Las ilusiones del doctor Faustino: 09
- VII - Preliminares de amor
[editar]Hay en mi mente mil razones que la inclinan a no proseguir la narración de esta historia. Sólo el compromiso que contraje al empezar su publicación me lleva ahora a continuarla.
El protagonista me desagrada cada vez más. En sus calidades intrínsecas hay poco o nada que le haga interesante, y, sobre todo su posición de señorito pobre es anti-poética hasta lo sumo. ¿Qué lance verdaderamente novelesco puede ocurrir a un señorito pobre? Un buen héroe de novela sin dinero no es concebible sino entre salvajes, en países remotos, en edades antiguas, en medio de civilizaciones bárbaras o en lucha abierta con nuestra civilización y forajido de ella, donde sean, de acuerdo con la sentencia del ingenioso hidalgo, sus fueros, sus bríos, sus pragmáticas, su voluntad. Pero protegido a par que reprimido por un juez, por un alcalde y hasta por un guardia civil, con cédula de vecindad o con pasaporte, sujeto a multitud de reglas, encomendada la defensa propia a gente asalariada por la comunidad, lleno de temor de faltar, no ya a un precepto de ley, no ya a un reglamento de policía urbana, sino a lo que llaman conveniencias, ¿qué se ha de esperar que dé de sí un señorito pobre, digno de la más sencilla y pedestre novela? De no romper con la sociedad haciéndose mendigo o bandolero, importa sobreponerse a ella, lo cual no se consigue sin ser un Abul-Casen o un Montecristo.
Nada de esto era nuestro pobre doctor, y yo no he de apartarme un ápice de la verdad suponiendo lo que no era. Suplico, pues, a mis lectores que me disculpen si caigo y hasta me arrastro y revuelco en el más prosaico realismo.
A fuerza de trabajo y de súplicas habían logrado doña Ana y el doctor que unos marchantes bermejinos les compraran dos tinajas del vino superior que tenían, de la flor y nata de la cosecha, pagándolas al contado, caso raro por allí, y a diez reales la arroba. El producto líquido de esta venta, deduciendo mermas, botas de regalo a los marchantes y gajes y propina del corredor, se elevaba a la cantidad de mil novecientos reales. Los marchantes entregaron religiosamente dicha suma en monedas de todas clases, siendo más de mil reales en calderilla. Según el uso del país, cada cien reales, o sea cada ochocientos cincuenta cuartos, venían metidos en una esportilla de palma de escoba, cosida con guita o con tomiza. Como la esportilla no se ha de dar de balde, en cada esportilla se cuentan sólo ochocientos cuarenta y ocho cuartos, restados dos por el valor de la esportilla. Verdad es que la esportilla es siempre útil, pues cuando no sirve para llevar cuartos, sirve para llevar aceitunas, con lo cual se saca la ventaja de que los cuartos vengan a menudo bañados en el caldo y aliño de las aceitunas, y las aceitunas adquieran cierto sabor y olor a la mugre de los cuartos. Por lo demás, lo mismo debieran valer mil reales en cuartos, metidos en esportillas, que mil reales en oro. El doctor, sin embargo, no quiso emprender la conquista de su prima doña Costanza con aquel numerario tan voluminoso y mugriento. Su transporte, en la forma en que estaba, casi hubiera requerido otro mulo más sobre los tres, o mejor dicho en pos de los tres del equipaje y de los presentes. El doctor tuvo, pues, la precaución de acudir a la vieja tendera, que le quería bien, a pesar de la mala pasada que hicieron los podencos, comiéndose el reparo de bizcochos con vino y canela; y la tendera, rica y generosa, le hizo el insigne favor de cambiarle los mil y novecientos reales en dobloncillos de dos y cuatro duros. Con este oro se habían pagado ya las costas de la posada durante el viaje.
A los cuatro días de vivir el doctor en casa de doña Araceli, un señor Marqués de Guadalbarbo, que había venido como él a la feria, le llevó al casino, le indujo a jugar al monte, le excitó a echar tres o cuatro vaquitas que todas berrearon, y los mil novecientos reales se vieron reducidos a poco más de mil.
