Las ilusiones del doctor Faustino: 04

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I
Las ilusiones del doctor Faustino de Juan Valera
II
III


- II - ¿Para qué sirve?[editar]

No se asusten los lectores timoratos al leer el epígrafe que antecede, ni se den a sospechar que intento promover cuestiones impías. Harto se me alcanza que en toda la resplandeciente y complicada máquina del mundo no hay cosa alguna que no sirva para algo: todo tiene un fin; todo concurre al orden perfectísimo y a la total armonía. Para creerlo y afirmarlo, importa lo mismo decir que vemos porque tenemos ojos o que corremos porque tenemos piernas, que decir lo contrario: esto es, que porque vemos tenemos ojos y porque corremos nos han nacido piernas y todo lo conveniente para correr. Casi, casi redunda en mayor alabanza de las leyes providenciales el contemplar y explicar las cosas de este último modo. Y si no, vaya de ejemplo: ¿Quién sería mejor relojero, el que fuese fabricando prolijamente todas las ruedecillas, cada una con su fin y propósito, y luego las ajustase y ordenase entre sí, y luego diese cuerda al reloj, y luego el reloj marcase y sonase las horas, o el que pusiese en un poco de metal un movimiento y una idea y un propósito de dar las horas, que agitasen todas las partecillas de que el metal se compone, y las forzasen a no parar en sus giros, vibraciones, brincos y sacudimientos, ya agrupándose de un modo, ya de otro, hasta que juntas se concertasen en marcar el tiempo y en señalar las horas con un punterito y en hacerlas sonar en el momento debido, hasta con música o por lo menos con cuco?

El prurito eficaz, triunfador e infalible, puesto en los átomos, de organizarse de suerte que se formen seres que corran y que vean, o es aserto misterioso y confuso como el dogma más ininteligible de la más metafísica de las religiones, o presupone en la idea primera, cuyo desenvolvimiento produce el universo, una voluntad y una inteligencia soberanas, no menos grandes que las del ser personal que nos hiciese ojos para ver y piernas para correr. Repito, pues, que casi afirma más esta inteligencia y esta voluntad increadas, no el pensar que se nos dio ojos para que viésemos y piernas para que corriésemos y alas a los pájaros para que volasen, sino el pensar que, desde el origen, hay en la materia un afán de volar que produjo al cabo las alas, y un afán de correr que produjo las piernas, y un afán de ver que produjo los ojos.

Por lo dicho, se me antoja con frecuencia que la tal doctrina de los materialistas novísimos pudiera purificarse de toda mancha de impiedad y hasta convertirse en piadosísima doctrina, muy consoladora además y muy rica en pronósticos de progresos, mejoras y adelantamientos indefinidos. La antigua duda del Padre Fuente la Peña, sobre si los monstruos lo son ellos o lo somos nosotros, se resolvería en favor de los monstruos, que tal vez aparecían como síntomas del prurito o conato de crear nuevas especies; y, siempre que fuera este conato legítimo, y no capricho pecaminoso, caso en el cual el ser monstruoso sería un castigo, ¿quién nos había de privar de la razonable esperanza de echar alas y volar, si nos empeñábamos, o de tener cola o trompa o un ojo más, como Fourier pretendía?

Ni se argumente en contra sosteniendo que la vida, el instinto, el brío de los átomos, de las impalpables e invisibles esferillas que llenan el aparente vacío con las ondas del éter, es un instinto ciego, coeterno con la sustancia. ¿Como dimana del instinto ciego la inteligencia que después explica sus leyes indefectibles? Estas leyes, además, o están en cada átomo, que las conoce y las impone, o están fuera o por cima de los átomos, o están a la vez en los átomos y fuera de ellos; por donde vendríamos a parar, después de calentarnos la cabeza más de lo justo, en aquello que nos enseñaba en la escuela el catecismo del padre Ripalda: en que Dios está en todo lugar animándolo y ordenándolo todo.

Por dicha el ¿para qué sirve? de nuestro epígrafe, no requiere que ahondemos tanto. Este ¿para qué sirve? era la pregunta que doña Ana se hacía a menudo con referencia a su único hijo el mayorazgo Mendoza. Y era también la pregunta que se hacía a sí mismo dicho mayorazgo, diciendo: ¿Para qué sirvo? y no sabiendo qué contestar.

