)
ALEJANDRO:
Déjale, hermosa señora,
y sígueme, porque veas
cómo se rinden y postran
a esta espada estos cobardes.
ROJANE:
Al lado de tu persona
no temo al mundo.
ALEJANDRO:
Camina,
que eres mujer valerosa.
(Vanse, y suena guerra, y sale DARÍO huyendo.)
DARÍO:
¡Volved, fuertes capitanes!
¿Dónde vais huyendo en tropa?
¿Éstas fueron las promesas
vanas, soberbias y locas?
¡Cobardes persas, volved,
que me quitáis la corona
del Asia! ¿Mas qué me canso?
Ninguno a escucharme torna.
¡Oh, cuán lejos siempre están
las palabras de las obras!
Temerario estrago han hecho
las espadas macedonias;
ya van llegando a los carros
de mis hijas y mi esposa:
si aguardo pierdo el imperio,
pero moriré con honra;
mas quiero guardar la vida
para ocasión más dichosa.
Quien muere, todo lo pierde;
quien vive, todo lo cobra.
Yo te buscaré otra vez;
triunfa, griego, triunfa agora.
(Vase, y suena más guerra, y salen AMINTA, SEVERIO, LEÓNIDES, LISÍRNACO y las hijas de DARÍO persas.)
AMINTA:
Digo que llegué primero.
SEVERIO:
Aminta, cuando te pongas
en quitarme lo que es mío,
medirémonos las hojas.
LEÓNIDES:
Teneos, que estoy aquí.
AMINTA:
Capitán, con menos cólera.
LEÓNIDES:
Pues ¿tú te pones conmigo?
AMINTA:
Y con Marte si me enoja,
porque, de Alejandro abajo,
no temo al mundo.
LEÓNIDES:
¿Estás loca? (Dentro.)
¡Victoria por Alejandro!
SEVERIO:
Ya publican la victoria.
(Sale ALEJANDRO solo.)
ALEJANDRO:
Gracias te doy, padre inmenso,
por la gloria que me has dado;
yo prometo a tu sagrado
altar cien libras de incienso,
mil toros, dos mil corderos
que tiñan tus blancas aras.
¿Qué es esto?
LISÍMACO:
Si no reparas,
señor, tus soldados fieros
harán algún desatino;
las hijas de Darío son.
LEÓNIDES:
Vuelve a ver su perfección
y su donaire divino.
ALEJANDRO:
¿Aquí las hijas están
de Darío?
LISÍMACO:
Vuelve, señor,
a verlas.
ALEJANDRO:
Tengo temor
de mirarlas, capitán.
¿No son hijas de vencido?
LISÍMACO:
Sí, señor.
ALEJANDRO:
Pues ¿qué me quieres?
Que podrán, siendo mujeres,
lo que Darío no ha podido;
no dudes, verlas deseo;
pero no las quiero ver,
porque no sabe vencer
quien no vence su deseo.
(Vase.)
LEÓNIDES:
No ha hecho mayor grandeza.
LISÍMACO:
Que aún no las quiso mirar.
SEVERIO:
No ha querido sujetar
su victoria a su belleza.
LEÓNIDES:
Aminta, el premio tendrás
de esta hazaña, y tú, Severio,
tu parte.
AMINTA:
Goce este imperio
mi Rey, que no quiero más.
LEÓNIDES:
Alzad los ojos del suelo:
no tengáis a disfavor
que Alejandro, mi señor,
use de tan justo celo.
DEYANIRA:
Para usar de su crueldad
no se quiso enternecer;
que quien no nos quiso ver,
no quiso tener piedad.
LEÓNIDES:
Antes piedad nunca oída,
por no usar con loco amor
la fuerza de vencedor
en la hermosura vencida;
ejemplo a todos ha dado
de no forzar las cautivas.
POLIDORA:
Así del cielo recibas
premio de habernos guardado,
que alcances dél que nos vea
porque se mueve a piedad.
LEÓNIDES:
No sé que la libertad
mayor que el no veros sea;
porque fue hazaña que asombre,
si estaba al daño en el ver,
el no veros, por no hacer
cosa indigna de su nombre.
(Vanse; salen LIRANO y TIRRENO, villanos.)
LIRANO:
Echa la ribera abajo
todas las cabras, Tirreno.