Temeroso el doctor de encontrarse sin blanca, hizo promesa solemne de no volver al casino para no caer en la tentación de jugar al monte.
Era menester que los mil reales que le quedaban, alcanzasen para el tiempo que había de estar en el pueblo de su prima, para gratificar a los criados al partir, y para los gastos del regreso a la patria.
La íntima contemplación de esta miseria propia aumentaba la timidez, la melancolía y el encogimiento del doctor en todas partes. Se avenía tan mal el don con el tiruleque, disonaba tanto lo de alcaide perpetuo y demás blasones con aquella escasez absurda de metales preciosos, que D. Faustino se sentía acobardado, postrado, abatidísimo, como si le hubieran dado cañazo.
Llegaron los días de la feria; hubo toros; hubo mucho turrón y mucho garbanzo tostado; en fin, cuanto hay en todas las ferias. D. Faustino fue a los toros, convidado por su tío; paseó por el campo de la feria, caballero en su jaca y vestido de majo; hizo como quien se divierte, pero se divirtió menos que en un entierro.
Las indefinibles miradas entre él y Costancita continuaban como desde el principio. Por la noche, cuando no había velada en las calles o en el paseo público, había tertulia en casa de D. Alonso. Así se pasó una semana, y así llegó el último día de la feria; pero los amores de D. Faustino y de doña Costanza estaban menos adelantados que en el primer día en que ambos primos se vieron.
Si el doctor hubiera hallado a doña Costanza por acaso, sin previo aviso y concierto de que venía a vistas para casarse con ella, el doctor le hubiera declarado sin rebozo sus más atrevidos pensamientos. Pero ¿qué es decir a doña Costanza? Al lucero del alba, a la propia Diana, a la propia Vesta, los hubiera declarado el doctor. Su proceder tímido no nacía de natural timidez, sino de orgullo. Él, al menos, así lo imaginaba. Allá en su rica fantasía, segaba a montones cuantas flores brotan en las faldas del Helicón y del Parnaso, lozanas y olorosas por el fecundo riego de las fuentes Hipocrene y Castalia, y con estas flores adornaba y cubría su declaración de amor a doña Costanza; pero no bien apartaba de nuevo las flores, y quedaba la declaración escueta, el doctor no veía sino esta fórmula prosaica: «Tráeme los tres o cuatro mil duros de renta, que me hacen mucha falta. Yo en cambio no tengo sino amor». Cada vez que a solas en su cuarto, durante el silencio de la noche, el doctor se repetía las mencionadas frases, se le saltaban las lágrimas de dolor y de rabia. Cada vez, sin embargo, se le figuraba que amaba más a su prima. Por momentos creía sentir por ella verdadero amor: pero los mil reales en que tenía que mirarse para que no se gastaran, su pobreza bermejina, en suma, que hasta para él mismo hacía inverosímil su amor desinteresado, ¿cómo no había de hacerlo también para Costancita?
¡Cuánto lamentaba el doctor entonces, tocando y aun pasando los límites entre la razón y la locura, no haber nacido allá en Oriente y ser corsario o klepta y giaour, como un héroe de Byron, o no haber nacido en humilde cuna para ser bandolero como José María, o no haber nacido en el siglo XI o XII para conquistar a cuchilladas y lanzadas, no ya dinero, sino un imperio, y dársele luego a Costancita en pago de su corazón!
Doña Araceli, que, por amor a su amiga y prima doña Ana, había preparado el asunto del noviazgo, aficionada después al sobrino doctor, se dolía de que las cosas marchasen con tanta frialdad y lentitud. No quería o no se atrevía, con todo, a decir nada a don Faustino. Juzgaba más conveniente dejar a los presuntos novios en completa libertad para que todo dependiese de su iniciativa.
El doctor había dado un bufido a Respetilla siempre que éste, a las horas de irse a acostar su amo, que era cuando más a solas le veía, había empezado a hablarle del noviazgo. El doctor, pues, respecto a sus amores con doña Costanza, estaba reducido a un soliloquio perpetuo. Respetilla, con todo, no pudo resistir más la gana de hablar, y una noche le dijo:
-Señorito, hoy hace ocho días que estamos aquí.