Nadie imagine, sin embargo, que era cojo, sordo, ciego, tullido, o tonto el mayorazgo Mendoza. Tenía sus sentidos y potencias más que cabales; era robusto, estaba sano y bueno, y, como ya se ha dicho, o si no se ha dicho se dice ahora, acababa de cumplir veintisiete abriles; pero nada de esto impedía que la señora doña Ana y el mismo mayorazgo se preguntasen con ansiedad si él servía para algo y no atinasen con la contestación.

Menester será, para que el lector comprenda bien estas cosas, que le ponga yo en algunos antecedentes.

Doña Ana era una dama, hija de un hidalgo de Ronda, de los más ilustres de aquella enriscada ciudad. Baste decir que doña Ana se apellidaba de Escalante. Entre sus gloriosos antepasados, contaba a uno de los fundadores de la Maestranza; y los timbres de la Maestranza y sus grandes servicios en la guerra de sucesión, en el sitio de Gibraltar, en la guerra del Rosellón y en la de la Independencia, fueron desde entonces los timbres y servicios de la familia de doña Ana.

Aunque nacida y criada en lugar tan alpestre y retirado como es Ronda, doña Ana fue educada hasta con refinamiento; y no sólo por el gusto castizo y exclusivamente español, sino de un modo que pudiéramos llamar cosmopolita. Un discreto sacerdote francés, de los muchos que durante la revolución emigraron, vino a parar a Ronda, y fue el maestro de doña Ana, enseñándole su idioma y bastante de historia, geografía y literatura, y haciendo de ella un prodigio de erudición para lo que entonces solían saber en España las mujeres.

Todo el saber de doña Ana no le valió, sin embargo, para negocio alguno; y al fin, cuando ya tenía veintinueve años cumplidos, recelando quedarse para tía o para vestir santos, y estimulada por su padre y hermanos, que ansiaban colocarla, o dígase deshacerse de ella, se resignó a casarse con el Sr. D. Francisco López de Mendoza, no menos ilustre que los Escalantes, mayorazgo, alcaide perpetuo de la fortaleza y castillo de Villabermeja, comendador de Santiago y maestrante también de Ronda, como el padre y los hermanos de ella lo eran. Quieren decir ciertos autores que ya los Mendozas y los Escalantes tenían algún parentesco, y que esto contribuyó a facilitar el matrimonio; pero como no importa la tal circunstancia a la esencia de nuestra historia, la paso por alto, sin entrar en detenidas investigaciones.

Doña Ana tomó su partido con valor. Aunque había visto a Sevilla y había pasado largas temporadas en Málaga y en Cádiz, se enterró en vida en Villabermeja, sin quejarse lo más mínimo, sin dejar sentir a nadie, ni una vez siquiera, el sacrificio que hacía. D. Francisco, aunque muy caballero, era rudo, ignorante y violentísimo. Doña Ana supo amansarle, pulirle y civilizarle un poco a fuerza de paciencia y dulzura. El amor de doña Ana a D. Francisco, dicho sea entre nosotros, si por amor hemos de entender algo de poético, no existió jamás; pero doña Ana tenía muy elevada idea de sus deberes y se miraba en su honra con verdadero orgullo patricio. Fue por consiguiente una esposa modelo. Achican un tanto el encomio que por esto merece dos notables consideraciones. La primera es que el orgullo de doña Ana, aunque rebozado en cortesía, no le dejaba estimar, ni siquiera como a prójimos, al resto de los bermejinos. Es la segunda la ferocidad y vigilancia de D. Francisco, el cual anduvo siempre ojo avizor y con la barba sobre el hombro, como quien no quiere la cosa; y si hubiera cogido en un renuncio a doña Ana, ni el Tetrarca ni Otelo se le hubieran adelantado en vengar el agravio.

Lo que en manera alguna se achica por nada, en lo que no cabe escatimar el elogio, es ya que no en el amor, en el afecto que engendra el trato, en la confianza que de la convivencia nace, y en la delicada amistad y constante devoción con que asistió siempre doña Ana al lado de su marido, cuidándole cuando estaba enfermo, consolándole cuando triste, templando su furia cuando irritado, y compartiendo sus alegrías y haciéndolas mayores con su regocijada conversación cuando él estaba alegre. Doña Ana perdía la gravedad y el entono en el seno de la familia y solía ser muy amena.