TIRRENO:
Golosas del prado ameno,
vienen por su verde atajo.
¡Por Dios! En tiempo de guerra
no me agrada ser pastor:
lo uno, por el furor
con que destruyen la tierra;
lo otro, por el cuidado
en que me pone el pensar
que fuera mejor trocar
mi soldada a ser soldado.
LIRANO:
¿Tú soldado?
TIRRENO:
¿Por qué no?
Las armas me satisfacen;
también los soldados se hacen
de otros hombres como yo.
LIRANO:
Si en la primera ocasión,
que en esto sólo me fundo,
te despacha al otro mundo
un soldado macedón,
¿qué dirías de la vida
de los soldados allá?
TIRRENO:
Luego ¿los matan?
LIRANO:
Verá:
de una y otra fiera herida.
TIRRENO:
Pues, Lirano, más me quiero,
que acá la vida se pase,
por más que julio me abrase,
por más que me hiele enero.
Amanézcame en los ojos
el sol por el suelo echado;
de la noche el carro helado
me cubra entre estos abrojos.
Déme esta fuente agua pura,
y aquella encina bellotas,
antes que gentes remotas
muerte incierta y sepultura.
¡Rita acá, ganado mío,
que no soy soldado ya!
Verá por dónde se va,
mas que no para hasta el río.
(Sale DARÍO huyendo.)
DARÍO:
Si acaso tenéis, pastores,
dónde me pueda albergar,
y dan a un triste lugar
árboles, fuentes y flores,
hacedme este bien; que vengo
poco menos que expirando;
y advertir que, en descansando,
volved al camino tengo;
que no os daré pesadumbre.
LIRANO:
¿Sois soldado?
DARÍO:
¿No lo veis?
LIRANO:
Pues ¿cómo subido habéis
por esa difícil cumbre?
¿Vais huyendo?
DARÍO:
Huyendo voy.
LIRANO:
Según eso, mal le ha ido
a Darío.
DARÍO:
Queda vencido,
y aun muerto pienso que estoy.
TIRRENO:
¡Vencido! Pues ¿puede ser
que al mayor rey del Oriente,
con tantas armas y gente,
le pueda otro rey vencer?
DARÍO:
Sí, porque es ley en el suelo
que estén sujetas y llanas
todas las cosas humanas
a la voluntad del cielo.
Darío, a quien el sol, apenas
nacido, a dorar venía;
Darío, a quien Persia ofrecía
oro y plata a manos llenas;
Darío, que un campo juntó
de cuatrocientos mil hombres,
la fama de cuyos nombres
el polo opuesto tembló;
Darío, que cuando salía
dos mil criados llevaba,
hoy muestra que el tiempo acaba
toda esta gloria en un día.
Que de Alejandro vencido,
mozo de buena fortuna,
sin honra, sin gente alguna,
va caminando perdido;
y por dicha puede ser
que, sin caballo y sin gente,
el que ayer mandó el Oriente,
hoy no tenga qué comer.
LIRANO:
¿Sois vos, acaso, señor?
DARÍO:
¡Cielo! ¿Qué es esto?
¿Tantos agüeros, tantas desventuras?
¡Oh, villanos correos de mi muerte!
¡Vive Júpiter santo, que esta espada
os dé el hallazgo de la tabla de oro!
LIRANO:
¡Señor, mira que estamos inocentes!
TIRRENO:
¡Huye, Lirano, que se ha vuelto loco!
DARÍO:
¡Hasta perder la vida todo es poco!
(Vanse, y salen ALEJANDRO y su gente.)
ALEJANDRO:
Rindióse, en fin, Sidón; rindióse Tiro.
LEÓNIDES:
Todo se rinde a tu valor supremo.
ALEJANDRO:
A ser solo señor del mundo, aspiro.
LEÓNIDES:
Que es poco el mundo a tu esperanza, temo.
ALEJANDRO:
Rey quiero dar a esta ciudad famosa.
LISÍMACO:
Aquí viene tu huésped Tepolemo.
(Sale TEPOLEMO.)
TEPOLEMO:
¡Guarde el cielo tu vida generosa!
ALEJANDRO:
Huésped, famosamente me has tratado.