-Bueno, ¿y qué? Estaremos otros cuatro o cinco más, y nos volveremos a Villabermeja -contestó el doctor.
-Pues si aprovecha su merced los cinco días que quedan como ha aprovechado los ocho, lindo viaje hemos echado; estamos lucidos.
-¿Qué tienes tú que ver con eso? Cállate. No seas insolente.
-Señorito, yo tengo mucha ley a su merced, y aunque me dé de palos he de hablar y he de meterme en camisón de once varas y he de decir lo que conviene.
-Respetilla, Respetilla, cuidados ajenos matan al asno.
-Yo no niego que soy un asno, señorito; pero niego que los cuidados de su merced sean para mí cuidados ajenos: los cuidados de su merced son para mí más que propios.
-¡No eres tú pillo, ni nada, Respetilla! Vamos, dí lo que se te antoje. Te doy completa libertad por esta noche.
-Pues, señorito, lo primero que digo es que fray, Modesto nunca fue guardián. Su merced anda muy encogido y cobarde, y de cobardes no hay nada escrito. Yo sé, de buena tinta, que mi señora doña Costanza tiene más gana de que su merced le diga algo de amores, que un gitano de hurtar un borrico. Está frita y refrita por esos pedazos; pero, ya se ve, como su merced se calla, doña Costanza no ha de hacer lo que hizo la dama del romance con su camarero Gerineldos.
-¿Y cómo sabes tú esas cosas? ¿Cuál es esa buena tinta de que la sabes?
-La buena tinta es una morena más retrechera que el reloj de Pamplona, que apunta pero no da y me tiene achicharrado hace días.
-Me dejas en la misma duda. ¿Quién es esa retrechera?
-¿Quién ha de ser?... Manolilla.
-¿Y quién es Manolilla?
-Señorito, perdone su merced, ¿tengo yo la culpa de que a su merced se le vaya el santo al cielo, y esté casi siempre trasponido y a oscuras, y no vea ni entienda, y con tanto entendimiento y con tanto libraco como ha leído viva en Belén, como quien dice?
-Pues hombre, no faltaba más sino que para no vivir en Belén y para tener una idea exacta y completa de las cosas creadas y de lo que más importa fuera necesario que yo supiese quién es Manolilla.
-Pues aunque su merced se me enoje, le sostendré que es necesario y más que necesario. Manolilla no es una Manolilla cualquiera; es la criada favorita de doña Costanza. Yo no me duermo en las pajas, y aunque no he venido a vistas, como la he hallado vacante, la he dicho: aquí me tienes, cuerpo bueno; y como la moza no es ninguna fiera, habla conmigo algunas noches por una de las rejas del jardín.
-¿Y qué te ha dicho de su señora? ¿Sabe ella lo que su señora piensa de mí?
-Dice que la señorita dice que su merced tiene mucho talento y sabe más que Lepe y Lepijo del cielo y de los espacios imaginarios; pero que su merced parece a veces un tío lila, y que le está dando un camelo con no declararse.
-¿Eso dice?
-No digo yo, ni dice Manolilla que ella lo diga con las mismas palabras; pero así, por estilo burdo, no atinamos nosotros a exponer de otra suerte el sentido de lo que dice.
-Está bien. ¿Cuándo hablarás tú con Manolilla?
-Esta noche a la una. En cuanto su ama se acueste, saldrá a la ventana Manolilla a pelar la pava conmigo.
-¿Podrás llevarle una carta mía para doña Costanza?
-¿Y por qué no? Escríbala enseguida su merced.
D. Faustino se puso al momento a escribir la carta, y una vez escrita, se la entregó al criado, que se fue a ver a Manolilla.
El doctor no pudo pegar los ojos en toda la noche, pensando en el efecto que la carta produciría, y lleno de zozobra de hacer reír a doña Costanza.
Lo primero que hizo el doctor, cuando Respetilla entró en su cuarto a la mañana siguiente para limpiarle la ropa, fue preguntarle si había entregado la carta.