El fastidio, terrible y peligrosa enfermedad en las mujeres, no se apoderó nunca del alma de doña Ana, pues sabía emplear su tiempo del modo más variado. A pesar de que había leído a Racine, a Corneille y a Boileau, le encantaban los poetas españoles más conceptuosos, sobre todo Góngora y Calderón, y hasta Montoro y Gerardo Lobo. La Historia de España, de Mariana; las obras del venerable Palafox, y el Teatro crítico y las Cartas eruditas de Feijoo, eran sus libros predilectos en prosa.

Siempre estaba ocupada en algo. Cuando no leía, cosía o bordaba; y cuando no, cuidaba de la casa, donde el orden y la limpieza luchaban con lo triste y aislado del sitio y con lo vetusto de los muebles.

Desde la muerte de D. Francisco tuvo doña Ana ocupación más importante; la educación completa de su único hijo.

Mientras D. Francisco vivió, la tal educación se había ido haciendo con tres impulsos diversos. D. Francisco enseñó al niño a montar a caballo, a tirar con la escopeta, y otras habilidades pertenecientes a la gimnástica. Cuando D. Francisco murió, tenía su hijo doce años; pero en dichas cosas estaba bastante adelantado.

El aperador de la casa era un antiguo criado, a quien, por la majestad con que trataba de que todo lo perteneciente a sus amos se respetase, habían puesto el apodo de Respeta; pero el hijo de Respeta, a quien sólo por ser su hijo llamaban Respetilla, era de lo menos respetador y de lo menos amigo de infundir respeto por las cosas de sus amos que puede imaginarse. Este Respetilla, que tendría seis u ocho años más que el mayorazgo Mendoza, fue su confidente, escudero, lacayo, ayo y preceptor, todo en una pieza. Con él aprendió el mayorazgo a jugar a las chapas, al cané y al hoyuelo, a tocar la guitarra y cantar la soledad, el fandango y otras canciones, y a referir una multitud de cuentecillos verdes. Por último, doña Ana enseñaba al mayorazgo historia; y el mayorazgo se aficionó más que a ninguna otra a la de Grecia y Roma, soñando, siempre que no jugaba al cané o a las chapas, con ser un Scipión, un Milciades, un Cayo Graco o un Epaminondas, según él conocía a estos héroes por el libro de Mr. Rollin traducido al castellano.

Muerto D. Francisco, doña Ana tomó la férula educadora y no quiso compartir con Respetilla la educación de su hijo. Era ya tarde, sin embargo, para apartar a Respetilla y para desarraigar del corazón y de la mente del ilustre mayorazgo todos los vicios y resabios de un señorito andaluz de lugar. Doña Ana hubo de contentarse con tratar de injertar, digámoslo así, en el señorito andaluz y lugareño el saber y los sentimientos propios de un hombre culto y de un perfecto caballero.

Como D. Francisco había sido negro, esto es, muy liberal, a pesar de preciarse de tan linajudo, y había estado mal con Narizotas, como él llamaba a Fernando VII, siempre se había enfurecido ante el proyecto de que el niño fuese a servir al rey, entrando de cadete en un colegio. Doña Ana siguió con facilidad, en este punto, el humor de su dulce esposo, porque idolatraba a su hijo, no quería separarse de él, suponía aún que teniendo que gozar de su mayorazgo no tendría que servir a nadie, y además pensaba en que ni Milciades, ni Epaminondas, ni Cayo Graco, ni ninguno de los Scipiones, fueron cadetes nunca, ni subieron paso a paso, ridícula y prosaicamente, hasta llegar a generales, sino que fueron oradores, hombres políticos, guerreros y magnates a la vez, y ya empuñaban la espada, ya tomaban la pluma, ya se revestían de la toga, ya se armaban con la loriga y con el casco. Así quería doña Ana que fuese su hijo, y aunque no tenía más que uno, entendía que valía por dos, y se juzgaba otra Cornelia.

Doña Ana comprendió, a pesar de todo, la utilidad de que el niño siguiese una carrera; y, después de meditarlo bien, eligió la de abogado, no para que ganase la vida haciendo pedimentos, sino para que aprendiese las leyes, y supiese reformarlas y darlas a su patria, cuando llegase la ocasión.