TEPOLEMO:
Mi casa honraste, humilde, aunque dichosa,
hago cuenta que a Júpiter sagrado,
cual otra Filemón, en su pobreza
tuve, puesto que indigno, aposentado.
ALEJANDRO:
Huésped, pagarte quiero.
TEPOLEMO:
¿Qué riqueza
mayor que haberte en ella merecido?
ALEJANDRO:
Conozco, Tepolemo, tu nobleza:
rey de Sidón te hago.
TEPOLEMO:
No ha tenido
tu igual el mundo: ¿a un huésped de dos días
haces rey de su patria obedecido?
ALEJANDRO:
¿Qué menos paga, huésped, merecías?
TEPOLEMO:
Señor, yo te suplico no lo mandes;
no son para reinar las fuerzas mías.
ALEJANDRO:
Venciste en eso mis hazañas grandes;
mas nombra un rey, y el que quisieres sea,
como ajustado a tus virtudes andes.
TEPOLEMO:
Si he de nombrar un hombre que posea
por su virtud el reino, por mi mano,
no habrá, señor, alguno que me crea.
ALEJANDRO:
Di presto el que te agrada.
TEPOLEMO:
Es hombre llano.
¿Es virtuoso?
TEPOLEMO:
Sí.
ALEJANDRO:
¿Quién?
TEPOLEMO:
Dolomino.
ALEJANDRO:
¿Qué ejercicio?
TEPOLEMO:
Señor, es hortelano.
ALEJANDRO:
Pues tú dejas el reino, siendo dino
por tu virtud del cetro, y otro nombras,
sin duda es hombre de valor divino.
Parte por él.
TEPOLEMO:
Yo voy; que entre las sombras
de esta huerta, señor, está cavando.
(Vase.)
ALEJANDRO:
Camina, Tepolemo, que me asombras.
LEÓNIDES:
Aqueste labrador te anda buscando.
(Sale TIRRENO.)
ALEJANDRO:
¿Qué quieres?
TIRRENO:
No acierto a hablar.
ALEJANDRO:
¿Qué te turba?
TIRRENO:
El ver un hombre
tan divino, que se nombre
dios del mundo y rey del mar.
ALEJANDRO:
Llega.
TIRRENO:
¿Darásme licencia
que te toque?
ALEJANDRO:
No es razón
si las imágenes son
tratadas con más decencia;
pues si nadie, por respeto,
las llega, ¿qué harán al dios?
TIRRENO:
Qué, ¿eres dios?
ALEJANDRO:
Mira en los dos
el diferente sujeto.
TIRRENO:
Señor del mundo, aquel día
que en Asia tu campo entró,
un potrillo me parió
una yegua que tenía.
Era tan bella, que luego
me di a pensar que era justo
crialle para tu gusto.
ALEJANDRO:
Pues ¿por qué?
TIRRENO:
Escucha, te ruego:
porque soñé que serías
rey del Asia, y presumí
que, en presentártele a ti,
algún premio me darías:
Crióse el potro, y salió
de suerte, en estos tres años
que por hechos tan extraños
Asia tu nombre temió,
que era bien digno de ti;
mas cuando ya le traía,
en aquella casería
que casi ves desde aquí,
dos viejas y un labrador
me le miraron de suerte
que me le llevó la muerte
como el arado a la flor.
Lloré triste, y en desollando
el potro, que en carnes dejo,
te traigo sólo el pellejo,
que es aquel que estás mirando.
ALEJANDRO:
Yo te agradezco, buen hombre,
el intento que has tenido;
y pues que criado ha sido
ese caballo, en mi nombre,
quiero estimar el pellejo.
¡Hola! Guardadle muy bien,
y haced que luego le den,
por la intención y el consejo,
dos caballos de los míos
y seis mil escudos de oro.
TIRRENO:
Besen esos pies que adoro,
indios negros, scitas fríos.
(Vase TIRRENO, y salen TEPOLEMO y DOLOMINO.)
TEPOLEMO:
Aquí está aquel hortelano
que has hecho rey.
ALEJANDRO:
Llega, amigo.
DOLOMINO:
No tendrán mayor testigo
las grandezas de tu mano:
de una pobre humilde huerta
a un reino altivo me pasas,
y de estas deshechas casas
a un aula de oro cubierta;
de un suelo, a tantas riquezas,
y al cetro, de un azadón;
conozca el mundo que son
de Alejandro las grandezas.