-Manolilla quedó anoche en entregársela a su ama en cuanto su ama despertase. A estas horas ya la habrá leído treinta veces la señorita y se la sabrá de memoria -contestó Respetilla.
-¿Crees tú que habrá contestación?
-¿Y cómo dudarlo? Tan cierta tenga yo la gloria. Esta noche espero que Manolilla me traerá la contestación. y yo vendré enseguida a dársela a su merced.
Mientras pasaban estas cosas entre el doctor y Respetilla, doña Araceli, harta ya de ver que sus planes no tenían resultado ninguno, se decidió a romper el silencio y a tener una explicación con su sobrina. Con pretexto de ir a misa, salió de su casa muy temprano y se fue a ver a doña Costanza, que estaba en cama aún, pero ya despierta. D. Alonso había ido al campo a caballo, de lo que se alegró doña Araceli, que no quería que la sospechasen ni acusasen de favorecer demasiado aquellos amores.
Doña Araceli había amado muchísimo, aunque sin fruto y con desgracia, y como la mayor parte de las mujeres que amaron mucho de mozas, se deleitaba, cuando ya vieja, en que la gente joven se amase, y hasta aceptaba y hacía el tercer papel con la misma vehemencia y ternura con que en su juventud había hecho el primero.
Una de las mayores rudezas y crueldades de la opinión vulgar es, en mi sentir, dar un nombre feo, mal sonante y de vilipendio, tanto que no me atrevo a estamparle aquí, a las mujeres ya viejas que conciertan voluntades. Cuando esto se hace con buen fin y sin interés, es el grado más sublime a que puede elevarse el amor en lo humano; es la manifestación gloriosa del amor, limpio ya de egoísmo; es el amor del amor, sin atender al propio bien ni al logro del propio deseo. No hay obra de misericordia que no se resuma y cifre en el ejercicio de esta virtud archi-amorosa, tan denigrada y escarnecida. La que ejerce esta virtud cura al enfermo, redime al cautivo, da de beber al sediento, enseña al que no sabe, busca posada para el peregrino, y viste la desnudez de un alma con todas las galas y joyas del amor bien pagado. Sólo mujeres tiernas y excelentes, como doña Araceli, son capaces de esta virtud. Hay además en esta virtud mucho de semejante al estro poético, a la inspiración, al prurito nobilísimo de producir lo bello, de crear una obra de arte. ¿Qué obra de arte más bella que unos amores, que el concierto y armonía de dos voluntades, que la confusión y compenetración de dos almas en una sola?
Movida, pues, de tan altos y benditos sentimientos, entró doña Araceli en la alcoba de su sobrina. Suave fragancia trascendía por toda ella. No eran aromas alambicados por Atkinson, Violet o Lubin. Apenas si había más que jabón y agua fresca en aquel tocador. Así es que, si no disgustase ya el empleo de la mitología, podría decirse que prestaban a doña Costanza tan delicado aroma la ninfa de la fuente de su jardín, e Higia y Hebe, diosas de la salud y de la juventud.
Había en la alcoba una ventana que daba al jardín. Al través de los cristales, entraban por ella algunos rayos de sol, que parecían filtrarse por entre el tupido ramaje de la madreselva y los jazmines que velaban la ventana. Un canario, cuya jaula pendía del techo de la alcoba, cantaba de vez en cuando. Y en el lado opuesto al de la cama, se veía un altarito, con dos velas encendidas, y sobre el altarito una Purísima Concepción de talla, bastante bonita.
Doña Costanza no usaba papalina, cofia ni redecilla para recogerse el pelo durante la noche, de suerte que el pelo, libre y desatado, mostraba entonces toda su abundancia y hermosura. No exigían tampoco, ni el uso ni aquel clima benigno, otras vestiduras para dormir, que la holanda venturosa que inmediatamente tocaba el lindo cuerpo de doña Costanza, plegándose y ajustándose un tanto a la garganta, merced a una cinta de seda azul celeste, que formaba un lacito sobre el pecho. La sábana y una colcha ligera cubrían a la joven, si bien ciñéndose al cuerpo por tal arte que revelaban sus graciosas, elegantes y juveniles formas.