El mayorazgo estudió, pues, latín con el dómine del lugar, y llegó a traducir casi de corrido algunas vidas de Cornelio Nepote. Fue luego al Seminario conciliar de la capital de su provincia, donde aprendió filosofía en el padre Guevara, y sacó siempre nota de sobresaliente. Y por último, cursó el derecho en la Universidad de Granada, donde, por arder entonces la guerra civil entre carlistas y cristinos, no había severidad en cuanto a la asistencia.

Nuestro mayorazgo se pasaba, pues, en Villabermeja la mayor parte del tiempo que duraba el curso. Luego iba a examinarse; y, merced a la longanimidad de los examinadores, siempre obtenía buena nota.

En las excursiones a Granada acompañaba al mayorazgo el fiel servidor Respetilla. Allí se portaban ambos con cierto rumbo y elegancia. Hubo temporadas en que hasta la jaca castaña, en que cabalgaba y viajaba desde el lugar el señorito, se quedó en Granada para que el señorito la montase y luciese. Bien es verdad que entonces todo estaba aún barato en Granada, mereciendo esta ciudad llamarse la tierra del ochavico. Con veinte reales diarios se hacía todo el gasto de vivienda, comida, camas y servicio de amo, criado y jaca.

Aun así era un lujo estupendo. Lo más que solía gastar entonces en el pupilaje un estudiante en Granada era la suma de siete reales diarios. Seis era el precio medio corriente de las mejores casas, donde las patronas más aseadas y bonitas daban almuerzo, comida y cena, cama, luz, agua y otra multitud de regalos.

En fin, el ilustre Mendoza terminó en Granada su carrera, y se graduó de licenciado y de doctor in utroque. Doña Ana le bordó una primorosa muceta y le hizo una borla riquísima para el bonete.

El miniaturista más hábil que había entonces en Granada pintó por seis duros, sobre cándido marfil, el retrato del mayorazgo Mendoza, con su muceta, su toga y su bonete emborlado; y el mayorazgo Mendoza, cuando volvió a los brazos de su madre, hecho un doctor, le trajo dicho retrato de presente, puesto en un marco de ébano con adornitos de bronce.

Ya desde aquella época, como el mayorazgo Mendoza se llamaba don Faustino y era doctor, empezaron a llamarle el doctor Faustino, título y nombre con que se hizo famoso en lo futuro y con que en adelante le designaremos.

El doctor Faustino se doctoró en el año de 1840. Volvió a su casa lleno de ilusiones y deseoso de ir a Madrid a realizarlas. Por desgracia, su ciencia era vaga y sus ilusiones eran tan vagas como su ciencia.

El doctor sabía de todo y de nada sabía. De todo sabía más que de leyes, que era, al parecer, lo que había estudiado.

El título que le habían dado en la Universidad, era un título huero. ¿Para qué sirve el título? se preguntaban el doctor y su madre.

El Sr. D. Faustino López de Mendoza y Escalante, alcaide perpetuo de la fortaleza y castillo de Villabermeja, Caballero del hábito de Santiago, maestrante de Ronda, descendiente de una multitud de héroes, ¿estaría bien que fuese a Madrid a ponerse de pasante con un abogado? Doña Ana y el doctor reconocían que la profesión de abogado era honrosísima, sabían que Cicerón y Catón habían sido abogados en Roma, y nada razonable tenían que objetar contra la abogacía: pero una estética irresistible, un sentimiento superior a todo raciocinio les hablaba poderosamente al alma, clamando: D. Faustino no puede ser abogado. D. Faustino además, si bien se creía capaz de inventar las mejores leyes, fundándolas en filosofía, no se sentía con fuerzas para aprender las leyes inventadas por otros, al menos en sus pormenores y menudencias. Esto, parodiando la sentencia de Triboniano o de no sé qué otro jurisconsulto, anterior a las Pandectas, sostenía D. Faustino que era carga más a propósito para muchos camellos que para un hombre solo, y más siendo este hombre alcaide perpetuo y maestrante.

¿Iré a Madrid a pretender un empleo? se preguntaba D. Faustino. A esto no se oponía sólo lo ilustre de su nacimiento, el hábito de Santiago y la maestranza, sino el mismo título de doctor, que don Faustino y su madre tomaban por lo serio. ¡Qué vergüenza, qué degradación pretender o tomar un empleo de ocho o diez mil reales, que era lo más que podían darle, e ir a confundirse y aun a quedar por bajo de tantos y tantos pelafustanes plebeyos, que sin ser doctores, ni maestrantes, ni alcaides perpetuos de ninguna fortaleza, disfrutaban de mucho más sueldo y de mayor categoría en las oficinas del Estado!