ALEJANDRO:
No son mías, de que estoy
confuso, amigo, en extremo;
el grande fue Tepolemo,
pues te da lo que te doy;
que si rey te constituyo,
rey me quedo, mas él no,
pues el reino que te dio
era solamente suyo.
LISÍMACO:
Ya ha llegado Efestión
de la gran Jerusalén.
(Sale EFESTIÓN.)
ALEJANDRO:
¡Vengas mil veces con bien!
¿Qué hay, tenemos provisión?
EFESTIÓN:
No quisiera decirte la locura,
invicto Rey del mundo, hijo de Júpiter,
con que estiman a Darío los hebreos
por no causarte enojo.
ALEJANDRO:
¿Qué responden?
EFESTIÓN:
Di tu embajada, Rey, al duque Hircano,
y de Jerusalén al gran Pontífice,
mandándolos que luego te obedezcan
y que te envíen gente y provisiones
con los tributos que pagar solían;
y responden que hicieron homenaje
a Darío, a quien por rey y señor tienen,
y que no te conocen, ni era justo
dejar al propio Rey por el extraño.
ALEJANDRO:
¡Blasfemo de los dioses, que es palabra
que no dije en mi vida al nombre mío!
¿Jerusalén responde de esa suerte?
Pues ¡cómo! Voy de paz, siendo yo el rayo
que envía Dios para abrasar el mundo,
¿y atrevida me niega la obediencia?
Soldados, desde el día que salimos
de Europa, no he tenido tal respuesta,
ni me parece que nos han quitado
nuestro debido honor, pesar de Júpiter,
aunque perdone el ser mi soberano
padre en la tierra. ¡Vamos; marcha, toca!
No ha de quedar, Jerusalén, si puedo,
piedra en tus muros. ¿Piensas, por ventura,
loco Israel, que tienes capitanes
a quien se pare el sol como otro tiempo,
que con trompetas y con luz vencías?
LISÍMACO:
¡Vivas mil años, guárdente los dioses!
Jerusalén es rica en todo Oriente;
no hay ciudad que nos pueda hinchir las manos
con tal satisfacción.
ALEJANDRO:
Yo os doy licencia
para un sangriento saco. ¡Vive Júpiter,
que no ha de quedar hombre vivo en ella!
Los niños degollad, y las mujeres
colgad de los cabellos por los árboles.
¡Muero, rabio, deshágome! ¿Qué es esto?
¡Jerusalén a mí! ¡Camina, toca!
EFESTIÓN:
Justa razón a enojo le provoca.
(Vanse, y salen HIRCANO, Duque de Jerusalén, y JADO, sumo sacerdote.)
HIRCANO:
En esta gran confusión,
¿qué es lo que piensas hacer?
JADO:
Acudir a la oración,
que Dios tiene más poder
que el soberbio Macedón.
Retírate, Duque, allí;
que si el gran Dios de Israel
no da remedio por mí
contra Alejandro cruel,
¡ay, Jerusalén, de ti!
HIRCANO:
Llega, sacerdote santo,
y misericordia pide
al gran Dios que puede tanto;
di que su pueblo no olvide,
dile que escuche su llanto.
(Salgan las mujeres de Jerusalén.)
MUJER 1.ª:
Generoso duque Hircano,
y tú, Jado, soberano
sacerdote, ¿qué respuesta
tan airada y descompuesta
disteis a Alejandro Magno?
¿Qué es esto, que ya furioso
a Jerusalén camina?
MUJER 2.ª:
Duque ilustre y generoso,
mira el llanto y la rüina
de este tu pueblo piadoso;
mira con qué confusión
al alcázar de Sión
suben mujeres cargadas
de sus hijos, las espadas
temiendo del Macedón.
¿Por qué el tributo negáis,
pues no era tanto tesoro?
Si acaso pobres estáis,
tomar nuestras joyas de oro,
pues nuestra sangre le dais.
¿No veis que siempre en el saco
es la furia más sangrienta,
en dándose un pueblo a saco?
JADO:
Mientras su venida intenta,
quiero ver si al cielo aplaco. (De rodillas.)