Doña Araceli, que además del cariño de tía tenía lo que llamaba Dante entendimiento de amor, no pudo menos de extasiarse al ver a su sobrina; y después de haberla contemplado un rato, se echó en sus brazos y la besó, diciendo:
-¡Qué hermosísima estás, muchacha! ¡Dios te bendiga! ¡Vamos, si pareces una Magdalena sin penitencia y sin pecado!
-Tiíta, no se burle de mí con lisonjas. Mire Vd. que no soy presumida.
-¡Qué me he de burlar, hija mía! ¡Qué me he de burlar! ¿Dónde se ha visto cosa más mona que tú? ¡Alabado sea Dios que quiso lucirse y echar el resto en tu persona! Así, en estos momentos, es cuando hay que ver a las mujeres para juzgar sobre su mérito; despeinadas, sin afeites, sin cascarilla ni arrebol; como el Señor las ha criado.
-¿Qué la trae a Vd. por aquí tan de mañana, tía?
-Pero, muchacha, ¿qué colores tienes tan frescos cuando te despiertas? ¡Si pareces una rosa! -interrumpió doña Araceli.
Costancita, en efecto, se había puesto más colorada que de costumbre, cuando su tía entró de improviso, y había ocultado rápidamente debajo de la almohada la carta del doctor, que Manolilla le había dado y que ella acababa de leer.
-¿Qué quiere Vd., tiíta? Vd. misma lo ha explicado todo. Sin penitencia y sin pecado, ¿cómo no he de tener buenos colores?
-Dí también que sin amor y sin desvelos. Eso es lo que no me explico, hija Costanza. Tus ojos son engañosos. ¿De dónde procede el fuego seductor que los anima? ¿De aquí? ¿De este corazoncito? Pero ¿cómo ha de proceder, si este corazoncito está helado?
-¡Helado! ¿Y de dónde infiere Vd. eso? Al contrario, tía. Sepa Vd. que mi corazón está lleno de amor.
-¿Para quién, hija?
-Hasta ahora, tía, para nadie. Pero ¿dejará de arder el amor y de morar en mi alma y de ocuparla toda, aunque no tenga objeto en quien se emplee?
-No me salgas con tiquis-miquis que no se entienden. ¿Qué es amor sino deseo, apetito violento, afán de unirse al objeto amado? Y si careces de objeto, ¿cómo no has de carecer de amor? ¿Qué anhelas tú gozar? ¿A qué apeteces unirte, amándolo?
-Pasito, tía, que no es tan invencible el argumento de Vd. Cuando hay amor y no hay objeto en el mundo para el amor, se imagina, se sueña, se crea un objeto, y este objeto se ama. Así hago yo. ¿Y si Vd. viese qué precioso es el objeto que forjo en mis sueños?
-¿No se parece nada a tu primo Faustino?
-A decir verdad, tía, estas imágenes que se forjan en sueños distan mucho de tener la consistencia de la realidad: son vagas, confusas, aéreas. Sus contornos se desvanecen en un ambiente de niebla luminosa. ¿Cómo he de saber yo de fijo, si mi objeto soñado se parece al primito o no? Eso es según. Ya creo que se parece algo, ya que no se parece nada.
-¿Luego amas una imagen que no sabes cómo es?
-Sé y no sé. Es un misterio que no logro poner en claro.
-No seas pícara, Costancita. Déjate de misterios. Dime sin rodeos, ni diabluras, si quieres o no a tu pobre primo.
-Antes sería menester saber si él me quiere o no.
-Él te quiere, te adora. Eso se conoce.
-Vd. lo conocerá, tía, porque Vd. tiene más conocimiento que yo. Yo soy inexperta y tan mocita que nada conozco. ¿Para qué sirve la lengua? Si me quiere, ¿por qué no lo dice? ¿Por qué no se declara? ¿Quiere él y quiere Vd. que yo le pretenda?
-No, hija Costanza. Él no se declara porque es muy tímido.