¿Aspiraría D. Faustino a entrar en la carrera judicial? Pero ¿qué puesto obtendría, contando con favor y humillándose a pretender del ministro? Una promotoría fiscal. A lo sumo, un juzgado. Esto era inaceptable. D. Faustino se resignaría a ser oidor; pero no podía ser menos. Para vivir en un lugar, bien estaba en el suyo, donde vivía en su casa solariega y cerca del castillo de que era alcaide perpetuo, donde su nombre se respetaba, donde se acataban sus blasones, y donde, si los destinos del mundo no hubieran cambiado tanto, podría ejercer mero y mixto imperio, y ser, por delegación del duque, cuando no por derecho propio, señor de horca y cuchillo, pendón y caldera.

¿Se dedicaría D. Faustino a la literatura? Mucha afición tenía a esto, pero ¿cómo ganar dinero con la literatura en España? D. Faustino, además, seguía sobre el particular la opinión de Alfieri, literato casi tan noble como él. El poeta que reviste la belleza ideal de una forma sensible, y el sabio que enseña la verdad severa a los hombres, no deben pensar en remuneración alguna; no deben tener Mecenas ni entre los próceres ni en el vulgo. Si buscan Mecenas, se exponen a caer en el servilismo, profanan el sacerdocio de las musas, degradan un magisterio sublime y convierten la misión de hierofantes en el bajo oficio de aduladores de los príncipes o de las muchedumbres. Había que pensar también si, aun allanándose a lisonjear el gusto de muchedumbres o de príncipes, toparía el doctor Faustino con algunas o con algunos que quisieran leer y pagar lo que él escribiese. Esta duda la resolvía el doctor prometiéndose escribir para un público eterno, sin atender a la corriente de la opinión, al gusto dominante en un momento dado, a la moda o al capricho. Pero como el público eterno no paga, el doctor decía, con Alfieri que valía más ejercer un oficio mecánico para ganar el pan y escribir para alcanzar laureles inmortales, que no fundar en los escritos la menor esperanza de mejorar la situación económica.

Varias veces pensó el doctor Faustino en meterse a periodista, tomándolo por aprendizaje y propedéutica de hombre de Estado y de literato a la vez; pero ¿cómo sujetarse a los antojos de un director, tal vez rudo, ignorante y necio? ¿Cómo un alcaide perpetuo, caballero del hábito de Santiago, con tantos ascendientes venerandos, con un árbol genealógico tan hermoso, y con mil otros títulos y distinciones, había de dejarse asalariar por cualquier zascandil que tuviese dinero para fundar un periódico y se dignase darle veinte o treinta duros al mes para que escribiera lo que al periódico conviniera, ya que no le obligase a pasar algún tiempo de novicio (el doctor se estremecía y horripilaba sólo de pensarlo), traduciendo el folletín, tomando de acá y de acullá noticias para compaginar el correo extranjero, o recortando armado de unas viles tijeras sueltos y gacetillas de otros periódicos, y pegando con obleas en cuartillas lo recortado, a costa de la propia saliva, para mayor ignominia? El doctor Faustino no era posible que fuese periodista tampoco.

En suma, la madre y el hijo se pasaron muchos meses cavilando, discurriendo y discutiendo qué podría ser, a qué podría dedicarse, para qué podría servir el doctor Faustino, y no hallaban la solución de tan arduo problema. Ambos entendían, no obstante, que el doctor servía y valía para todo, dándole dinero con que llegar. Esta especie de viático para el primer encumbramiento, esta peana indispensable para alzarse entre las turbas y hacer que resplandeciese el verdadero mérito era lo difícil de hallar, así para el doctor como para su madre.

No había medio, o al menos era muy aventurado, que el doctor Faustino se lanzase a Madrid, a la buena de Dios, sin ánimo de buscar en la redacción de un periódico, en una oficina o en el estudio de un abogado, alguna ayuda de costas mientras llegaba a personaje.

El caudal de los Mendozas, hacía tiempo, había menguado mucho. D. Francisco, con su desgobierno, le había disminuido más y le había empeñado.