¡Divino Dios de Israel,
que del cuchillo cruel
de Faraón nos libraste,
que abriste el mar y mandaste
que se cerrase con él!
de Alejandro nos defiende,
libra tu Jerusalén;
detén el rayo que enciende
el Asia, pues hoy también
tu templo arruinar pretende.
¡Libra tu pueblo, Señor!
(Un ÁNGEL en lo alto.)
ÁNGEL:
Jado, no tengas temor.
JADO:
Furioso Alejandro viene:
¿qué haré?, que desnuda tiene
la espada de su rigor.
ÁNGEL:
A toda Jerusalén
harás vestir, y prevén
palmas, ramos e instrumentos,
y a recibirle contentos
salga la ciudad también.
(Desaparece.)
JADO:
¿A un hombre sangriento y fuerte,
que blasfemó por vengarse,
recibir de esa suerte?
¿De qué servirá enramarse
ni el ir cantando a la muerte?
Ahora bien, Dios lo ha mandado:
no hay que replicar a Dios.
HIRCANO:
¿Qué te responde?
JADO:
He pensado
que faltarnos fe a los dos
fuera soberbio pecado.
Venid, que Jerusalén
se ha de vestir, y con ramos
irle a recibir también.
HIRCANO:
¿Dios no lo manda? Pues vamos:
música y palmas prevén.
(Salga toda la gente de ALEJANDRO, delante, en orden, y él detrás, armado.)
ALEJANDRO:
¡Soberbia Jerusalén,
sumo sacerdote Jado,
cobarde Duque, vil gente,
alcázar de David santo;
gran templo de Salomón,
fuertes puertas, muros altos,
mirad que llega a vosotros
de Dios el ardiente rayo,
la espada de su justicia
y azote de su mano!
Alejandro soy, hebreos;
agora veréis si paso
vuestro arroyuelo Cedrón,
yo que pasé mares tantos.
A Darío decís que dais
tributo, a mi esclavo Darío,
cuyas hijas y mujeres
traigo presas en mi campo;
a Darío, que en Babilonia,
entre mujeres hilando,
está escondido de mí!
¿Qué es lo que aguardáis, soldados?
¡Fuego, armas, sangre, guerra:
Jerusalén ha de quedar por tierra! (Salen los músicos, una danza de mujeres, el Duque, el sacerdote, y los que pudieren coronados de laurel, con palmas y ramos.) (Cantan.)
Venga norabuena,
con sus soldados
a Jerusalén
su rey Alejandro.
(Apéase ALEJANDRO en viendo al sacerdote, y échase a sus pies.)
ALEJANDRO:
¡Oh, soberano señor!
Dame esos pies sacrosantos.
EFESTIÓN:
¿Qué es esto, señor del mundo?
¿Tú adoras pies de hombre humano?
LISÍMACO:
¿Tú eras aquel que decías
que hasta los niños de un año
no perdonase el cuchillo?
ALEJANDRO:
¿De qué os admiráis, soldados?
Sabed que cuando salí
de Europa desconfiado,
y confuso de emprender
un pensamiento tan alto,
Dios me apareció en la forma
que este sacerdote santo,
con este mismo vestido,
y así me dijo: «Alejandro,
parte al Asia; que aquí estoy
de tu parte, y con mi amparo
serás su rey.» Pues si yo
veo aquí la forma y hábito,
de Dios, que esto me promete,
no os cause, amigos, espanto
que le adore y reverencie.
LISÍMACO:
¡Justo ha sido!
EFESTIÓN:
¡Caso extraño!
JADO:
Yo te mostraré, señor,
cómo está profetizado
del profeta Danïel
el fin del reino persiano,
y la griega monarquía
que en ti comienza, Alejandro
ven a nuestro santo templo,
sacrifica a Dios.
ALEJANDRO:
¡Hircano,
dame esos brazos!
HIRCANO:
Los pies
te pido.
ALEJANDRO:
Aquí están los brazos.
HIRCANO:
El año, séptimo, Rey,
no cogemos ni sembramos;
de este tributo nos libra.
ALEJANDRO:
Yo os hago exentos y francos:
vamos al templo en que a Dios
incienso y mirra ofrezcamos.
Ésta es la primera parte;
para la segunda guardo
el fin, aunque son sin fin
Las Grandezas de Alejandro.