-La timidez y la tontería suelen confundirse.
-En este caso no. Además Faustino no ha tenido ocasión. ¡Tú estás siempre tan circundada!
-Se rompe el círculo que me circunda, se busca ocasión y se halla.
-¿Y quién sabe si él la anda buscando?
-Muy torpe es si anda buscándola ocho días sin hallarla. Pero, vamos, tiíta, yo la quiero a usted muchísimo, y no quiero embromarla más ni ocultar a Vd. nada.
-Dí, dí, picarita. Ya calculaba yo que había gato encerrado.
Doña Costanza metió la mano debajo de la almohada y sacó el billete de su primo entre los lindos dedos.
-Aquí está el gato, tía -dijo-. Aquí está el gato. Ocho días ha tardado el primo en pensar y en escribir esta epístola. Confiese Vd. que no se precipita y que va con calma, reflexión y reposo.
-No seas burlona. Tu primo no se habrá atrevido a escribirte antes. Léeme la carta.
-Tía, ¡por amor de Dios! Este es un secreto. No se lo diga Vd. a papá ni a nadie. Estas cosillas son más gustosas cuando no se saben.
-No tengas cuidado. Yo me callaré. Lee.
Doña Costanza, en voz muy baja, leyó el billete que decía así:
«Primita: He tenido el atrevimiento de concebir una esperanza de felicidad, que me alienta hace ocho días. Mil temores, nacidos de mi corto valer y de lo mucho que tú vales, asaltan mi esperanza, luchan contra ella y procuran matarla. Acudo a ti para que la perdones y la ampares. Basta con una palabra de tus frescos labios para que viva. ¿Pronunciarás tan dulce palabra? En todo caso no condenes a esta esperanza, sin oír antes lo que tengo que decir en su defensa. ¿Cómo y dónde podré hablarte? Si cierta simpatía, que he creído leer en tus ojos, si cierta piedad con que me miras a veces, no son mentira que mi fatuidad inventa, confío en que has de buscar medio de oírme, lejos de la turba de adoradores que te rodea. Aguarda con ansia tu contestación el más fervoroso de todos, tu primo -Faustino».
-¿Ves cómo no debes quejarte? -dijo doña Araceli.
-Y si yo no me quejo, tía.
-¡Y qué carta tan fina y tan bien hilvanada! ¡Cómo el galán encaja en ella todo lo que quiere! ¡Con qué arte es atrevido, sin dejar de ser modesto! ¡Con qué primor pide amores y citas sin que parezca que pide nada! Y tú ¿qué vas a hacer?
-Allá veremos, tía. Lo natural, lo que se cae de su peso, es estar pensando durante otros ocho días la contestación.
-Costancita, no seas mala. ¿Le quieres o no le quieres?
-¿Y yo qué sé, tía?... ¿He de sentirme enamorada de sopetón? Hablando con franqueza, yo me temo que voy a amarle. Advierto que me atrae, que se va hacia él un poquito mi voluntad; pero no le amo todavía. Será menester, lo primero, que me convenza yo de que soy querida, muy querida. Después... repito que allá veremos.
-Entre tanto, ¿qué vas a contestar?
-Nada, por lo pronto. Ocho días de silencio.
-Se va a morir de impaciencia.
-Pierda Vd. cuidado, que no se morirá. Por otra parte, ya ve Vd. que el primito es atrevido; tardío, pero cierto; me pide nada menos que una cita o solas, o yo no lo entiendo. Darle la cita sería comprometerme demasiado. ¡Jesús! ¡Qué ligereza! ¿Qué se diría de mí si se supiese?
-Pero, muchacha, si ha de ser tu marido, ¿no podrás hablar con él un momento por la reja?
-¿Y quién le dice a Vd. que ha de ser mi marido? Eso está por ver.
Por más halagos, razones y caricias que hizo y dijo doña Araceli a su sobrina, no logró ni más promesas ni más luz sobre el estado de su alma con relación a D. Faustino.
Doña Araceli, no obstante, volvió a su casa algo más confiada en el buen éxito de los amores que con tanto entusiasmo patrocinaba.