Aunque D. Francisco había amado y respetado siempre a doña Ana, sus pasiones de hidalgo, y su vanidad quizás, le habían arrastrado primero a tener relaciones con cierta ninfa a quien llamaban la Joya, y más tarde con otra ninfa a quien llamaban la Guitarrita. Ni la Guitarrita ni la Joya gastaron nunca brazaletes y collares de diamantes y de perlas, ni se vistieron con Worth, ni con la Honorina, ni con Monsieur Augusto, ni anduvieron en coche; pero en cambio tuvieron ambas una dilatada parentela de padres, tíos, hermanos y primos, que ya sacaban aceite, ya vino, ya morcillas, ya lomo, ya trigo de la casa del ilustre mantenedor. La Joya, además, lo mismo que la Guitarrita, se vestían bastante bien, para lo que en el lugar se usaba, y todo esto consumía la hacienda de D. Francisco.

Por último, habían costado caras y contribuido al atraso de la casa las mismas bizarrías de D. Faustino, siendo estudiante en Granada, donde había tenido luneta en el teatro, y había jugado al monte y había perdido, y donde se había vestido en casa de Caracuel, haciéndose, no ya sólo fraques y levitas, sino vestidos de majo, y dos uniformes, uno de maestrante y otro de oficial de lanceros de la milicia Nacional. Este último uniforme, sobre todo, había costado un ojo de la cara, por lo complicado y pintoresco. No le faltaban perfiles ni requilorios.

Cuando la expedición de Gómez, se había movilizado en Granada la milicia, y a D. Faustino le había hecho el capitán general su ayudante de campo, de suerte que el uniforme hasta portapliegos tenía, el cual iba pendiente de unas correas muy lustrosas. El charol del portapliegos era exquisito y se veía uno la cara en su bruñida superficie. La multitud de cordones y bordados de oro no era de menos precio y elegancia; y el chascá polaco, con un plumero blanquísimo, y el sable truculento y la lanza con banderola, habían importado asimismo buenos dineros.

D. Faustino no estaba muy seguro de que ni este uniforme, ni el de maestrante de Ronda, ni los dos vestidos de majo que tenía, con chupa llena de caireles y marsellé remendado de mil colores, y botines de becerro, bordados por los más primorosos y prolijos presidiarios de Málaga, y zahones, y calzones de punto ajustados con dobles botones de muletilla, de la más rica filigrana de oro que en Córdoba se fabrica, fuesen vestimentas y galas de grande uso y provechoso efecto en las calles y reuniones de Madrid; pero de lo que sí estaba seguro es de que en estas cosas y en otras se había gastado la moneda, y ya había leído él en las obras de un profundo economista, y si no lo hubiera leído lo hubiera adivinado, porque era hombre de muy agudo entendimiento, que la moneda es indispensable al hombre desde el momento en que el hombre vive en sociedad.

Esta necesidad de la moneda se aumentaba tratándose de ir a vivir a Madrid, donde todo cuesta un sentido en comparación de lo que valen las cosas en los lugares, y donde D. Faustino López de Mendoza tendría que hacer su epifanía, como importaba al lustre de su apellido y a dos o tres marquesas y condesas, amigas y parientas de su madre, que habían de recibirle como sobrino y presentarle en todos los salones aristocráticos.

Hubo ocasiones, en que madre e hijo pensaron en que D. Faustino fuese a Madrid de incógnito, tomando un pseudónimo, hasta que hubiese más dinero, o bien se viniese a descubrir quién él era por su mismo esplendor y por las bellas acciones o escritos que hiciese o compusiese; pero este arbitrio se abandonó por impracticable.

Ir a Madrid, sin ir de incógnito, era una temeridad, no yendo a pretender. El vino, principal riqueza de la casa de los Mendozas, estaba a peseta la arroba. ¿Qué menos podía gastar en Madrid don Faustino, asistiendo en la sociedad comm'il faut, y viviendo con extraordinaria economía, que ochenta duros al mes? Pues bien; ochenta duros al mes suponen cuatrocientas pesetas o sea cuatro tinajas de vino, que importan al año cuarenta y ocho tinajas; cerca de cinco mil arrobas: la mar de vino; la cosecha entera de los mejores años, no habiendo oídium ni honguillo. Y si el señorito se lo gastaba todo en Madrid ¿con qué se pagaban las contribuciones? ¿Con qué se hacían las labores? ¿Con qué satisfacían los intereses del dinero tomado a rédito (al veinte por ciento) sobre buenas hipotecas? Hic opus, hic labor est; según el profano.

A pesar de todo, el doctor Faustino no se resignaba a no ir a Madrid, donde, echando pecho al agua y arrostrando y venciendo mil dificultades, se lisonjeaba de conquistar, ni él mismo sabía por qué caminos, gloria, posición y fortuna. La idea de que muchos hombres, con menos medios que él, se habían encumbrado, le estimulaba perpetuamente. No había género de ambición que el doctor no tuviese. Andaba como toro picado del tábano.

En punto a oratoria esperaba ser un Demóstenes, no a la pata la llana y sencillote como fue el de Atenas, sino con todos los floreos que privan en nuestra edad más retórica. En efecto, nadie había salido tan apto como él para imitar el estilo de su célebre maestro de práctica forense, que era el más poético orador de Granada. Mentira parece que acertase a adornar con tanta pompa y galanura la explicación de los procedimientos civiles y criminales. Sirva de muestra cuando decía: -«Señores, el juicio civil ordinario es un cristalino arroyuelo que nace en la amena gruta del derecho de cualquiera persona, y se desliza con suavidad por apacible llanura, esmaltándola de flores y causando blando murmullo al quebrarse entre menudas guijas, hasta que llega a su término dichoso, fecundado con su riego el árbol de la justicia absoluta. Por el contrario, el juicio ejecutivo es un torrente impetuoso que, despeñándose de la escarpada cumbre, donde mora la inflexible obligación, todo lo arrastra en su rápido curso, hasta que baja a perderse en el hondo foso, que circunda, ampara y hace inexpugnable el alcázar de la propiedad sagrada». Cuando este señor hablaba en estrados era más elocuente todavía. Las exigencias del estilo didáctico no ataban entonces sus ímpetus ni abatían su vuelo, y se remontaba a las nubes, combinando diestramente lo metafórico con lo patético. En cierta ocasión, en que su cliente era un barbero, que antes había sido rico, atinó a expresarse así hablando de él: -«Este desventurado, que, en el naufragio de su fortuna, tuvo que asirse a la dura tabla de su navaja»-; con lo cual arrancó aplausos y hasta lágrimas. El doctor Faustino, aunque de suyo no era muy propenso a tantos tropos y lindezas, se sentía capaz de eclipsar a su maestro, si en ello se empeñaba.

De poesía aún se le alcanzaba más al doctor Faustino. Era aquélla la época del romanticismo, y el doctor se había hecho romántico de los más furiosos. Casi todos sus versos eran desesperados y subjetivos: esto es, el doctor hablaba siempre de sí. No había compuesto aún ningún poema ni ningún drama; pero podía reunir ya un par de tomos abultados de Fantasías, Meditaciones, Plegarias, Orientales y Fragmentos. Afirmaba que no hacía caso de la forma, y que, como verdadero poeta, sólo atendía al pensamiento y a la pasión; pero es lo cierto que hacía mil combinaciones raras y nuevas de rimas y de metros, y que, a veces en una misma composición, ponía versos de una sílaba, y de dos y de tres y hasta de veinte, y luego descendía hasta versos otra vez de una sílaba, lo cual les daba extraña lindeza esquemática, pues la composición venía a figurar un lenguado. El doctor Faustino, no obstante, tenía un espíritu crítico y descreído, que aun contra él mismo se volvía. Cierto que se juzgaba capaz de ser un sobrehumano poeta: un genio, y está dicho todo; pero los versos, ya escritos y realizados, se sometían a su propia crítica con más facilidad que las tenebrosas profundidades de su alma; y, en honor de la verdad y del pobre doctor, hemos de declarar aquí que dudaba mucho de que los versos fuesen buenos. A pesar de su romanticismo, había una sentencia de un clasicastro aborrecible, de Moratín hijo, que le estaba siempre zumbando en las orejas y acobardándole. La sentencia era: «¡Ay, amigo Pipí! ¡Cuánto más vale ser mozo de café que poeta ridículo!» -El doctor Faustino, por consiguiente, aunque parezca el caso inverosímil, no contaba para nada con sus versos, y los guardaba en cartera hasta que los hallase buenos con toda evidencia, o hasta que tales los compusiese.

Sólo un verso, que él repetía a menudo entre dientes, tenía mérito singular, fuera de toda duda, porque reflejaba el estado de su cerebro.

¡Siento sobre mi frente hervir el caos!


decía el verso espantable.

Había un caos de ideas y de pensamientos en aquella frase.

En ocasiones pensaba el doctor que todo lo ignoraba; que no había estudiado; que había perdido su tiempo, y que era un mueble que no servía para nada, ni especulativo ni práctico. Pero con mayor frecuencia entendía al revés, que no había cosa que él no supiese o que no adivinase, y esto, en vez de alegrar su corazón le afligía más aún.

-¿Con que no hay nada que yo no sepa? ¿Con que nada nuevo pueden enseñarme los libros? ¿Con que todo lo que leo o es un hecho insignificante que lo mismo da saber que ignorar, o es eco o fórmula o mera enunciación de lo que estaba ya en mi conciencia? Cada escritor pondrá en el orden que guste o arreglará según el método que quiera sus doctrinas; pero yo me las sabía ya antes de leerlas en sus libros. De lo que no sé y de lo que anhelo saber es de lo que nada hallo en los autores.

Siempre que los pensamientos y cavilaciones del doctor tomaban este rumbo, siempre que se juzgaba harto, saturado, repleto de ciencia humana, no estimándola en un pito, le entraban vehementísimos deseos de comunicar con otros seres superiores, a ver si sabían más que los humanos, y con su favor y auxilio acertaba él a penetrar en los misterios del mundo visible y del invisible.

El doctor Faustino se juzgaba tan principal y tan noble, que no se explicaba el desdén de los espíritus, y se consideraba agraviado de que no comunicasen con él ni atendiesen y cediesen a sus conjuros.

No se crea por eso que el doctor estuviese loco. Tenía momentos de exaltación, pero no de locura.

Al descender de sus puras especulaciones y al tocar de nuevo la realidad, se olvidaba de la magia, porque no creía que hubiese ya un diablo tan estúpido que se dejase engañar como Mefistófeles se dejó engañar por Fausto, su semi-tocayo, proporcionándole gratis dinero, placeres, fama y buenos lances de amor y fortuna. Esto deseaba alcanzar, y para alcanzar todo esto no confiaba el doctor, ni en el diablo, ni en la magia, ni en la ciencia, ni en la poesía, sino en un arte vulgar, que despreciaba, que miraba como indigno. No obstante, le daba rabia de dudar si le poseía o no le poseía.

Para salir de esta duda, para hacer experiencia de sí mismo, quería el doctor ir a Madrid. Villabermeja se le caía encima con todo su peso.

Hablaba entonces el doctor con su madre, y le comunicaba su propósito.

La prudente señora preguntaba siempre al doctor:

-¿Qué plan llevas?

-Ninguno -contestaba el doctor.

-¿Quieres quizá dedicarte a la abogacía?

-Nunca.

-¿Ganarás dinero y posición como periodista o como empleado?

-Tampoco.

-¿Ganan algo los poetas?

-Ignoro si soy poeta; pero no ignoro que los mejores poetas ganan poco o nada.

-Para escribir, por otra parte -añadía doña Ana-, alguna obra en prosa o en verso, que haga tu nombre inmortal, lo mismo puedes escribirla aquí que en la corte.

-En eso no cabe duda -tenía que contestar el doctor Faustino.

-Pues entonces, quédate en Villabermeja. No abandones a tu anciana y cariñosa madre.

El doctor se dejaba convencer a fuerza de ruegos y caricias. Reconocía que, de irse, se exponía a consumir en cinco o seis meses todo su miserable caudal, quedándose luego a pedir limosna. Bajaba la cabeza y sonreía melancólicamente.

Cuando estaba solo decía entre sí:

-Vamos, ¿para qué sirvo? ¡Voto al diablo, que no sirvo para nada!

La madre también decía entre sí cuando se quedaba sola:

-Este hijo mío (no me engaña el amor de madre), es hermoso de alma y de cuerpo, elegante, gallardo: parece capaz de todo; pero ¡es tan raro! ¡es tan soñador! ¿Para qué sirve? Mucho me temo que para nada ha de servir, como no sea para ser su propio tormento.